Su “sueño americano” duró menos de una semana, tiempo en el que caminó por el desierto intentando llegar a algún poblado, recorriendo grandes distancias con poca agua, casi sin alimento, bajo un inclemente sol y con el temor de ser atrapado, lo que finalmente ocurrió.
Raúl salió de San Pedro Sula, Honduras, con la ilusión de reencontrarse con sus padres en Denver, Colorado, quienes por años ahorraron los 8 mil dólares necesarios para costear el viaje de más de 5 mil kilómetros que los separaba.
Con tan sólo 16 años de edad, puso su vida en manos de una banda de polleros que lo llevaron a cruzar tres países, en un lapso de 10 días, hasta que todo acabó y fue deportado a Ciudad Juárez, tras haber alegado que era mexicano.
A diferencia de miles de adolescentes y niños centroamericanos, Raúl no hizo su viaje en tren, él y otros cuatro viajaron en autobús por Guatemala, llegaron a la frontera mexicana e ingresaron ilegalmente al país.
Una vez en Chiapas su guía les dio credenciales de elector robadas. En su caso, le tocó la de un hombre de 23 años, con el que guardaba cierto parecido. Nunca tuvo que mostrarla, en las cuatro revisiones que tuvieron que librar hubo un soborno para los agentes mexicanos. Supone que eran de migración, pero en realidad desconoce a qué corporación pertenecían.
Atravesar de lado a lado México resultó cansado, aunque la peor parte del viaje apenas estaba por comenzar, recuerda.
Ignora a dónde lo llevaron para cruzar; personal de la Procuraduría de la Defensa del Menor de esta frontera asume que fue a Nogales, en Sonora.
Ahí pasó una noche en un hotel barato: un viejo catre, un desvencijado ventilador y una oxidada regadera que apenas arrojaba agua; los disfrutó como si fuera la mejor de las suites después de pasar varios días sentado en un asiento de autobús, sin bañarse.
Al caer la tarde se integró el grupo: eran ocho personas, dos eran los polleros, cuatro adultos, él y un adolescente, que si acaso llegaría a los 15 años de edad.
Antes de llegar a la línea divisoria tuvieron que tirar casi toda la ropa, únicamente dejaron un cambio y una chamarra. El resto de la mochila lo llenaron con botes de agua y ajos, en ese instante no tenía idea de la razón, pensó que servirían para no deshidratarse o algo así.
A Raúl y un hombre salvadoreño, que iba en el grupo, los apartaron y les dieron un “curso rápido para ser mexicano”. Le lección fue que en caso de ser detenidos en todo momento sostuvieran que eran originarios de Veracruz, en un papel les apuntaron la primer estrofa del himno nacional, y algunas ciudades de México, debían aprendérselas y tirar la hoja.
Cruzaron la frontera al caer la tarde, caminaron en silencio, sin detenerse, en una fila siguiendo a los polleros, lo más rápido posible.
Cuando el día comenzaba a clarear se refugiaron en unos matorrales y se prepararon para dormir. Antes supo para qué servían los ajos: los aplastaron y se embarraron por todo el cuerpo, para repeler víboras, alacranes u hormigas. Uno se quedó de guardia, los demás durmieron lo más pegados posible entre sí.
Con el sol no pueden caminar. Las altas temperaturas que superan los 48 grados en el desierto de Arizona y el riesgo de ser ubicados por la “migra” o por rancheros racistas, los obligan a permanecer ocultos hasta que llegue la noche.
Así pasaron tres jornadas, extenuantes, los pies llenos de ampollas, los labios reventados, ya sin nada de fuerzas.
La última noche habían proseguido su caminata, sabían que estaban cerca del punto en donde una camioneta pasaría por ellos. Sin embargo, una luz en el cielo fue el presagio de que algo no andaba bien.
Era un helicóptero que volaba a baja velocidad. Raúl recuerda que se escondieron y no había forma que los hubiera visto. Pero en minutos varias camionetas de migración los tenían rodeados. Ellos nunca lo supieron, pero eran observados con lentes infrarrojos de visión nocturna y detección de calor.
Al ser detenido, un agente le hizo una sólo pregunta: ¿de dónde vienes? Raúl olvidó todo lo que tenía que responder; únicamente atinó a decir “México” y con eso fue suficiente, no le cuestionaron nada más, ni tuvo que cantar una estrofa el Himno Nacional.
Dos días después fue entregado al Instituto Nacional de Migración (INM) en la frontera entre Juárez y El Paso. De nueva cuenta hubo un interrogatorio y volvió a superar la prueba de la nacionalidad.
Después de ser llevado a un albergue del DIF municipal, en espera de localizar a sus padres o familia, tuvo que confesar su verdadero origen, pues no pudo dar datos de sus supuestos “parientes en Veracruz”.
Hace unos días partió a Honduras con la ilusión de volverlo a intentar; “cualquier sacrificio vale la pena con tal de volver a abrazar a mis papás”, confesó antes de abordar el avión que lo llevó de regreso a Centroamérica.
SEPARADA DE SU ABUELA
A unos cuantos días de haber nacido, Érica fue “regalada” por su mamá a su abuela: la mujer decidió irse a vivir a Estados Unidos y jamás volvieron a saber de ella.
La pequeña creció en Ciudad Juárez, en medio de la pobreza y sabiéndose abandonada. Su padre había muerto antes de que ella naciera. Su abuela, de 60 años, es analfabeta y se gana la vida limpiando casas, por lo que siempre tuvieron carencias de todo tipo.
El viernes 25 de julio, Érica, de 14 años, hizo una pequeña maleta, alistó unos huaraches, algo de ropa, jabón, shampoo, espuma para el pelo, varias pulseras y aretes.
Sin avisar a su abuela, se fue a buscar a su madre al vecino país, sin saber en dónde vive, a qué se dedica o si quiere volver a verla.
Su ingenuidad le cobró pronto la factura: se brincó la malla que divide a las dos naciones por la zona de Anapra, al poniente de Juárez. Lo hizo cerca de las 10 de la mañana, cuando una persona es blanco fácil para los agentes de migración.
Por su edad, ni siquiera pasó por el centro de detención, fue llevada directamente al puente internacional y entregada a las autoridades mexicanas. A media mañana, personal del Instituto Nacional de Migración avisó a la abuela que la menor de edad sería trasladada a un albergue, en el que podría recogerla.
Entre lágrimas llegó por ella, pensando que sería algo fácil; ese día comenzaba su calvario.
Al no haber una adopción formal, la abuela no tiene la custodia legal de Érica: el padre está muerto y de la madre no se ha sabido nada en 14 años, por lo tanto la adolescente pasó automáticamente a la custodia del Estado y no se sabe cuándo puedan reunirse.
El hecho de que la mujer no sepa leer ni escribir dificultará aún más el proceso, ya que debe entablar un juicio familiar y es un proceso largo y complicado.
“La niña es mía, yo al crié, yo le di lo poquito que tenía, ¿por qué no quieren dármela?”, sollozaba afuera del albergue la mujer, después de ver pasar a su nieta a sólo unos metros, custodiada por los agentes migratorios.
BRIAN, EL REBELDE
El año pasado Brian dejó la secundaria y desde entonces ha tenido algunos trabajos ocasionales. Su mamá, Norma Estela Gurrola, sostiene que es un “poco vago”, pero buen muchacho.
Con 15 años de edad, el joven quiso ayudar a su familia ante las precarias condiciones en que viven, así que sin avisar a su madre se fue junto con su cuñado para intentar cruzar la frontera y comenzar a ganar dólares.
Como el grueso de los indocumentados en la zona, pasaron en la madrugada en un punto entre los límites de Juárez al oeste y el cruce internacional de Jerónimo.
“Caminamos unas tres horas, pero despacio, escondidos, ya casi llegábamos a Santa Teresa cuando nos vio el ‘migra’. Corrimos para devolvernos, pero atrás estaba otra patrulla”, relata el joven que pretendía llegar al mencionado poblado, que se ubica a 6.5 kilómetros de la frontera, y en el cual un mexicano indocumentado pasa desapercibido, ya que 83% de la población es de origen hispano, por lo que es fácil perderse entre la gente.
Estuvo cuatro horas detenido en EU. “Me tenían en una celda, esposado y sin ir al baño. No te golpean, pero te hablan muy feo; es como si estuvieras en la cárcel”.
Ese mismo día, en la tarde, se reencontró con su madre, quien estalló en llanto al abrazarlo.
El cuñado de Brian tuvo otra suerte, al ser mayor de edad, su proceso judicial fue diferente, por lo que la familia aún no tiene idea de cuando lo volverá a ver.
FUENTE: Luis Alonso Fierro | El Universal