Con todo y sus defectos, con todo y sus vicios, las elecciones nos dan algo. Nos dan una oportunidad. Nos permiten despojarnos de los malos gobernantes, de los ladrones disfrazados de políticos o de políticos disfrazados de ladrones, de los sistemas políticos que sólo nos han dejado pobreza, de los enfermos mentales que han llegado a sentirse caciques y dueños de la vida de los demás.
Para eso y para muchas otras cosas sirven las elecciones y por eso es que a la sociedad le dan una oportunidad.
Lo malo es que la apatía, el conformismo, la falta de dignidad, la necesidad por tener hoy algo que comer aunque mañana todo vuelva a ser igual, pervierten el sentido de las elecciones y le cancelan una oportunidad a la democracia.
A veces puede más una despensa o un hato de láminas, algunos sacos de cemento o unas varillas, que el deseo de mandar al diablo a los malos gobernantes, a los caciques, a los líderes sindicales, a los empresarios abusivos, a la promotora de colonias que hace de las suyas con Oportunidades o con las becas, los pisos firmes o los servicios del Seguro Popular; a todos aquellos que se sirven de los recursos que emanan del pueblo y que son usados para engrosar sus cuentas bancarias o para sostenerse en el gobierno.
En eso es en lo que hay que pensar. Las elecciones nos permiten castigar a quienes han ejercido o ejercen mal los cargos públicos, los que están al frente de los partidos, los candidatos que sólo prometen sueños y que con toda desfachatez engañan a la sociedad.
Premiarlos es utópico y carece de sentido. ¿Por qué premiar a quien ejerce un cargo, cuya función debiera impecable, honesta, transparente y sobre todo eficiente, y por la que se le paga un abultado salario? Quienes pasan por una diputación o por una alcaldía, quienes son funcionarios de gobierno o aquellos que están al frente de los partidos políticos, y lo hacen mal, no se merecen continuar sangrando al pueblo. Quienes se dicen servidores públicos, salvo contadas excepciones, suelen servirse de los recursos que tienen a su alcance, sin dar nada a quienes los eligieron o les permitieron ejercer el poder.
La burocracia política vive del pueblo. Sus salarios los paga el pueblo. Sus lujos y viajes los paga el pueblo. Las becas para realizar posgrados en el extranjero las paga el pueblo. Los contratos de obra que realizan sus compañías o las de sus amigos, los paga el pueblo. Los servicios que le hacen al gobierno, como proveedores, los paga el pueblo. La querida o el querido los paga el pueblo.
Esa casta política vive, y vive bien, gracias a los recursos que emanan del erario público, de las contribuciones, de los impuestos, del pago de derechos, del permiso de construcción, del impuesto a la nómina, del impuesto por servicios turísticos, y de todo aquello que conforma el presupuesto del gobierno en el nivel que sea.
Los pueblos suponen que sostenerlos es su destino y que los de arriba merecen todo mientras los de abajo no merecen nada, que a unos les tocó gobernar y a otros les tocó ser gobernados, que unos, los políticos, se pueden enriquecer, y que los pueblos se tienen que empobrecer.
Eso mueve a pensar que hay un error conceptual en la relación gobierno-sociedad. Los mandatarios son ellos, los políticos, y que por ello pueden mandar en todas sus acepciones: ordenar, imponer, avasallar, ser prepotentes, reprimir, encarcelar, matar y gozar de total impunidad.
El problema es de percepción: los mandatarios son ellos, pero los mandantes son los integrantes de la sociedad. Y eso hay que asimilarlo.
Algunos analistas se refieren a los políticos como los empleados de la sociedad. En Veracruz, dice la periodista Claudia Guerrero Martínez, Javier Duarte es el empleado de los veracruzanos. Y tiene toda la razón.
De ahí para abajo, todos los integrantes del gobierno estatal, los diputados, los jueces y magistrados, los alcaldes y todas sus esferas burocráticas, son empleados del pueblo.
A ellos se les dio el mandato, pero para que lo ejerzan a favor de la sociedad, no contra sus intereses. Que un gobernador o un alcalde tengan el mandato no los hace superiores a quienes le dieron ese mandato, o sea a quienes los eligieron.
Las acciones de gobierno deben ir enfocadas a favor de la sociedad y cuando no es así, o cuando hay actos de corrupción de por medio, el pueblo puede enfrentarlos, reclamarles, ejercer su derecho a la protesta, su derecho a que las decisiones desatinadas sean rectificadas o los abusos, castigados.
El mandato revocatorio debiera ser un derecho constitucional. Cuando los gobernantes le fallan al pueblo, cuando roban, cuando abusan, cuando atropellan y reprimen, cuando se enriquecen impunemente usando los recursos del pueblo o traficando influencias, debieran ser echados del poder, porque quien otorga el mandato es el pueblo y el pueblo, por cuestión de lógica y de ética política, debiera retirarlo.
Pero mientras eso ocurre, mientras cristaliza la demanda del mandato revocatorio, lo que el pueblo debe hacer es castigar a los malos gobernantes, a los malos políticos, a los malos candidatos. Y una forma de hacerlo es ejercer un voto de castigo en las urnas, en la próxima elección del 7 de julio.
Javier Duarte viene capoteando una crisis financiera que ha sumido a Veracruz en el pantano. No hay desarrollo. La pobreza sigue igual y no hay cómo revertirla. El empleo escasea y es mal pagado. El nivel educativo es deplorable porque aquí, en Veracruz, se sigue solapando el viejo esquema sindical, el elbismo, que tanto ha dañado a la enseñanza.
Los ayuntamientos viven sus propias crisis. No hay dinero para obra y desarrollo pero sí para que los alcaldes y los caciques se enriquezcan. Algunos tienen fastuosas mansiones, dinero en los bancos y debajo del colchón, compañías constructoras, caballos finos, autos de lujo, mientras al pueblo que se lo lleve la pobreza y también la tristeza.
Algunos de esos depredadores pasan de una diputación a una candidatura a la alcaldía; otros siendo diputados dejan el cargo y buscan ser presidentes municipales; otros se separan de la alcaldía y pretenden ser diputados en el Congreso de Veracruz donde ya antes pasaron sin pena ni gloria, donde no presentaron una sola iniciativa de ley y donde eran el hazmerreír de sus compañeros de curul.
Podridos como están, profundamente corrompidos, difícilmente esos políticos y los partidos que los postulan podrían traerle un beneficio a Veracruz. De ahí que la elección del 7 de julio sea el escenario ideal para aplicarles un voto de castigo, sacarlos del poder, cerrarles la puertas y enviarlos al cesto de la basura, que es donde debieran estar.
El mal gobierno, los malos alcaldes, los malos diputados, los caciques asesinos, los funcionarios venales, arbitrarios, represores, todos ellos sinónimo de corrupción, no debieran permanecer ni un minuto más en el poder.
El pueblo debiera, cíclicamente, darse la oportunidad de la alternancia, evitar que un partido o un político, se eternice en los cargos, vía hermanos, sobrinos, testaferros, prestanombres de nula moral, bandoleros como quienes los sitúan en el poder o quienes desde las alturas los encubren, por el daño que finalmente se le hace a la sociedad.
El voto de castigo también es un derecho de la sociedad. Hay que ejercerlo.
(romoaya@gmail.com)(@moralesrobert)
FUENTE:PLUMAS LIBRES