Carlos Javier González Serrano / 14 agosto, 2016
En una anotación fechada en 1832 (Cholerabuch), un nostálgico Arthur Schopenhauer recordaba cuanto había descubierto en los numerosos y diversos viajes que realizó con su familia en su más temprana infancia, gracias al ahínco de sus padres, Heinrich Floris y Johanna, por que su hijo conociera la proteica e inquietante dimensión de los asuntos humanos. En dicha anotación, Schopenhauer se refiere a “la enfermedad, el dolor, la vejez y la muerte” que reinan por doquier en un mundo que no duda en “gritar su verdad de manera audible”. La conclusión del joven Arthur, siempre atento observador de cuanto le rodeaba, no pudo ser más contundente ni tener más hondas consecuencias: “este mundo –escribía– no podía ser la creación de un ser lleno de bondad sino, antes bien, la de un demonio que se deleita en la visión de las criaturas a las que ha abocado a la existencia; tal era lo que demostraban los hechos, de modo que la idea de que ello es así acabó por imponerse”.
Por su parte, tres decenios más tarde, en el § 23 de la “Ética” de su Filosofía de la redención, Philipp Mainländer (1841-1876), fiel y devoto lector de Schopenhauer (de cuya doctrina, sin embargo, se separará en algunos puntos capitales), presentaba las notas esenciales de un hipotético “Estado ideal” (idealen Staat) en el que el ser humano se vería ya exento de los efectos de su connatural maldad y pasaría a ser poseedor de una existencia en la que la concordia y la tranquilidad de ánimo constituirían las características de esta tan deseable configuración política. Mainländer, a diferencia de su maestro Schopenhauer (conservador hasta la extenuación en términos políticos), se implicó sincera y radicalmente en la lucha de los trabajadores, a la luz de las devastadoras consecuencias que un capitalismo ya bien asentado en Europa comenzaba a provocar. No son pocos los fragmentos de su Filosofía de la redención en los que Philipp aboga por la unión de los trabajadores para mejorar sus condiciones y derribar los artificiosos privilegios de los patrones. Así, por ejemplo, denunciaba en el § 37 de la “Política” de la obra mencionada, que:
En el campo económico, el trabajador y su fuerza eran, sin duda, libres, pero la renta del trabajo era muy limitada; de manera que el trabajador volvía a ser, de hecho, un siervo. En lugar del señor, en cualquiera de sus formas, para el que se trabajaba, a fin de cubrir las necesidades vitales, apareció el más frío y terrible de todos los tiranos: el capital. […] En esta situación se muestra otra gran ley de la civilización: la ley de la miseria social.
En el caso de Nietzsche –atento lector y estudioso de las obras de Schopenhauer y Mainländer–, por mucho que algunos equivocados apólogos de su doctrina hayan querido negarlo, en una suerte de ensalzamiento extremo del vitalismo nietzscheano, también el sufrimiento se adueña de la vida del ser humano. Es más: es el sufrimiento una de nuestras notas características en tanto buscamos, permanente y perdidamente, el sentido de una existencia cuyo fin siempre se nos escapa de las manos. La pregunta que de modo tan sincero y certero nos lanza Nietzsche, y que recoge con aires renovados las afirmaciones de Schopenhauer y Mainländer sobre el sufrimiento, es la de cómo nos es posible no renegar de una vida que parece poner todo en nuestra contra. El propio Zaratustra reconocerá como una de sus más negras y abismales tentaciones la de sucumbir a la compasión melancólica que se desprende de las doctrinas schopenhauerianas. Más, si cabe, cuando el pensador de Danzig cierra las puertas a cualquier atisbo de felicidad terrena, cuando en Parerga y Paralipómena II (cap. 12, § 152) afirmara que “Trabajo, molestia, cansancio y necesidad constituyen desde luego, a lo largo de toda su vida, la suerte de casi todos los hombres. Pero aun cuando todos los deseos se cumpliesen nada más aparecer, ¿con qué se llenaría entonces la vida del hombre, en qué se emplearía el tiempo?”.
En este sentido podemos decir que, frente a Schopenhauer y su pesimismo que llama, en última instancia, al adormecimiento de la voluntad y a un dejarse ir de esta malhadada existencia, Nietzsche se adueña del sufrimiento y lo trasciende, precisamente, mediante la afirmación de la propia vida. Esta asunción vitalista constituirá para Nietzsche el único desenmascaramiento posible de las falsedades que consigo trae al mundo el pesimismo y el nefasto influjo cristiano (que promete la salvación eterna a cambio de abrazar el sufrimiento, sí, pero sólo si, a fin de cuentas –como se dice en Mateo 4, 23-25 y 5, 1-12– nos hacemos “pobres de espíritu”). Nietzsche no admite el trueque. La única solución (que no definitiva ni permanente, sino siempre conjugada en gerundio –puesto que el sufrimiento es consustancial a la vida–) es la que Zaratustra nos propone en “De las islas afortunadas”:
Crear –ésa es la gran redención del sufrimiento, así es como se vuelve ligera la vida. Mas para que el creador exista son necesarios sufrimiento y muchas transformaciones. ¡Sí, muchas amargas muertes tiene que haber en vuestra vida, creadores!
A juicio de
Schopenhauer, la estafa del mundo (como ya escribiera Baltasar Gracián al
inicio de la “Crisi quinta” de El Criticón, donde se refiere a la naturaleza
como una instancia “cauta, sino engañosa”, que nos hace creer en la vida como
“un reino de felicidades” cuando no es más que un “cautiverio de desdichas”)
consiste en que la voluntad, como sempiterno motor vital, ha tendido su trampa
desde incluso antes de nuestro nacimiento: el deseo, la querencia y, en
definitiva, cualquier movimiento de la voluntad no responde más que a un
impulso carente de razón del que nunca podremos sabernos definitivamente
salvados. Su trampa es la vida misma, pues a fin de cuentas (MVR I, IV, § 57)
“toda vida humana fluye entre el querer y el conseguir”, y el deseo, en cualquiera
de sus formas, siempre encierra dolor: pues “sea cual sea la naturaleza y la
dicha que le hayan tocado a uno al margen de lo que uno sea y posea, no le cabe
librarse del dolor consustancial a la vida”.
Esta menesterosidad sufriente en la que la naturaleza nos hunde desde la puesta en marcha de la existencia es la que Zaratustra desea extirpar de nuestro acervo cultural y vital. Pero hay que notar: no al modo en que se extrae un órgano del cuerpo, en cuyo lugar resta un vacío, ni al modo en que arrancamos un árbol de raíz, sino de manera que, en la propia extracción, lo que antes era, siga ahora siendo, mas de una manera renovada. Nietzsche no tiene reparos en asumir el sufrimiento, y sus obras recogen no pocos titubeos en los que incluso cree entregarse, de una vez para siempre, al influjo de Schopenhauer: “Si todas las lágrimas que en cada instante son lloradas en la tierra fluyesen juntas, fluiría constantemente una gran corriente a través de la pradera de la desgracia” (KSA 9 4 [227]). Hay que recordar que el dolor estuvo siempre, de una u otra manera, muy presente en el periplo vital de Nietzsche: tanto sus achaques físicos como la incomprensión y la soledad le introdujeron en un extenuante y schopenhaueriano laberinto. Aunque, como confesará en carta a Overbeck en las Navidades de 1882 (Correspondencia. Trotta: Madrid, 2005, pp. 304-305.), estaba deseoso de descubrir una particular fórmula alquímica:
Si no invento la maravilla alquimista de convertir también en oro esta basura, estoy perdido. Tengo aquí la más preciada ocasión para demostrar que para mí todas las experiencias son útiles, todos los días sagrados y todos los hombres divinos.
Pues, como también escribirá al principio de Ecce homo, el hecho de estar enfermo puede ser la mejor manera de encontrar un “enérgico estimulante para vivir, para más-vivir”. Confiesa Nietzsche que fue la enfermedad (y reparemos en que habla no sólo en términos físicos, sino también, y sobre todo, en términos de lo que pudiéramos llamar “enfermedad metafísica”) la que le hizo descubrir “de nuevo la vida, y a mí mismo incluso, saboreé todas las cosas buenas e incluso las cosas pequeñas como no es fácil que otros puedan saborearlas”. De este modo, asegura, convirtió la “voluntad de salud, de vida” en su filosofía. Y concluye con palabras importantes, con las que definitivamente se liberó del lastre schopenhaueriano: “los años de mi vitalidad más baja fueron los años en que dejé de ser pesimista”. Por eso, el auténtico héroe, como leemos en La gaya ciencia, es quien se enfrenta “al mismo tiempo a su más grande sufrimiento y a su más grande esperanza” (§ 268). Y es que debemos sospechar, sugiere Nietzsche, que los grandilocuentes sistemas filosóficos pesimistas no tienen por qué provenir de sublimes sufrimientos (La gaya ciencia, § 48), pues en gran parte de las ocasiones no se persigue más que una estéril condena de la vida, a la que se insulta y señala injustificadamente. Así, leemos en el Zaratustra (“De la virtud empequeñecedora”), que:
La virtud no se
aviene más que con la virtud modesta […]. En el fondo lo que más quieren es
simplemente una cosa: que nadie les haga daño. Así son deferentes con todo el
mundo y hacen bien. Pero esto es cobardía: aunque se llame virtud [….] virtud
es para ellos lo que vuelve modesto y manso: con ello han convertido al lobo en
perro y al hombre mismo en el mejor animal modesto.
Aquella “enfermedad metafísica”, con la que he designado el influjo de la moral judeocristiana que para Nietzsche imprime el espíritu decadente en el ser humano, adquiere especial relevancia cuando nos referimos al concepto de “muerte de Dios”. A juicio de Nietzsche, esta noción hace referencia a un nihilismo que, a fin de cuentas, es consciente de sí y de las consecuencias que de él se desprenden. El pensador de Röcken sugiere que la muerte de Dios, un paso que podría convertirse a ojos de muchos en una auténtica pesadilla traducida en un vacío axiológico, si es acogido eficazmente, llegará a tornarse en un nihilismo de la fuerza. Como ya planteara Heidegger en sus escritos sobre Nietzsche, el nihilismo “es comenzar a tomar en serio el ‘acaecimiento’ de que ‘Dios ha muerto’. Este acontecimiento ya está en marcha. El propio Nietzsche comprende su filosofía como la introducción al comienzo de una época nueva” en la que los fines y valores anteriores desaparecerán: por tanto, no se trata –como ya apuntamos– de una simple extirpación del tejido decadente, la carencia no trae consigo el lamento, “sino que se lo saluda como una liberación, se lo impulsa como una conquista definitiva y se lo reconoce como un acabamiento” (Nietzsche II).
Friedrich Nietzsche no fue el primero en anunciar la desaparición de la divinidad en el horizonte moral; ya Jean-Paul Richter en 1796 (Discurso del Cristo muerto desde lo alto del universo) había escrito que “¡Dios ha muerto! El cielo está vacío… / ¡Llorad, criaturas! ¡Ya no tenéis padre!”. Asimismo había escrito Gérard de Nerval en su poema Cristo en el monte de los Olivos de 1844 que “Dios no existe. […] ¿Conocéis la novedad, amigos? […] A Dios le falta su altar en el que yo soy la víctima. Dios ya no es, Dios no existe. Pero ellos todavía dormían”. Por otro lado, y en franca y llamativa semejanza con estas últimas palabras de Nerval, Nietzsche presentaba en el conocido § 125 de La Gaya ciencia su discurso del “hombre loco”, donde asistimos a la muerte de Dios, y esto es lo importante, a manos de los hombres: “¡Dios ha muerto! ¡Dios está muerto!, y ¡nosotros lo hemos matado! ¿Cómo podemos consolarnos los asesinos de todos los asesinos? Lo más santo y lo más poderoso que el mundo poseía hasta ahora, se ha desangrado bajo nuestros cuchillos –¿quién puede limpiarnos esta sangre?”. O también, más adelante, en el § 343, aludía a este importante acontecimiento como “El más grande […]–que ‘Dios ha muerto’, que la fe en el Dios cristiano se ha hecho increíble– comienza ya a lanzar sus primeras sombras sobre Europa”.
De este modo, la muerte de Dios supone un proceso de interiorización social y subjetivo, por medio del cual la alusión a la divinidad como horizonte de consuelo y fundamentación nos convierte en cómplices del nihilismo de la debilidad. Éste, como Zaratustra explica en “De los apóstatas”, nos empuja a juntar nuestras manos y rezar desesperanzados, por influjo de “ese demonio cobarde” que nos susurra que “existe Dios”; pero para quien ha superado, o mejor, asumido la muerte de Dios como un hecho necesario de quien tiene su conciencia “en la cabeza” (y no en los libros sagrados o en los sermones sacerdotales), el recurso al rezo no puede causar más que “vergüenza”. En frontal choque con Kant (ver “Canon de la razón pura”, KrV A 829, donde el filósofo explica que “nadie puede jactarse de saber que existe Dios y que hay una vida futura; si lo sabe es el hombre que vengo buscando desde ya mucho tiempo”), Nietzsche estima que nada tenemos que lamentar sobre la posible existencia de Dios: “Estamos orgullosos de no tener que ser más que mentirosos” (KSA 13). El saldo que arroja, o uno de ellos, la muerte de Dios en Nietzsche es así la toma de posesión por parte del hombre del reino que auténticamente le pertenece, muy alejado del cielo divino:
Mientras no os hagáis como niños pequeños no entraréis en aquel reino de los cielos –(Y Zaratustra señaló con las manos hacia arriba–). Mas nosotros no queremos entrar en modo alguno en el reino de los cielos: nos hemos hecho hombres –y por eso queremos el reino de la tierra. (AhZ, “La fiesta del asno”)
En contraste con esta muerte de Dios, cometida por nosotros mismos (y con la que dejamos atrás los posibles efectos que se desprenden del Cap. 17 de El mundo como voluntad y representación II, donde Schopenhauer explica el origen de todo impulso religioso como proveniente de nuestra “necesidad metafísica”), encontramos en Philipp Mainländer y su Filosofía de la redención un caso paradigmático y muy original de cuanto podría seguirse de tal desaparición. Sabemos, por los abundantes fragmentos en los que es nombrado en su correspondencia, que Nietzsche leyó atenta y laboriosamente las obras de Mainländer, o al menos la obra principal, y cuyas ideas llegó a compartir con Wagner y Cosima. El 6 de diciembre de 1876, Nietzsche explica en carta a Overbeck que tanto él como Paul Rèe “han leído mucho a Voltaire, y ahora le toca el turno a Mainländer” (Correspondencia. Volumen III. Enero 1875-diciembre 1879, Trotta, p. 187.). Como apunta Manuel Pérez Cornejo en la introducción de la edición que hemos preparado de la Filosofía de la redención, resulta muy llamativo que apenas unos días más tarde (19 de diciembre) Nietzsche escribiera a Cosima y le explicara que rechazaba las principales tesis de Schopenhauer, noticia que la por entonces esposa de Wagner se tomó a la tremenda (y podemos imaginar, desde luego, el desconcierto del músico al respecto de tal información, que alejaba a Nietzsche del que aún ejercía como maestro del propio Nietzsche y de Wagner: Arthur Schopenhauer, ya fallecido desde 1860.
Es en un viaje a Italia, en un país mediterráneo que ofrecía posibilidades anímicas hasta entonces desconocidas para un todavía joven Philipp, donde se produce su encuentro con Spinoza y, sobre todo, con Schopenhauer, a través de la lectura casi enfermiza de El mundo como voluntad y representación (un influjo, el del filósofo de Danzig, que también experimentaría el propio Nietzsche -conocidas son las palabras del filósofo en Schopenhauer como educador: “Pertenezco a esos lectores de Schopenhauer que, tras haber leído una primera página suya, saben con certeza que leerán todas las demás y escucharán cada una de las palabras que haya dicho. […] Lo comprendí como si hubiese escrito para mí”-). A pesar de las recomendaciones de uno de sus profesores, de huir “como de la peste” de la filosofía, Mainländer sucumbe irremediablemente a los encantos del genio schopenhaueriano: la vocación quedaba sellada, el joven Philipp veía ante sí un vasto panorama, el abierto por Schopenhauer –y, previamente, por las obras de Kant–, pero que sin embargo podía explotarse aún más. En el prólogo de la Filosofía de la redención, apuntará Mainländer que su pensamiento no es más que “la prosecución de las doctrinas de Kant y Schopenhauer, y la confirmación del budismo y del cristianismo más puro. Aquellos sistemas filosóficos se corrigen y completan mediante dicha filosofía, al tiempo que ambas religiones se reconcilian a través de ella con la ciencia”.
Comienza de este modo, tras el prodigioso descubrimiento de Schopenhauer, a pergeñar Mainländer el modo de continuar de un modo original lo que el gruñón de Danzig había iniciado: la odisea del espíritu humano hacia una posible liberación (Erlösung) que parece vedada por la idiosincrasia misma de nuestra existencia, plagada de deseos por cumplir, anhelos por satisfacer y penas con las que bregar, una odisea que desea fundamentar Mainländer sobre “el saber”, sobre la filosofía y su modo propio de argumentar, alejado de una fe ciega que sólo conduce a ilusorias soluciones al problema de nuestra existencia.
Aunque, desde luego, Mainländer nunca asistió –ni pudo haber asistido– a las clases que Schopenhauer impartió en Berlín, es innegable que las consecuencias del Libro Cuarto y sus respectivos “Complementos” de El mundo voluntad y representación hicieron honda mella en el ánimo de Philipp. En sus lecciones sobre la metafísica de las costumbres, justo al final de sus notas para impartir sus clases, Schopenhauer señalaba que, si algo caracteriza al ser humano, es la oscuridad que se extiende sobre nuestro ser, u cuyo sentimiento hace exclamar a Lucrecio “En qué tinieblas de la vida, / en cuán grandes peligros se consume / ese tiempo tan breve”. Esta oscuridad que provoca la menesterosidad respecto de la filosofía y cuyo espíritu filosófico es llevado a la consciencia en un santiamén, con tal viveza que a otros puede parecerles rayana en el delirio; “esta oscuridad de la vida –concluía Schopenhauer– no se puede intentar dilucidar”.
Tal oscuridad será la que tome Mainländer como patrón de la existencia humana, de la que parte y hacia la que se aproxima… ¿inevitablemente? Quizá exista una vía de liberación que merezca la pena experimentar con el fin de hacer frente a los designios de un Dios que, a juicio de Mainländer, se vio obligado a comenzar a morir para, precisamente, comenzar a vivir. La vida de Dios constituye, en este sentido, el lento proceso por el que el mundo muere poco a poco (cfr. Mainländer, P., Filosofía de la redención, “Física”: “Esta unidad simple ha existido [ist gewesen], pero ya no existe [sie ist nicht mehr]. Se ha hecho añicos [zersplittert], transformando su esencia completa y enteramente en el mundo de la pluralidad. Dios ha muerto y su muerte fue la vida del mundo [Gott ist gestorben und sein Tod war das Leben der Welt]”). En la “Metafísica” de la Filosofía de la redención, nuestro filósofo asegura que “Dios tenía la libertad de ser como quisiese, pero no era libre respecto de su determinada esencia. Dios tenía omnipotencia de ejecutar su voluntad de ser de cualquier modo; pero no tenía igual poder para no ser”. Con la aparición de Dios, con su decisión de ser, se inaugura asimismo el imperio del no-ser: el mundo constituye así el resultado de este proceso que nos atraviesa, en nuestro interior, como una auténtica enfermedad ontológica. Nos encontramos fatalmente heridos por la doble cara del no-ser: por nuestra conciencia cierta de la muerte (y por tanto, por el miedo que nos inspira el fin de nuestro fenómeno individual) pero, a la vez, encontramos consuelo en virtud de una oscura tendencia hacia el no-ser.
De este modo, el ser humano es el único animal que, transido por el miedo a su desaparición, no deja de anhelar la paz que espera encontrar en su fin. Y es que no resulta extraño en absoluto que, en vista de que el “apremio y la fricción” son las notas comunes en el universo de las acciones humanas, siempre rodeadas de una “penosa necesidad” y del “egoísmo más despiadado”, Mainländer proponga acudir a la muerte como auténtica –y única– solución a la mencionada y funesta enfermedad ontológica, singular lacra del género humano.
El desbordado
pesimismo de Mainländer, que confirma la sospecha schopenhaueriana sobre una
imposible mejora moral del ser humano (en contra de lo defendido, por ejemplo,
por Lessing en Die Erziehung des Menschengeschlechts), no es más que el
resultado de su creencia fundamental: somos el saldo arrojado por el suicidio
de Dios, quien ni siquiera, aun contando con la omnipotencia, logró soportar el
puro Ser. Su elección de decantarse por el No-Ser, lejos de resultar una opción
del hombre (como sí ocurre en Nietzsche), hunde al ser humano en un pozo en el
que, irremediablemente, se siente perdido. Queda, como Mainländer escribía en
su poema “Segunda voz – El hijo de la luz”, una sola lección por asimilar:
“¡Ah, cuán vana, cuán triste / es la lucha por la existencia. Aprende, ¡oh
hombre! / como primer principio de la sabiduría / que por un bien […] tu alma
está en vilo. […] ¡Aprende a amar con el espíritu, mortifica / el amor del
corazón; y bendice, / bendice con alegría cada hora que más cerca de la tumba /
te conduce!”.
Tanto en Nietzsche como en Mainländer se da la muerte de Dios: en el primero, a través de un proceso antropológico-subjetivo de singulares consecuencias morales, vitales; en el segundo, a través del suicidio que Él mismo lleva a cabo en respuesta al tedio (y por tanto, al sufrimiento) que encierra la permanencia en el puro Ser. Un mismo hecho, desenlaces absolutamente diversos. Si bien en el caso de Nietzsche ha de ser el superhombre quien sugiera una nueva “interpretación” de la realidad vivida (a la luz de la voluntad de poder) que logre finalmente poner de manifiesto –sin desmerecerlo ni macularlo a la sombra de la moral decadente– el auténtico valor de la vida, en Mainländer la voluntad de vivir que todos somos se traducirá, una vez descubierta la muerte de Dios, en una voluntad de muerte (o de morir, Wille zum Tod), única capaz de dar con la redención (Erlösung):
Quien niega activamente la voluntad de vivir, cosecha en la muerte la completa y total aniquilación del tipo. Rompe su forma, y no hay poder alguno en el universo que pueda reconstruirla. Ha sido borrado para siempre, en su especificidad y con todos los tormentos y penalidades que implica la existencia, del libro de la vida. Y ni puede exigir, ni tampoco exige, nada más. Con la abstención de los goces sexuales, se ha librado del renacimiento, ante el que retrocedía espantada su voluntad, igual que el hombre embrutecido retrocede ante la muerte. Su tipo se ha redimido (Sein Typus ist erlöst), y esta es su dulce recompensa. (PhdErlösung, Metafísica, 17)
Nietzsche no dudará en referirse en sus cartas a Mainländer como un prístino y virginal santón, pero es indudable la deuda conceptual que el primero contrajo con el segundo a través de la lectura de la Filosofía de la redención –y no sólo, debemos apuntar, en orden al concepto de “muerte de Dios”, sino también, y por ejemplo, al de “voluntad de poder” o “aurora”, nociones que a lo largo de la obra mainländeriana adquieren una relevancia superlativa–. Si aquella “conversión” nietzscheana, que casi de la noche a la mañana le llevó a desterrar las enseñanzas del maestro Schopenhauer, se debe o no a la lectura de Mainländer y a la necesidad de pregonar, explicar, desarrollar y sobre todo asumir los efectos de la muerte de Dios, es un dato meramente elucubrador. Aunque la correspondencia, así como las obras nietzscheanas, desde luego –y cuanto menos– indican una llamativa cercanía intelectual.
Para terminar con una invitación a la investigación, ambos filósofos nos dejan una pregunta muy interesante por responder: ¿podría convertirse, transmutarse, de alguna manera, la voluntad de poder nietzscheana en la voluntad de morir de Mainländer, sin que este paso traicionara los dictados de Nietzsche? O de otra manera, ¿podría ese “hombre embrutecido” al que se refiere Mainländer (posible trasunto del superhombre nietzscheano) sucumbir, al amparo de la voluntad de poder (¡vital y naturalmente!), al influjo –y embrujo– de la noche mainländeriana? En definitiva: ¿excluye la asunción de la “enfermedad ontológica” preludiada por Mainländer la posibilidad de desplegar las armas del superhombre nietzscheano?
Carlos Javier
González Serrano (tercero por la izquierda) imparte una conferencia en la
Facultad de Filosofía de la UCM sobre Mainlände