12 de agosto de 2014

EL ADN DEL PRI

Por: Francisco Ortiz Pinchetti
La reforma energética, que entre otras cosas acota supuestamente el poder del sindicato petrolero, excluido ya del consejo de administración de Pemex, se consumó. Sin  embargo, el líder Carlos Romero Deschamps sigue tan campante con su escaño de senador, su inmenso poder y su multimillonaria fortuna, de la que él y sus hijos hacen grosera ostentación. 

El suyo es un caso elocuente de impunidad, el ingrediente sustantivo de la naturaleza priista. Está  efectivamente en el ADN del partido fundado por Plutarco Elías Calles en 1929 y del cual resulta ocioso y ridículo tratar de diferenciar entre uno viejo y uno nuevo: es el mismo PRI de siempre. 

Y así tendrá que seguir, porque como en la fábula de El escorpión y la rana atribuida a Esopo, está en su naturaleza. La impunidad se me figura como la melaza que lubrica y a la vez da cohesión al sistema priista, que es mucho más que un partido político. Es como el engrudo que conglomera a sus miembros y a la vez los convierte en intocables, aun cuando hayan cometido los más aberrantes abusos, crímenes y saqueos. 

Todo se vale, porque finalmente todos están implicados: Son cómplices. Desde el caudillo Álvaro Obregón hasta el tratante de personas Cuauhtémoc Gutiérrez de la Torre, eso ha sido la historia del PRI. Una historia aterradora en la que lo más aterrador es que no hay culpables. No los hubo en el alevoso asesinato a mansalva del general Francisco R. Serrano y sus compañeros, en Huizilac, el 3 de octubre de 1927. 

Ni del exterminio de los yaquis en Sonora en los años treinta. Tampoco del asesinato infame del líder agrario Rubén Jaramillo y toda su familia en Morelos, en 1962. Nadie fue hecho responsable del saqueo petrolero ni de la persecución de trabajadores ferrocarrileros en los cincuentas. Menos de la guerra sucia y las desapariciones de los setenta y los ochenta.  

Los autores de la masacre de Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968, y la matanza del Jueves de Corpus de 1971, tampoco tuvieron rostro ni nombre de manera oficial, así se sepa que se llamaron Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Álvarez. ¿Hay algún policía preso por torturador?  Francisco Sahagún Baca vivió y murió en absoluta libertad, luego de disfrutar su riqueza. 

La impunidad lo  protegió luego de estar seis años al frente de la dirección de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD), durante el sexenio del presidente José López Portillo, en que se dedicó a extorsionar, a controlar delincuentes que le pagaban cuotas, a vender estupefacientes y a cometer asesinatos impunemente. ¿Alguien pagó por alguno de los cientos de fraudes electorales perpetrados en el país durante décadas? Manuel Bartlett Díaz es ahora un nacionalista y revolucionario ejemplar, senador de la República por gracia de Andrés Manuel. ¿Y la riqueza de José López Portillo, sin más explicación que el saqueo? ¿Y la de Carlos Salinas de Gortari? ¿Alguien, un solo personaje priista, ha sido enjuiciado y encarcelado por enriquecimiento inexplicable? 

Arturo Montiel Rojas, exgobernador del Estado de México (aquel que decía en su campaña que los derechos humanos eran para los humanos, no para las ratas, ¿se acuerdan?), disfruta en París de su fortuna ilícita, ahora además protegido por un ahijado ejemplar que se convirtió en Presidente de la República. La pieza más acabada de la simulación que acompaña a la impunidad priista  ha sido sin duda el caso de Joaquín Hernández Galicia, antecesor por cierto de Romero Deschamps en el sindicato petrolero. 

A La Quina se le hizo pagar en 1989 una deslealtad al partido y al presidente Salinas de Gortari, a quien se atrevió a desafiar, pero sin tocarle un pelo por el pavoroso saqueo que realizó en la paraestatal. Al cacique que hizo del sindicato de Pemex un imperio y se enriqueció sin medida con el manejo de los fondos sindicales, los ranchos, las 72 granjas agrícolas, las 15 tiendas, la venta de plazas y sobre todo los contratos de obra que se concedían al STPRM, acusado inclusive de homicidio, se le inventaron delitos inexistentes para encarcelarlo durante 11 años por haber coqueteado durante la campaña presidencial con Cuauhtémoc Cárdenas y supuestamente haber financiado la edición de un libro (¿Un asesino en la Presidencia?) sobre la muerte de una sirvienta en la casa de los entonces niños Salinas de Gortari. 

El operativo contra La Quina fue encomendado directa y personalmente por el presidente Salinas al entonces subprocurador de la PGR Javier Coello Trejo, que actuó de manera rápida y contundente, aunque también siniestra. 

Con el pretexto de un supuesto acopio de armas de alto poder en la casa del dirigente petrolero en Ciudad Madero, Tamaulipas, elementos del Ejército Mexicano asaltaron la residencia el 10 de enero de 1989, muy de mañana. Atraparon ahí al propio Hernández Galicia, en paños menores todavía, y a una veintena de sus correligionarios y ayudantes. Según la versión oficial, ellos recibieron a  balazos a un agente del Ministerio Público Federal de nombre Antonio Zamora Arrioja, que habría acudido a dar fe de la existencia de veinte cajas con metralletas y cargadores en el recibidor de la casa. 

Supuestamente quedó muerto a las puertas mismas de la propiedad, junto a la acera, pero nadie vio ni dio fe de su cadáver. Fue un caso que me tocó vivir muy de cerca. Yo había realizado varios reportajes para el semanario Proceso sobre el imperio de La Quina y las múltiples acusaciones de trabajadores disidentes en su contra.  

Así que apenas se conoció del operativo ese 10 de enero volé  a Tampico acompañado de otro reportero de la revista, Rodrigo Vera. Llegamos a la casa de La Quina en Ciudad Madero poco después del mediodía. Nuestra investigación periodística, como lo publicamos unos días más tarde,  nos llevó a concluir que todo fue inventado: no había evidencia de la presencia ni de la muerte ahí del agente del MP –cuya acta de defunción fue enviada desde la ciudad de México– y los testimonios de los vecinos indicaban que fueron soldados los que bajaron de sus transportes las cajas con armas que luego aparecieron en el recibidor de no más de 10 metros cuadrados, un lugar que yo conocía por haber estado ahí en dos ocasiones, una de ellas en calidad prácticamente de secuestrado (que ya les contaré). 

De entrada, resultaba absolutamente absurdo que La Quina almacenara ese arsenal en una habitación situada precisamente a la entrada de su casa, de hecho abierta al público, que utilizaba él mismo para recibir a sus visitantes.  Ningún cargo se le hizo por el saqueo, las represiones y los negocios turbios que forzosamente habrían implicado a altos funcionarios de Pemex y del gobierno federal mismo. Tampoco se afectó su fortuna. Finalmente, prevaleció otra vez la impunidad priista. Válgame. 

Twitter: @fopinchetti

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