7 de septiembre de 2011

Legalizar las drogas, no los asesinatos

Arnoldo Kraus

Al hablar acerca del problema de las drogas, la testarudez de la mayoría de los gobiernos del mundo es inmensa. No por serendipia, no por decreto, no por copiar modelos económicos. La razón es otra: los gobiernos están dirigidos por políticos. Y aunque no compartan el mapa genético, los políticos se comportan, en muchos rubros, de la misma forma. Buen término para explicar esas similitudes es testarudez. Otras acepciones, explican los diccionarios de ideas afines, son: porfiado, terco, obstinado, tozudo. Sobran ejemplos acerca de los beneficios subsecuentes a la legalización de productos potencialmente nocivos. Sobresalen los casos del alcohol y del tabaco.
 
Se han repetido, ad nauseam, las ventajas de la abolición de la Ley Seca en Estados Unidos. La ley, que como se sabe, prohibía vender bebidas alcohólicas, estuvo vigente entre 1920 y 1935. Durante la Ley Seca las mafias se reprodujeron, los crímenes aumentaron y la violencia se disparó. Basta el siguiente dato para comprender los daños emanados por esa iniciativa. Antes de la prohibición había 4 mil reclusos en todas las cárceles federales de Estados Unidos; en 1932 la población encarcelada había llegado a 27 mil. Corolario: la prohibición incrementó el número de muertos, disparó la violencia y engrosó la población carcelaria.
 
En torno al tabaco también se pueden extraer ideas. En ningún país se ha prohibido el uso del tabaco. Se ha restringido su uso, se han incrementado los impuestos y se han diseñado infinidad de campañas para disminuir su consumo. La suma de esas acciones, aunque falta mucho por hacer, ha sido benéfica: parte de la población es consciente de los daños que produce fumar y en algunos lugares, el consumo ha disminuido. Corolario: prevenir no requiere prohibir, requiere educar y elaborar campañas ad hoc.
 
Los dos corolarios previos me remiten a Suiza y Portugal. En ambas naciones se ha despenalizado la posesión de drogas para uso personal; los usuarios tienen derecho de portar y consumir drogas, no de comercializar con ellas. En contra de las premoniciones de quienes se oponen a la legalización de las drogas, el consumo disminuyó y el número de drogadictos que buscaron atención médica aumentó, lo cual, a su vez, redujo su uso. Nuevo corolario: prevenir y tratar es adecuado; reprimir no sirve. El ejemplo de las naciones europeas revive una vieja idea: el consumo de drogas y sus efectos nocivos corresponden al área de la salud, no a la legal.
 
Se logra más cuando se atiende –algunos políticos no atienden porque no entienden– al drogadicto en forma integral que cuando se le estigmatiza y se le encarcela. Sobresale la siguiente diferencia: mientras algunos drogadictos curan en las clínicas, muchos enferman de otras enfermedades y adquieren incontables vicios en las prisiones. El caso de Suiza y Portugal, aunque parezca extraño, me lleva al muy discutido tema de la eutanasia y del suicidio asistido.

Desde 1998, en Oregon, Estados Unidos, se permite el suicidio asistido, práctica que consiste en proveer a enfermos terminales, bajo estrictas reglas médicas, los fármacos adecuados para que decidan dónde, cuándo y en compañía de quién poner fin a sus vidas. Al igual que las personas que demonizan la legalización de las drogas, los grupos conservadores estadunidenses auguraron que al legitimar el suicidio asistido el número de casos se dispararía. Como lo demuestran las estadísticas, el número de casos, desde 1998, no se ha modificado. Tampoco, como aseguraban los ultras, se legalizó la eutanasia activa. Sucedió lo que tenía que suceder. Los enfermos terminales se sienten protegidos, muchos ni siquiera utilizan los fármacos y mueren en paz tan sólo por saber que cuentan con ellos. Además, los médicos de ese estado se han ufanado por cuidar más a los enfermos terminales: los acompañan y les ofrecen todos los medicamentos necesarios para paliar dolores y disminuir el sufrimiento. Corolario: proteger a pacientes terminales y acompañarlos ha sido una experiencia muy gratificante; proteger a drogadictos y abrirles otras posibilidades devendría buenos resultados.
 
Felipe Calderón declaró en el último Informe de gobierno: “La lucha antinarco, hasta el último día”. Muchos estadistas piensan como él. Yo difiero. La guerra contra las drogas ha sido inútil, han perdido sociedad y gobiernos. Es una guerra yerma y brutal. Si se legalizarán las drogas, amén de lo ya escrito, los gobiernos tendrían la oportunidad de controlar el mercado, de disminuir el poder de las mafias, de acotar la venta de armas, de invertir en prevención y educación en vez de llenar las cárceles, de aprovechar el dinero de la venta de drogas para atender a los drogadictos, de educar a la sociedad, a la policía y con suerte a los políticos y de reducir la violencia y la corrupción producto del narcotráfico.
 
Hace siete días escribí sobre el luto que envuelve y asfixia a nuestra nación. Ahí, en referencia, al creciente número de muertos, señalé: “cada mañana el sepulcro es más profundo”; agregué: “ayer nunca termina, nuevas víctimas se apilan sobre las viejas”, y concluí: “hoy se entierran los muertos de ayer. Mañana se sepultarán los de la víspera”. Me hubiese gustado equivocarme. No fue así.
 
Sólo queda un camino: legalizar las drogas.

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