1 ENERO, 1989
Gustavo Hirales
En el Informe presentado
por Arnoldo Martínez Verdugo en el acto de inauguración del XIX Congreso del
Partido Comunista Mexicano (PCM), el 9 de marzo de 1981, se planteaba lo
siguiente: “Los partidos —y no sólo los revolucionarios— expresan ideologías y
promueven políticas cuyo contenido de clase ningún pluralismo logrará
difuminar”. La asamblea plenaria, dominada por los llamados “dinos”, exigió que
se añadiera, a lo dicho por AMV, este párrafo: “El Partido Comunista Mexicano
rechaza el pluralismo en su seno, entendido éste en el sentido de pluralismo
ideológico, por disgregador, pues un partido obrero revolucionario de masas
(sic) debe basarse en la homogeneidad ideológica…”
Era
la respuesta de la mayoría a la demanda de los “renovadores” por una apertura
ideológica y política del PCM antes los cambios de ruta ocurridos en la
sociedad mexicana y en la propia izquierda. Junto al pluralismo, se demandaba
también la posibilidad de organizar corrientes diversas dentro del partido. A
esto se respondió: la “organización de tendencias lesiona la democracia
interna”, pues mucho militantes no están dispuestos a participar en estas
corrientes organizadas y, por tanto, se les deja fuera del debate y al toma de
decisiones.
Lo
anterior no tendría probablemente la mayor importancia si no fuera porque
recientemente, el 21 de octubre de 1988, algunos de los principales
representantes de la corriente comunista suscribieron un Llamamiento para
la constitución de un nuevo partido que, casi punto por punto, es la antítesis
de aquella concepción. Entre los cientos de firmantes del llamamiento leído por
Cuauhtémoc Cárdenas aparecen tres nombres altamente significativos: Arnoldo
Martínez Verdugo, Gilberto Rincón Gallardo y Pablo Gómez, considerados los
“bastiones” contemporáneos de la tendencia histórica comunista.
El Llamamiento plantea,
en efecto, que se necesita un partido nuevo que sea “expresión de pluralidad”
del voto del 6 de julio. El partido será “una alianza en la cual convergerán…
demócratas y nacionalistas, socialistas y cristianos, liberales y ecologistas”.
Frente al partido obrero revolucionario de masas, el documento del 21 de
octubre propone una “organización de ciudadanos” que incorpore “la capacidad de
acción y decisión propias de un partido de flexibilidad, inventiva y autonomía
de sus diferentes componentes, propias de un movimiento”; es decir, un partido
“movimientista” y con libertad de corrientes.
Pero
antes incluso de la aparición del Llamamiento, como respuesta a la convocatoria de
Cuauhtémoc Cárdenas del 14 de septiembre en el Zócalo, el Partido Mexicano
Socialista (PMS) había expresado su plena disposición a concurrir a este
llamado y, por tanto, a su autodisolución. Parece —escribió M. A. Granados
Chapa— que se ha resuelto liquidar al PMS: “Será oportuno, entonces, que
se cante un réquiem por el partido de los comunistas mexicanos, nacido en
1919…”. Otras veces han empleado, a este respecto, el término liquidacionismo,
que en la jerga de la izquierda tiene una connotación más o menos precisa: se
refiere a la “pretensión desmesurada” de liquidar a un partido comunista.
Dentro
del mismo Mexicano Socialista ha surgido una “corriente comunista” que se
define por la idea de que la lucha por el socialismo en México es “un objetivo
irrenunciable e inocultable” y que, por tanto, no es admisible “la liquidación
del socialismo es como fuerza política organizada y autónoma”.
La
llamada “corriente comunista”, que en realidad se opone a la disolución del PMS
y su incorporación al Partido de la Revolución Democrática, pone como una de
sus condiciones para ingresar al nuevo partido que se admita en su interior la
existencia de “corrientes organizadas”. Y no es la última paradoja de esta
historia el que este grupo, encabezado por Eduardo Montes y M.L. Posadas, haya
sido el mismo que en el XIX Congreso del PC se opuso con más virulencia a la
demanda renovadora de “libertad de corrientes”.
Para
este grupo, todo ha ocurrido de manera misteriosa, como si el comunismo
mexicano hubiera sido víctima de algún encantamiento de un maleficio: “en los
años setenta el PCM había alcanzado un importante desarrollo político,
conquistado su legalidad, acumulado un capital teórico importante, estaba en
plena madurez, como lo demostró el XIX Congreso, y a punto de iniciar un
despegue… Nueve años después el balance es desalentador, la influencia política
organizada del socialismo es menor en el país, su caudal electoral descendió;
como fuerza organizada se ha debilitado paulatinamente; su perfil propio se
desdibujó casi totalmente tras dos fusiones. El capital político y teórico
acumulado en los decenios anteriores fue derrochado lamentablemente bajo la
influencia del pragmatismo inmediatista sin horizontes de largo plazo…” (doc.
Mimeografiado: “La lucha por el socialismo es irrenunciable e inaplazable”).
La
causa de todas estas desgracias se localiza en las fusiones: “se ha perdido
mucha energía en las fusiones orgánicas, en los desgarramientos” que,
presumiblemente, sufrieron los comunistas al concurrir a estas fusiones.
Arnoldo Martínez Verdugo ha dicho que el problema fue que – los comunistas – no
supimos evaluar las dificultades de cada una de estas fusiones. Más allá, sin
embargo, de estas explicaciones, los principales protagonistas de esta
corriente histórica en México no han arriesgado una reflexión que intente dar
una visión más global del proceso de disolución del comunismo mexicano.
En
abril de 1988, en una reunión de cuadros provenientes del PC convocada para
examinar la difícil situación del PMS a raíz de la decisión de mantener la
candidatura de Heberto Castillo, Montes planteó algunos rasgos de la decadencia
comunista, por llamarle de algún modo. Ahora se busca, dijo, la “neutralidad
ideológica”; las revistas teóricas del marxismo languidecen o desaparecen, los
principales intelectuales marxistas (¿Semo, Bartra, De la Peña, Fuentes,
Molinar?) se alejan del partido; han sido comunistas, sobre todo, los que han
apoyado a Cuauhtémoc Cárdenas.
Todo
esto ha ocurrido, dijo, porque “los comunistas han cedido ante el atraso” para
buscar la unidad orgánica con otras corrientes. Advirtió: hemos llegado a una
situación en la que la corriente comunista está a punto de desaparecer. Ello
sucede, añadió, paradójicamente, cuando la renovación socialista en el Estado
va a conducir a un gran renacimiento del marxismo en el mundo.
En
esta misma reunión, Martínez Verdugo señaló que, en muchos aspectos, en el PMS
se está mejor que en el PSUM. Puso como ejemplo la actitud de los soviéticos
que, antes de la perestroika, “nos miraban mal, muy mal”. En contra de quienes
resaltan sólo las virtudes del pasado comunista, Martínez Verdugo señala
algunos defectos históricos de esta cultura política: la actitud sectaria que
aún ahora se manifiesta en la desconfianza hacia otras fuerzas convergentes. De
ahí que él esté en contra de crear una “ideología de regreso”. Personalmente, él
no se siente parte de ninguna “corriente comunista” sino, en todo caso, de una
incomparablemente más amplia: la de los marxistas.
Con
esta intervención concluyó, en ese momento el debate. La autoridad de Arnoldo
ante el núcleo central de cuadros dirigentes que provienen del PC es muy grande
y nadie olvida que es el fundador del moderno comunismo mexicano, el jefe
indiscutible del partido durante la larga y procelosa marcha que va de fines de
los cincuenta hasta su disolución (y aún después, como luego se verá). Sin
embargo, ni Montes, ni Arnoldo, ni nadie de los que allí participaron asumió la
interrogante que ya entonces flotaba, como rojo fantasma, sobre los presentes:
¿en qué momento, y por qué causas, murió el comunismo mexicano?
Ahora,
ante las resonancias que ha tenido la participación de los cuadros provenientes
del PC en la convergencia cardenista, cuando de alguna manera se ha exhumado el
cadáver del comunismo, conviene esbozar, al menos, la ruta que siguió esta
corriente hasta llegar a su actual estado. Para empezar, hay que decir que el
comunismo no murió en octubre del 1981, cuando el XX Congreso del PCM aprobó su
disolución para fusionarse en el PSUM. el mismo Eduardo Montes dice, en su
estalinista ensayo sobre los últimos años del PCM, que con el nacimiento del
PSUM aquel 5 de noviembre de 1981 “concluía una etapa de lucha de los
comunistas mexicanos” (Historia
del Comunismo en México, AMV, ed., Grijalbo, p. 405).
No
sólo no moría sino que, para decirlo de algún modo, se redimensionaba. Se hacía
“socialista” para efectos de imagen y de amplitud interna (es decir, se
aceptaba en el partido a quienes fueran solamente socialistas, al lado de los
verdaderos revolucionarios), pero se mantenía el núcleo duro del arquetipo
comunista. En el Informe a
la Asamblea de Fusión del PSUM, Arnoldo explicaba que el PMT no se incorporó a
la unidad porque hubo discrepancias profundas en torno al carácter del
partido a constituir.
“El
partido en el que estábamos dispuestos a fusionarnos sólo podía ser —dijo AMV—
un partido de clase por su programa y su política, es decir, no un partido
pluriclasista, sino un partido definitivamente (sic) obrero”. No sólo,
precisamos; añadía “que el partido revolucionario, para serlo, debe basarse en
una teoría revolucionaria que todos reconocemos en el socialismo científico”. A
un partido así correspondía un símbolo inconfundiblemente clasista: el
de la hoz y el martillo.
El
PSUM también fue fundado bajo la égida de la “pirámide sacrificial” del
centralismo democrático, con su constelación de sometimientos y
subordinaciones, de mayorías y minorías, de organismos “superiores” y,
naturalmente, “inferiores”. ¿Para qué? Para “garantizar la capacidad de acción
del partido y una vida democrática plena” (Informe citado). Aquí la clave está en la
“capacidad de acción del partido”, eufemismo típico de la jerga comunista que
remite a la “diversidad de formas de lucha” y, en la célebre última instancia,
a la lucha armada, a la insurrección.
Finalmente,
el PSUM se propuso como objetivos la revolución y el socialismo, pero también…
el comunismo y sus temas sacramentales: la desaparición del Estado, la creación
del “hombre nuevo” y, en general, lo que Aguilar Camín llama las “mitologías
del flanco izquierdo”. La hegemonía comunista en el nuevo partido fue, desde el
primer momento, evidente. El aparato de “cuadros profesionales” del PC se
trasladó, casi entero, al PSUM; Arnoldo fue el candidato presidencial; Pablo
Gómez, el “joven león” del mexicomunismo resultó electo, casi por unanimidad,
secretario general del flamante partido. Las condiciones se presentaban
inmejorables, en apariencia, para un despliegue victorioso de la corriente
comunista.
Sin
embargo, las cosas tomaron otro curso. ¿Por qué? En otro lugar escribí que el
PCM había llegado a la fusión en condiciones de “cierta crisis”, de pasmo y
desmoralización, debido a la forma como se resolvió la lucha interna en el XIX
Congreso. Arnoldo y Montes han dicho, refutándome, que por contrario, el PC
llegó “unido y con entusiasmo” a la fundación del PSUM. la verdad es que el
partido comunista encontró, en la unidad con otras fuerzas, la salida a una
situación que, sin ser desesperada, era bastante amarga y confusa.
Que
las heridas de la lucha interna no habían cicatrizado se hizo evidente cuando,
antes del primer congreso del PSUM, una parte de los renovadores abandonaron el
partido y fundaron el Movimiento Comunista Libertario. La persistencia de una
división profunda entre los comunistas fue patente cuando, en vísperas del II
Congreso (verano de 1983), los miembros del MCL reingresaron al partido y,
junto con los “renos” que se habían mantenido en él, forjaron sus alianzas más
o menos efímeras con Alejandro Gazcón Mercado, para “radicalizar al PSUM”.
En
general, aquél fue un periodo muy complicado; los acontecimientos se agolpaban
sometiendo a duras pruebas la capacidad de respuesta de una dirección
partidaria que muy pronto mostró carencias y contradicciones. Primero fue la
retirada del PMT. luego la confrontación entre el PCM y el Partido del Pueblo
Mexicano por la candidatura presidencial. Arnoldo derrotó a Gazcón por un
margen muy apretado, con un saldo de agravios que aflorarían posteriormente en
toda su venenosa magnitud.
Poco
después, a principios de 1982, el primer congreso hizo patente la división del
partido en “eurocomunistas” (PC y MAP) y marxistas-leninistas (PPM y PSR),
ásperamente enfrentados por los acontecimientos polacos, y la determinación de
los “euros” de hacer aprobar una resolución del congreso condenando la
implantación del estado de emergencia en Polonia y las injerencias soviéticas.
Y
así, en cascada: malos resultados electorales en las elecciones federales de
1982, nacionalización bancaria que sorprende no sólo al partido socialista;
iniciativa de ley presidencial sobre el “daño moral”, apoyada por la mayoría
del grupo parlamentario pesimista, pero que provoca una oleada de controversias
dentro y fuera del partido. La dirección, ante la avalancha de presiones,
virtualmente se paraliza. Apoya de manera vergonzosa la posición del grupo
parlamentario, lo que lleva a Rolando Cordera, su coordinador, a decir que
tales apoyos son peores que un rechazo franco.
En
algunos sectores del partido crece la irritación por lo que considera una
actitud poco firme de la dirección ante el nuevo gobierno. Pablo Gómez, que
como dirigente estudiantil y luego como parlamentario comunista había sido un
miembro brillante, pronto evidencia falta de capacidad y sobre todo poca
autoridad para cohesionar y dirigir a un conglomerado tan complejo y desigual
como el grupo dirigente del PSUM. Levanta, a falta de una línea política
viable, la bandera de la disciplina. Al tiempo que intenta controlar a Gazcón y
tranquilizar a los del MAP.
Por
su parte, Arnoldo habla en la Comisión Política, de la necesidad de
salvaguardar el “prestigio” de los órganos de dirección partidaria. A la
libertad de expresión dentro del partido (invocada en relación a la polémica
interna sobre la “ley moral”) opone la “libertad de organización” del partido,
esto es, la libertad de la organización para romper con – o expulsar a – los
elementos “hostiles” en su seno. A partir de este momento, la dirección
“histórica” del PC entra en una etapa signada por el pérdida de perspectiva, el
encarnizamiento interno, el estupor y claros elementos de degradación. Golpe a
golpe, acontecimiento tras acontecimiento, la “herencia” se les diluye entre
las manos.
Así,
contra el real o supuesto asalto de la “ola verde” de Gazcón en el II Congreso
del PSUM, la corriente comunista, encabezada por Pablo Gómez y los
“fontaneros”, despliegan un dispositivo táctico que no repara en medios para
liquidar la amenaza a su pequeño poder. Después de su victoria en el congreso;
mantienen la táctica de “lucha sin cuartel y golpes implacables”, tomando como
pretexto a los diputados gazconianos que se niegan a entregar su dieta a la
finanza partidaria.
Luego,
cuando la escisión se ve venir, y en el Comité Central se crea un ambiente
contrario a asumirla como fatalidad (un grupo amplio, encabezado por Gilberto
Rincón Gallardo, se afana por encontrar una salida política al conflicto), el
núcleo duro de los comunistas “cierra filas” alrededor de Pablo Gómez, para
mantenerlo en la secretaría general. Arnoldo formula, entonces, la tesis de que
la causa de las derrotas históricas de la corriente comunista estriba en que
“siempre ha cedido” ante sus adversarios/aliados, desde la “unidad a toda
casta” del 37 hasta el II Congreso del PSUM. ya no se puede ceder más. Pablo
Gómez se convirtió, de esta suerte, en el último bastión del mexicomunsimo.
Encadenado
a una visión sectaria y caudillesca, convertido su grupo en otro bloque
impenetrable, Gazcón se escinde en plena asamblea electoral, en marzo de 1985. El
partido, desmoralizado, hace la campaña casi por inercia. A unos días de las
elecciones, el hasta entonces casi desconocido Partido de los Pobres secuestra
a Arnoldo Martínez Verdugo (que en su momento es candidato a diputado) y pone
al PSUM contra la pared. El secuestro devela uno de los que Semprún llama
“secretos de sangre y mierda” del partido: el PCM se habría beneficiado, en una
etapa difícil de su historia, de una parte del dinero que la familia de Rubén
Figueroa pagó como rescate al grupo armado de Lucio Cabañas en el otoño de
1974.
Félix
Bautista, antiguo enlace entre
el PC y Lucio, quien entregará el dinero del rescate al representante de la
dirección comunista (Arturo Martínez Nateras), fue a su vez secuestrado, cuatro
meses antes que Arnoldo, por el mismo grupo. Se forma entonces, en la Comisión
Política del PSUM, un comité ad hoc para examinar el problema y tomar
decisiones. El que describe, casi por casualidad presente en una reunión de
este comité, propone entablar negociaciones con el grupo secuestrador para
obtener la libertad de Félix, lo que implica, en principio, ante el llamado
Partido de los Pobres, que efectivamente el PCM se había quedado con ese
dinero. Entre los que se opusieron a esta iniciativa, Arnoldo fue el más
enérgico. Aludió a lo frágil de la legalidad que tenemos, a que no sabíamos si
este grupo era realmente quien decía ser, a los probables agravios que estos
hechos dejaron, por ejemplo, en el ejército, etc.
A
la sordidez y malos humores que inevitablemente acompañaron a esta develación
forzada de secretos, la actitud de la dirección del partido y de los
principales involucrados añadió otros: nunca se informó, ni a la opinión
pública ni a la militancia, cuánto se recaudó en la colecta pública para pagar
los 100 millones de pesos que pedían los secuestradores, ni de dónde salió el
resto del dinero. Tampoco aclararon quiénes tenían el compromiso de hacerlo ni
el origen histórico de esta situación.
Arnoldo
es, por fin, liberado. Félix Bautista también. El Comité Central va a discutir
su posición sobre todo el problema. Pablo Gómez presenta en la Comisión
Política un proyecto de resolución que, en esencia, asume como interlocutor al
Partido de los Pobres, explicándoles que si bien el marxismo reconoce, en principio, “todas
las formas de lucha”, incluso las armadas, ahora conviene usar unas, y otras no. La CP
rechaza este enfoque y nombra, de hecho, otra comisión para que lo redacte. El
nuevo proyecto se pronuncia en defensa de la legalidad constitucional, rechaza
en forma tajante la violencia como método para resolver los conflictos
políticos y sociales; no concede legitimidad “revolucionaria” o de cualquier
tipo a grupos armados o a tribunales de excepción.
La
discusión de este documento, primero en la CP y luego en el Comité Central, fue
por demás sintomática: los representantes de la vieja guardia no comparten sus
términos, pero encuentran muy cuesta arriba el refutarlo. Hablan de “compromiso
excesivo” con la legalidad, de que hay que mantener la amenaza de las formas
violentas de lucha, de que la legalidad vigente es “ilegal”. Se vota: uno en
contra, una abstención. Es este un momento clave para entender la suerte del
comunismo mexicano. Ante una situación extrema, en la que se exige una
respuesta partidaria de cara al país, los viejos tópicos de la cultura política
comunista no sirven. Parecen, si acaso, como un susurro vergonzante del pasado.
Vendrían
después una serie de debates en la dirección y entre los cuadros principales
del partido, donde se fue haciendo cada vez más evidente lo frágil, lo arcaico
de los carismas específicamente comunistas: el partido de clase
(“obrero-revolucionario de masas”), la filosofía de clase y de partido; la
revolución como utopía milenarista, las irrenunciables “formas de lucha”, todo
lo que antes eran las tablas de la ley y que hoy sólo es defendible a partir de
una referencia íntima, autista.
La
inquina contra las fusiones, a quienes se achacan todos los males y desgracias
de esta corriente, parte de la idea de que lo específico del comunismo —la
famosa cosmovisión—
merecía salvaguardarse como promesa de un futuro grandioso. Esta visión no se
hace cargo, siquiera, de la suerte del comunismo en el mundo, de los procesos
de descomposición —o al menos de estancamiento— por los que atraviesa la inmensa
mayoría de estos partidos, tanto en América Latina como en Europa. Si bien es
cierto que aún está por hacerse el balance de estos procesos de unidad en los
que se ha visto comprometida la corriente de los antiguos comunistas mexicanos,
también lo es que las fusiones fueron la búsqueda, a veces más intuitiva que
consciente, de superar las limitaciones pero también las taras y perjuicios que
arrastraba esta corriente.
Las fusiones fueron, si se quiere, una “fuga hacia adelante” que, buscando
superar en lo inmediato dispersiones y ampliar el radio de acción del
socialismo mexicano, en el fondo implicaban diluir dogmatismos, recrear la
unidad de lo diverso, acostumbrarse a la pluralidad. Si estos experimentos no
tuvieron mejor suerte fue porque se dieron en una situación social y política
general donde la respuesta de las masas era aún débil, lo que impidió romper la
marginalidad. Con ello, se mantuvieron los usos y costumbres sectarios, las
reminiscencias de la “cultura comunista”.
Todavía
faltaba el catalizador de las rupturas que se estaban gestando en el tejido
político y social. Este, como se demostró, no surgiría de la vertiente
socialista-comunista, ni siquiera de la amplia izquierda independiente del
país, sino a partir de una escisión de la “familia revolucionaria”. La
terquedad en mantener la candidatura de Heberto Castillo, cuando todo indicaba
que las rupturas no se procesarían por este flanco, obedecía, en el fondo,
aparte de las motivaciones personales, a la incapacidad para concebir que el
nuevo liderazgo popular no surgiría de la corriente histórica que de ese
objetivo había hecho la razón de su existencia.
Si
el fenómeno del liderazgo cardenista se presta, como se dice, a múltiples
lecturas, hay una que es inocultable, la del fracaso histórico del tópico
específicamente socialista (con su carga de milenarismo, esto es, de
abstracción histórica, como lo señaló mucho tiempo atrás Carlos Pereyra) y su
pretensión de convertirse en origen y núcleo del nuevo bloque social. En este
marco, la pretensión de mantener al socialismo como “fuerza organizada” al
margen de la corriente
principal-popular que ha surgido en estos meses
quintaesenciados no tiene ninguna viabilidad. Y menos cuando el discurso
cardenista no es antisocialista sino, en sus propios términos, convergente con
los objetivos racionales y nacionalizados del socialismo democrático mexicano.
El
comunismo mexicano, que a diferencia por ejemplo del español tuvo un curso más
discreto -lejos de los reflectores protagónicos de un Santiago Carrillo, pero
también a salvo del ridículo y la descomposición que signaron al PCE-, ahora se
dispone, conscientemente, a apagar la débil flama de su existencia para,
transfigurado en socialismo democrático, hacer su aporte a la constitución del
Partido de la Revolución Democrática.
Los
cuadros más influyentes y representativos de la corriente comunista (sin
comillas), en sus diversos niveles y generaciones, han comprendido que la
“herencia” no se salvaguarda con misas de difuntos, sino poniendo en juego
aquello que, a pesar de todo, se constituyó como su aspecto más luminoso: la
consecuencia y la perseverancia en la lucha democrática, la capacidad para
poner por delante la política y el sentido común antes que la ideología.
Faltan,
es cierto, ajustes de cuentas ideológicos y políticos sin los cuales la
conversión será, en varios casos significativos, superficial, “táctica”; es
necesaria la exhumación del “secreto” cuya preservación ahora no tiene sentido.
Por ejemplo, ¿cuál es la historia real de
la ruptura con el encinismo a principios de los sesenta, cuál el papel del
Partido Comunista de la Unión Soviética en el caso? Si en la propia URSS la glasnost está
develando llagas dolorosas de la etapa estalinista y de la era Brezhnev, no hay
razón para seguir ocultando, aquí, la verdadera urdimbre de las relaciones
PCM-PCUS.
A
propósito: la disolución del PMS conlleva otro elemento singular: desaparece en
México el “partido de Moscú”, no en el sentido vulgar -pero histórico- del
partido “agente del comunismo internacional”, pues el PCM dejó de cumplir este
papel, en general, desde la derrota del encinismo. Lo que desaparece es el
partido con el cual el PCUS tiene la “relación privilegiada”, y no parece claro
que el PPS o el grupo de Aguilar Talamantes puedan llenar ese hueco; tampoco
que a alguien le interese que se llene. En sus estertores, el comunismo también
contribuye a la modernización política.
Gustavo Hirales
Dirigente del Partido Mexicano Socialista y colaborador en Nexos.