Arsinoé Orihuela Ochoa
En las redes sociales circula una
verdad que sólo algunos incautos se atreverían a objetar: a saber, que “la
llama de la insurgencia está encendida”. Esta enunciación tiene básicamente dos
implicaciones: una, que el país mudó de ánimo, que transitó de la indiferencia
a la indignación; y dos, que la llama es sólo eso: una luz momentánea. La
primera da cuenta de un estado de humor nacional, precedido por una larga
secuencia de atropellos sin reparación, y un sentido de justicia
sistemáticamente agraviado. (En cualquier rincón del país se puede escuchar un
sonoro ¡ya me cansé!). La segunda indica el carácter volátil y transitorio de
ese ánimo. De esta ecuación se desprende una consigna, que coincidentemente
circula con el mismo eco en la redes: ¡desobediencia civil ya! En algo está de
acuerdo la mayoría de la población en México, y es justamente en la necesidad
de actuar, y preferentemente sin demoras. El sentido de urgencia no es en
ningún modo una conjura contra la necesidad de reflexión metódica: es tan sólo el
imperativo temporal que nos impone la magnitud de la crisis. Es preciso pensar
y actuar. Y pensar y actuar ya. Un día en el presente nacional equivale a
decenas de muertos a manos del crimen, la guerra y el Estado.
Y puede ser que la muerte no tenga remedio;
que no exista una figura de reparación mínimamente compensatoria para ese daño.
Esta es una idea que seguramente a todos nos asalta con cierta frecuencia. Con
más razón las muertes no pueden ser en vano. La magnitud del agravio debe traer
consigo un desagravio de magnitudes mayúsculas. En México ni siquiera es
meritorio de la verdad jurídica: acá la muerte encierra una triple injusticia:
la de la criminalización, la de la humillación y la del olvido. La muerte
impune y la impunidad letal son las divisas dominantes del narcoestado
mexicano.
Frenar el estado de horror es la
primera tarea
Precisamente el pensamiento y la acción
deben abocarse a este primer objetivo. Los crímenes contra los normalistas en
Guerrero arrojaron luz sobre un hecho que ahora es incontrovertible: la
delincuencia organizada es el Estado, y el narco es el jefe supremo de ese
Estado. Aún con toda la parafernalia pericial y mediática, las familias de los
43 estudiantes desaparecidos mantienen firme su tesis: “Se los llevó la autoridad
municipal; en complicidad con otra gente, pero se los llevó la policía en unas
patrullas, se los llevó la autoridad… Pueden haber mil líneas de investigación
pues ya sabemos que en Guerrero te ejecutan, te desaparecen, te asesinan, te
encarcelan, te reprimen y no pasa nada. Eso ya lo conocemos nosotros. Pero no
queremos que se desvíe la investigación de que los policías se los llevaron, y
el Estado tiene que responder por eso. Fue su crimen” (Proceso 25-X-2014).
El Ejército Popular Revolucionario
(EPR) refuerza esta hipótesis: “Los misteriosos civiles [a los que
presuntamente fueron entregados los estudiantes]… son militares en misión
contrainsurgente de paramilitarismo”. Otra vez la imputación del crimen es
atribuida a la autoridad.
En este sentido, la inferencia es
prácticamente una obviedad: la autoridad es responsable de este episodio de
horror.
Pero si nos remitimos a los hechos, y a
la intuición práctica, descubrimos que esta ocasión de crimen barbárico no es
un incidente aislado. En toda la geografía nacional se presentan situaciones
análogas. Y los señalamientos de la población con frecuencia apuntan a la
autoridad: efectivos militares, policías, paramilicias al servicio de un poder
público o privado, etc.
El Estado no sólo no es garante de los
derechos humanos, sociales o civiles: el Estado es el principal transgresor de
estos derechos. La suspensión de garantías individuales y colectivas es el
oficio no declarado de ese Estado.
Frenar el estado de horror forzosamente
implica tomar el asunto de la reparación o procuración de justicia en manos de
la población civil. No le podemos seguir pidiendo al verdugo que repare sus
crímenes. Decretar el divorcio radical de la sociedad y el Estado es un paso
firme en esa dirección.
El Estado –se sostuvo en otra ocasión–
“es el responsable de los crímenes en Guerrero por dos razones: uno, porque
involucra directamente a personal estatal en los actos represivos-delictivos; y
dos, porque el Estado es el facilitador de las empresas criminales,
suministrando, a través de las políticas que impulsa, la trama legal e
institucional que permite el libre albedrío de los negocios privados, aún allí
donde tales intereses particulares entrañan altos contenidos de criminalidad,
horror e ilegalidad”
La pregunta, en todo caso, es cómo
denunciar e imputar penas categóricas al Estado.
Desmontar el narcoestado es la segunda
tarea
El renglón jurídico de la lucha o
insurgencia es sólo un acercamiento germinal. La insurgencia debe ocuparse de
una tarea todavía más compleja: a saber, desmontar el conjunto de relaciones e
intereses objetivos que priman en la vida pública nacional. El desmantelamiento
del narcoestado es el objeto fundamental de esta segunda tarea.
¿Qué es un narcoestado?
“Un narcoestado es uno donde la
institución dominante es la empresa criminal. Los funcionarios de ese Estado
están todos coludidos con el narco, pero no por una cuestión de corruptelas
personales o grupales, sino sencillamente porque el narco es el patrón de ese
Estado. La narcopolítica es la cría de los negocios criminales, creada por y
para la empresa criminal. Y con los narcofuncionarios, los patrones –la empresa
criminal– ganan mucho más. En este sentido, la impotencia o negligencia de las
instituciones para perseguir a los delincuentes es la ley natural de un
narcoestado. El Estado es el brazo legalmente armado de la empresa criminal...”
(La Jornada Veracruz 17-X-2014).
El narcoestado es el modo de
organización de los intereses dominantes, y por consiguiente, el facilitador de
los crímenes de lesa humanidad que estrangulan al país.
El narcoestado se basa en el control de
la seguridad y la política, a través del sicariato generalizado, la
confiscación de presupuestos estatales y municipales, el financiamiento de
campañas electorales, y la infiltración de los negocios criminales al interior
de las corporaciones militares y policiacas.
Esta penetración o ensamblaje criminal
se traduce en una disminución de gubernamentalidad de las instituciones
formales. El poder del Estado termina allí donde comienza la vida de la empresa
criminal.
En este sentido, desmontar el
narcoestado involucra por lo menos tres programas de acción: uno, recuperar el
control de la seguridad, que es el objetivo de las policías comunitarias y las
autodefensas; dos, congelar los procedimientos políticos de representación
(boicot electoral), que es la propuesta de Javier Sicilia; y tres, habilitar
canales alternativos de gestión de los caudales presupuestarios públicos.
La “llama de la insurgencia” no debe
desviarse de esta coordenada fundamental: ¡fin al narcoestado!.