Los movimientos armados no siempre lo fueron, antes fueron movimientos sociales civiles, incluso pacíficos y legales.
Por: Jorge Mendoza García
1. Del movimiento
social
El término “movimieto
social” aparece en la década de 1950 en la sociología estadounidense, abordando
formas antiguas de rebeldía. La caracterización que de entonces a la fecha se
ha hecho de los movimientos es la que sigue:
a) Es un fenómeno de
acción colectiva, con cierta permanencia, que construye espacios y sentimientos
de inclusión y de exclusión.
b) Tiene proyecto y actores propios.
c) Tales proyectos
intentan desbordar un orden establecido y su acción puede tomar una forma
antigubernamental o antiestatal.
d) Sus demandas
pueden ir desde lo cotidiano hasta una forma de sociedad distinta a la actual.
e) Sus formas
organizativas suelen ser poco complejas y con rasgos de solidaridad, 1 lo que
cohesiona al movimiento y, por tanto, lo dota de ciertas formas identitarias. 2
Muchos de estos
movimientos aparecen o se presentan en situaciones de conflicto, que en
ocasiones se manifiesta como “expresión de cambio de época” o de condiciones
económicas, políticas, sociales o culturales. En última instancia, la dinámica
de los movimientos sociales suele encontrarse en el eje de la
integración-ruptura de las sociedades (Muro y Canto, 1991). 3
Por eso se ha
señalado que se da lugar al surgimiento de movimientos sociales cuando ciertos
actores “concertan sus acciones en torno a aspiraciones comunes en secuencias
mantenidas de interacción con sus oponentes o las autoridades”; y es que,
ciertamente, “la acción colectiva es el principal recurso, y con frecuencia el
único, del que dispone la mayoría de la gente para enfrentarse a adversarios
mejor equipados” (Tarrow, 1994: 19-20).
Noción clave en esta
concepción es la de “acción colectiva”, que puede entenderse como aquellas
prácticas en las que se puede identificar en mayor o menor medida a un sujeto o
actor social (Cadena, 1991). 4
2. Movimientos
sociales y cambio social
Los movimientos
sociales intentan modificar lo establecido, es decir, demandan el cambio. Su
organización, su proyecto, sus acciones se encaminan a ello. Ejemplos claros
los tenemos en el siglo XX mexicano: en los cincuenta, los ferrocarrileros; en
1968, 1971 y 1999, los estudiantes; en 1988, el cardenismo; y recientemente,
médicos, campesinos y expresiones armadas.
Unos y otros han
encaminado sus esfuerzos no sólo a cuestionar las formas impositivas en que se
han desarrollado sindicatos, universidades, panoramas electorales e
instituciones burocráticas, sino que además han planteado formas alternativas
de organización y ejecución de acciones.
Puede advertirse que
antes de categorizarse a los movimientos sociales, se hablaba de desórdenes,
rebeliones, algaradas, entre otros, pero un episodio de confrontación se
traduce en movimiento social cuando se mantiene la actividad colectiva frente a
un interlocutor o adversario, y a ello contribuyen la identidad colectiva, los
objetivos comunes y el desafío identificable, entre ellos los anhelos de
cambio, que en múltiples ocasiones se traducen en programas políticos (Tarrow,
1994).
3. Los movimientos armados
Los movimientos
armados no siempre lo fueron, antes fueron movimientos sociales civiles,
incluso pacíficos y legales. Pero se enfrentaron a formas duras y autoritarias
del poder, que en múltiples casos los orilló y los llevó a la toma de las
armas.
Este transitar por
las armas para exigir lo mismo, y si se puede un poco más, que se reclamaba
pero sólo con las palabras, con el discurso, con las manifestaciones de
protesta, con marchas, con plantones, con mítines, terminó por cobrar forma en
tres momentos u “olas” (Esteve, 1995) de la historia mexicana en el siglo XX:
el primer momento u ola se presenta iniciando en el inicio de la pasada
centuria; la segunda ola, en las décadas de los sesenta y setenta; la tercera
ola, a fines del siglo xx y que ya atrapó los inicios del XXI.
Los movimientos que a
lo largo de la historia han dejado un mayor impacto lo han hecho en virtud de
que “consiguieron mantener con éxito la acción colectiva”, frente a adversarios
con mayores recursos e instrumentos de poder (Tarrow, 1994: 25); y esos dejan
herencia, estrategias, maneras de movilización, resguardo y/o formas de enfrentar
adversidades.
En efecto, hay grupos
que tienen su propia memoria para implementarla en ciertas expresiones. 5 Ello
puede verse claramente en los movimientos armados, por ejemplo, a la guerrilla.
A ésta puede
aplicarse lo manifestado por Tarrow, quien señala que los movimientos tienen
como base la creación de redes y el manejo de lo simbólico, y en cuanto más
densas sean las primeras y más familiares los segundos, mayor posibilidad
tendrán de perdurar y expandirse. Eso lo saben las expresiones guerrilleras
mexicanas, al menos desde principios del siglo XX.
3. 1 Recurrencias: de
movimientos sociales a armados
La guerrilla que abre
el siglo
Antes de iniciar el
siglo XX hay brotes armados en varios puntos del país, pero son algo aislados.
Es hasta 1906 y 1908 que tales brotes adquirirán las características de
nacionales, por su envergadura, y de movimiento, por su proyecto y actuación:
reclamo social con programa político que se ve acompañado de las armas para que
se escuche, lo mismo en el norte que en el sur del país. 6
Este camino de las
armas se refuerza después del fraude de las elecciones de 1910, y el candidato
opositor, Francisco I. Madero, llama a sublevarse en nombre de un plan, el de
San Luis, que como reforma profunda plantea lo que a cientos de miles de
mexicanos les interesa, la tierra, y por ella se levantan en armas las huestes
de Emiliano Zapata. Para el 20 de noviembre ya están en armas algunos grupos en
el norte del país, encabezados por Francisco Villa, Pascual Orozco, José de la Luz
Blanco y Guillermo Baca, todos ellos en Chihuahua. 7 Las armas constituyen, en
tal caso, las posibilidades de que ahora sí se haga justicia.
De todas las
demandas, una muy sentida, o cuando menos la que mantuvo activas las armas, fue
la demanda de tierra, pues tenía que cumplirse a cabalidad. Por esa, diversos
grupos no dejan los fusiles, pues los tomaron para garantizar que se efectuara
el reparto que anunciaban otros tantos planes, como el de San Luis.
Como no se cumplía el
reparto prometido, para 1927, cuando teóricamente ya no hay revolución, cuando
se supone acaba la contienda armada y ya se reparten el poder las fracciones
triunfantes, aún hay grupos en armas demandando tierra. 8
3. 2 El devenir de la
guerrilla en los sesenta
Si el camino de las
armas posibilitó ciertos cambios en la primera parte del siglo XX, y sólo
mediante esa vía se había logrado lo que años atrás se exigía a gritos y de
manera pacífica, la experiencia parecía repetirse en las décadas de los sesenta
y setenta.
En estos tiempos en
México hay dos tipos de movimientos guerrilleros: los urbanos, que surgen en
las grandes ciudades como Monterrey, Guadalajara, Culiacán y el Distrito
Federal.
Más allá del elemento
de sobreideologización (Montemayor, 1999) de los jóvenes guerrilleros
inspirados en la Revolución Cubana, éstos pasan a engrosar las filas armadas
sólo después de la represión que sufren los movimientos estudiantiles de 1968 y
1971; es decir, pasan de participantes en un movimiento social pacífico y legal
a uno armado.
La expresión más
amplia y de mayor desarrollo por su número de integrantes, más de mil
quinientos, y su presencia en distintos puntos del país es la Liga Comunista 23
de Septiembre.
La otra guerrilla es
la rural, donde Genaro Vázquez y Lucio Cabañas encabezan el movimiento, al
frente de la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria y del Partido de los
Pobres, respectivamente. Este par de personajes y sus organizaciones habían
iniciado su lucha con “modestas reivindicaciones” (Bartra, 1996).
Los dos, por
separado, sintetizaban su paso de participantes de organizaciones civiles y
pacíficas a las armadas. En una entrevista en 1971, Genaro señala: “Se luchó
por todas las formas posibles y ‘legales’. Miles de papeles con quejas pasaron
por mis manos sin que ninguna de éstas fuera resuelta en forma razonable para
los campesinos… Y nos cansamos”.
Por su parte, Lucio
expresaría: “Nosotros organizábamos a los maestros y uníamos a los campesinos
para luchar contra las compañías madereras y [contra] tantos impuestos… Y
también uníamos al pequeño comercio”; pero los reprimieron una y otra vez, y
también se cansaron (Montemayor, 1991).
En esta óptica hay
que introducir también al Grupo Popular Guerrillero que dirigía Arturo Gámiz y
Pablo Gómez, que encabezaron el asalto al Cuartel Madera en Chihuahua, en 1965
(dando inicio a la denominada segunda ola de los movimientos armados) pues su
paso de la vía civil y pacífica a la armada tiene los mismos tintes que lo
ocurrido en Guerrero con las otras dos organizaciones, a pesar de la distancia
geográfica (López, 1974; Reyes, s/f).
En sentido estricto,
estos grupos armados primero surgen como movimientos de copreros, magisteriales
y campesinos en defensa de sus productos y con demandas de su sector, luego por
sus luchas varios de sus integrantes y dirigentes son reprimidos y
encarcelados. Sólo después de sufrir la violencia institucional, como
respuesta, se armaron (Montemayor, 1998).
Bartra resume así la
situación del tránsito de una forma de lucha a otra: “Cuando este liderazgo
cívico y social es obligado por la represión a hacer política armada, la puesta
en pie de un ejército guerrillero sustituye en la práctica a los esfuerzos de
organización y lucha gremiales, y una vez bloqueada la acción reivindicativa el
discurso tiende al maximalismo.
Al forzar la opción
guerrillera, el gobierno no sólo expulsa de la palestra electoral a la molesta
oposición cívica; también elimina de las organizaciones sociales a las
corrientes contestatarias” (1996: 144). 9
En estos tiempos,
dicha transición de la lucha pacífica organizada a la lucha armada tenía ya un
antecedente, el de Rubén Jaramillo que en la década de los cincuenta, después
del ejercicio cívico, se ve obligado por las circunstancias a tomar las armas;
después de cierto tiempo y de establecer un pacto con la federación se desarma,
para participar en la lucha legal, pero luego del famoso abrazo presidencial es
asesinado. 10
Al final de esta
segunda ola armada, se habla de alrededor de 40 grupos armados que actuaron en
varios estados del país. Pero no obtuvieron reconocimiento como movimiento
social o guerrillero. El gobierno los trató como terroristas: balas y sangre.
11
3. 3 La guerrilla
cierra el siglo
En 1993, un año antes
de que estallara el conflicto armado en Chiapas, un sacerdote jesuita
establecido en el lugar, Mardonio Morales, expresaba que en Chiapas había
guerrilla desde mediados de los ochenta (Correa, 1993). Lo que se sabría tiempo
después, era cierto, pero no exclusivo de ese estado, puesto que esa situación
se compartía con varias regiones del país.
En los ochenta se
creyó que se había acabado con la guerrilla, sin embargo, ésta no desapareció
del todo, pues en esa misma década se trasladaron a varios puntos del sur del
país, y su trabajo fortaleció las bases de lo que después conoceríamos como
Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y Ejército Popular
Revolucionario (EPR) (Montemayor, 1999). 12 Aquí inicia la tercera ola de los movimientos
armados (Esteve, 1995).
Carlos Montemayor
aduce que muy a pesar de la violencia institucional que se ejerce contra las
comunidades pobres de Guerrero, Chiapas, Oaxaca y otros estados, ahora se puede
hablar de que ha llegado el turno de “la otra violencia”, la de “la dignidad y
la fuerza de pueblos enteros, hombres, niños, mujeres; la lucha que desde la
indigencia, la desnutrición, el aislamiento, siguen siendo capaces de emprender
para ser libres; de la fuerza para luchar, para continuar luchando para que su
sierra, su mundo, su tierra –nuestras sierras, nuestro mundo, nuestras tierras–
sean mejores” (1998: 10).
Todo ello no es
fortuito, si se considera que desde el poder se trata de establecer una
“cultura del terror” que pretende “domesticar las aspiraciones de las
mayorías”, para paralizarlos: “Si los movimientos populares desembocan en la
lucha guerrillera, depende de la violencia de los poderosos.
Si rechazan las
demandas de justicia social, de libertad y derechos humanos y si la represión
del Estado se incrementa, la gente puede llegar a defenderse”, indica con toda
razón el lingüista Noam Chomsky (1998: 152). Este riesgo múltiples voces lo han
advertido, pero el gobierno no quiere escuchar.
“La tortura, prueba
suprema de lo miserable de la razón y etnicidad del Estado, es la justificación
más elemental y a la vez suprema del derecho a la insurgencia”, aseguraba
también el escritor Manuel Vázquez Montalbán (1999: 31), y es que, en el caso
del zapatismo, antes de serlo campesinos e indígenas estuvieron incrustados en
distintos movimientos sociales exigiendo tierras y precios respetables para sus
productos.
La respuesta más a
tono fue la represión. En el caso del eperrismo, muchos de sus integrantes
antes de engrosar las filas guerrilleras formaron parte de organizaciones
campesinas que fueron reprimidas constantemente por los gobiernos locales.
Visto esto
psicopolíticamente existe, entonces, una cultura de la sangre y una cultura de
la tinta, las cuales se enfrentan en ocasiones y en otras se entrecruzan. La
cultura de la sangre “está ligada a la exaltación de las identidades, a la
lucha revolucionaria y a la defensa de las patrias” (Bartra, 1999: 11), pero
que tiene un antecedente en la violencia ejercida desde arriba; mientras que la
cultura de la tinta:
...exalta la
pluralidad de escrituras e impulsa los argumentos impresos en el papel y no en
los campos de batalla. La cultura de la tinta está teñida del color rojo de la
vida pero está dispuesta a intercambiarla por la patria o la clase. Contrasta
con la negrura que tiñe los alambicados argumentos de los escritores, pero la
cultura de la tinta cambia a veces las ideas por un plato de lentejas (Bartra,
1999: 11).
4. Movimientos
armados como movimientos sociales: inflexiones
Cuando james scott
escribía Los dominados y el arte de la resistencia, señalaba: “Los espacios
sociales del discurso oculto son aquellos lugares donde ya no es necesario
callarse las réplicas, reprimir la cólera, morderse la lengua y donde, fuera de
las relaciones de dominación, se puede hablar con vehemencia, con todas las
palabras” (1990: 149). Pero no sólo son los espacios, son también las vías las
que se van cerrando y sólo queda una: la toma de las armas.
Se vuelve necesario
reconocer que en la base de una guerrilla hubo un movimiento social, y que este
movimiento social tiene causas y demandas sociales, antes que militares. Y son
justamente esas causas y propuestas las que están en el origen del
levantamiento armado, que antes fueron expresadas en las calles y ahora se
hacen en las montañas.
Arturo Gámiz, Lucio
Cabañas y Genaro Vázquez antes que guerrilleros fueron luchadores sociales,
encabezaron movimientos campesinos y magisteriales a los que se les reprimió y
sólo después de cierto tiempo tomaron la ruta de las armas. De hecho, en algún
momento las organizaciones de Gámiz y Vázquez participaron en la vía electoral.
Muchos de los jóvenes
que se integraron en la Liga Comunista 23 de Septiembre participaron en
movimientos estudiantiles en Guadalajara y Sinaloa, y sólo después de ser
ferozmente reprimidos emprendieron el viaje a las armas. Muchos de los que
formaron parte de los movimientos estudiantiles de 1968 y 1971 sólo después de
sentir la vía civil agotada se iniciaron en la lucha guerrillera.
Recientemente los
campesinos de San Salvador Atenco, en el centro; los mineros, en el norte, y
los integrantes de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), en el
sur del país, son claros ejemplos de que los movimientos sociales pueden llegar
al ejercicio de la violencia orillados por las políticas autoritarias del
poder.
Citas
Un movimiento
social debe contener lazos de solidaridad más o menos permanentes, ya que si
carece de ellos puede tratarse de una rebelión o de una algarada, que son más
fugaces. Se edifican conjuntamente con oportunidades, repertorios, redes y
marcos, esos son los materiales con que se construyen dichos movimientos.
“Un movimiento
social es un sistema de narraciones, al mismo tiempo que un sistema de
registros culturales, explicaciones y prescripciones de cómo determinados
conflictos son expresados socialmente y de cómo y a través de qué medios la
sociedad ha de ser reformada; cómo el orden correcto de la modernidad, una y
otra vez aplazado y frustrado, debe ser rediseñado” (Ibarra y Tejerina, 1998:
12).
En múltiples
casos encontramos un paso de luchas a movimientos sociales, de éstos a movimientos
políticos, aunque en este último caso las fronteras tienden a borrarse;
asimismo, el paso de movimientos regionales a nacionales, lo cual es más claro
(Muro y Canto, 1991).
De esta
manera, una acción colectiva se traduce en movimiento social cuando los
actores, sabiéndose distintos de otros e independientes del Estado y sus
partidos, se plantean luchar mediante una organización que se ha creado para
ello, y buscan la obtención de ciertas demandas, que pueden ir desde el
sencillo reconocimiento a tal instancia o la dotación de servicios, o a cambios
limitados y lograr cierta influencia en la toma de decisiones de las
autoridades, o complejos y nuevos modelos de sociedad. Tales movimientos
sociales encuentran su interlocutor en el Estado y sus instituciones, en todos
sus niveles. En tal caso, los conflictos se mueven en los límites de lo
institucional y en su cuestionamiento o ruptura, y ponen en entredicho la
capacidad del Estado y sus instituciones para resolver adecuada y pacíficamente
las demandas (Cadena, 1991). Para Tarrow los movimientos sociales, sean de la
índole que sean, incluso los revolucionarios, tienen como elemento subyacente
la “acción colectiva contenciosa”; esa es su base. Tal acción adquiere
distintas formas, puede ser breve o extensa, institucionalizada o disruptiva,
monótona o dramática. Una buena parte de los movimientos como grupos
constituidos, señala, se mueven en el marco institucionalizado, aquellos que no
tienen acceso a las instituciones se traducen en contenciosos: “las formas
contenciosas de acción colectiva asociadas a los movimientos sociales son
histórica y sociológicamente distintivas. Tienen poder porque desafían a sus
oponentes, despiertan solidaridad y cobran significado en el seno de
determinados grupos de población, situaciones y culturas políticas” (1994: 20).
Los
trabajadores tienen en su haber la huelga, los estudiantes las movilizaciones
en las calles y el discurso incendiario, los campesinos la resistencia,
etcétera. Stuart Hill y Donald Rothchild lo han sintetizado de esta manera:
“Sobre la base de pasados períodos de conflicto con un grupo o grupos
determinados o con el gobierno, los individuos construyen un prototipo de
protesta o motín que describe lo que hay que hacer en circunstancias concretas,
además de explicar la lógica de la acción en cuestión” (Tarrow, 1994: 51). No
obstante esta persistencia y continuidad en las expresiones, en los movimientos
sociales hay una voluntad de cambio como característica esencial. Es uno de sus
objetivos inmanentes.
Son estos
intentos, estos brotes armados, los que tienen un programa que atraviesa lo
mismo la elección presidencial que mejoras en las condiciones de trabajo, que
apunta a una reforma para la tierra, que señala la equidad entre extranjeros y
mexicanos en el trabajo que habla de educación, de derechos sociales… Estos
primeros intentos constituyen la respuesta a la cerrazón del gobierno de
Porfirio Díaz, que insiste una y otra vez, cada seis años, en reelegirse; un
gobierno que le da por no tener oposición, ya que la desarticula, la reprime,
la aniquila; las voces expresadas en medios escritos son acalladas; los
opositores que cuestionan al poder son perseguidos y encarcelados: no hay
disidencia posible que no atraviese por la vía armada, concluirán algunos pensadores
(Flores Magón, 1911; Silva Herzog, 1960).
Dato curioso,
coincidencia o de memoria armada: en 1965 se inaugura la segunda ola de los
movimientos armados en México, precisamente en Chihuahua, con el ataque al
Cuartel Madera, el 23 de septiembre.
En 1927 grupos
como el de Amadeo Vidales están empuñando los fusiles con una serie de
reivindicaciones que se plasman en el Manifiesto de Valedero que apuntala el
llamado Movimiento Libertario de Reintegración Económica Mexicana. Y si bien en
1929, con una amnistía del entonces presidente, Emilio Portes Gil, los
vidalistas dejan las armas, hay otros grupos que continúan peleando por el
cumplimiento de lo prometido al calor de la revolución. Pero no sólo estaba la
respuesta armada como forma del ejercicio para el cambio, pues también se
encontraba la autodefensa armada que se tenía que practicar para la
sobrevivencia ante los reticentes a los cambios profundos, los que se negaban a
perder sus privilegios a costa de la pobreza de los más. En este contexto se
entiende el hecho de que Lázaro Cárdenas haya impulsado la creación de las
Defensas Rurales, milicias campesinas, desde 1936, como una forma de hacer
contrapeso y contrarrestar la represión antiagrarista de las guardias blancas
de los terratenientes en varias partes del país, pero sobre todo en Guerrero
(Bartra, 1996).
Además,
agregará: “Cuando la guerra se coloca en el centro de la lucha, las cuestiones
de la democracia económica, social y política se posponen al triunfo de la
revolución; se renuncia a tratar de materializarlas paulatinamente en ámbitos
cívicos y gremiales, y por tanto dejan de ser materia de la acción cotidiana”
(Bartra, 1996: 144).
Pero este paso
de una vía a la otra bien puede tener un antecedente previo, cuando en 1923 en
Atoyac, Guerrero, ante le deposición de un alcalde electo democráticamente y la
represión de que eran objeto los agraristas, y la muerte de uno de sus
dirigentes, Manuel Téllez, se arma un grupo de 200 personas, que se han
“fogueado en la lucha social” (Bartra, 1996). A esta guerrilla, se suman
comandos zapatistas de la región, y algunos que operaban en Michoacán: “La
convicción de que había que pasar de la acción política y el trámite agrario a
la lucha armada, o cuando menos que era necesario proteger a las organizaciones
pacíficas y a sus gestiones legales con el poder disuasorio del máuser, no nace
sólo en la costa”, pues en otras regiones el acoso de las guardias blancas y
del Ejército ha orillado a los solicitantes de tierras a la misma conclusión
que los atoyaquenses.
En la presente
argumentación no pueden dejarse fuera elementos que rodearon o constituyeron un
marco referencial de la lucha armada, como el hecho de que la segunda ola
armada en nuestro país se ve inmersa en el mar de los tiempos de las guerras de
liberación nacional en Latinoamérica, el que la guerrilla recorre el tercer
mundo, y en Cuba en 1966 se forma la Organización Latinoamericana de
Solidaridad (olas), como parte de la Organización de Solidaridad de los Pueblos
de África, Asia y América Latina (ospaaal), y ahí participan algunas
organizaciones mexicanas, como la de Genaro Vázquez (Bartra, 1996), y que puede
existir en algunos casos una “sobreideologización” (Montemayor, 1999),
entendida como el empalpamiento de manuales marxista y la aplicación prácticamente
a pie juntillas de tales planteamientos para liberar a la humanidad e instalar
la dictadura del proletariado, esto es, que si bien estos dos factores están
presentes, lo cierto es que hay ciertas condiciones sociales, económicas y
políticas que posibilitan el actuar guerrillero.
“Nos asiste la
razón y la justicia. Por eso, como mexicanos inconformes con esta realidad
nacional y al no dejar el gobierno otro camino, decidimos cambiar nuestras
herramientas de trabajo por los fusiles libertarios que habrán de combatir y
contribuir al derrocamiento del gran capital y del gobierno antipopular. Hoy,
movidos por las injustas condiciones de vida y trabajo, nos hemos decidido a
luchar organizadamente para contribuir a la transformación democrática
revolucionaria de nuestra patria y, con base en una actitud consciente y
voluntaria, hemos conformado un instrumento más de lucha que llamamos Ejército
Popular Revolucionario.”
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Publicado por: Jorge Mendoza García.
ARTICULO
TOMADO DE: http://www.revistafolios.mx/dossier/de-los-movimientos-sociales-a-los-movimientos-armados