Por: Alejandro Páez Varela
Hace poco tiempo me contaban de un columnista que tiene por costumbre ir de funcionario en funcionario pidiendo dinero, cada equis tiempo, bajo la amenaza de exhibirlos públicamente. Primero los del más alto nivel, luego delegados del Distrito Federal. Me quedé en que varios de ellos se organizaban para grabarlo y ponerle un hasta aquí. No se si lo hicieron, pero así de molestos estaban. Quien me lo contó es uno (no defino su sexo) de primer nivel que no quería darle un peso. No me sorprendió en lo absoluto, ni el periodista ni los funcionarios, porque es conocido que unos y otros se corresponden: los corruptos tienen a la mano a sus corruptores. Esos personajes existen en el medio periodístico porque hay quienes les dan dinero por distintas vías: desde los contratos como “analistas” y “consejeros” hasta supuestos pagos de publicidad.
Las oficinas de comunicación social tienen a sus favoritos o de plano, ciertos periodistas se apoderan de esas oficinas de comunicación social. Nada nuevo. Y no sólo es en la Ciudad de México, sin también a nivel local. Muchos periodistas “independientes” son incorporados a nóminas, o reciben “igualas” mensuales, ellos y sus medios “independientes”, por supuesta difusión que no es otra cosa que compra de favores.
El cochinero es muy parejo y extendido. El periodista del que me hablaban no es el único y seguramente les había hartado su desfachatez o sus modos (y sí, el tipo es rudo hasta de trato). Se dice que Elba Esther Gordillo le dio una casa o un departamento a cierto periodista poderoso y corrupto como pocos, pero quienes trabajan con él o se benefician de sus “esfuerzos” simulan. Se sabe que muchos cobran “cierto porcentaje” por “coberturas” y que la empresa donde laboran, que a veces es de ellos mismos, cobran el resto.
Periodistas y políticos se guardan secretos gracias a estos arreglos ilegales y así la máquina de la corrupción queda enaceitada, durante años. Los que pagan estas prácticas son los contribuyentes, por supuesto; y la sociedad civil, que avanza a cuentagotas porque no hay causa pública, por más ruidosa que sea, que pueda prosperar si no fluye el dinero. Los gobernadores más rudos tienen presencia permanente en los medios nacionales; publicitan todo: carnavales, ferias de libros, ferias y exposiciones y no se diga informes de gobierno. Además pagan por notas específicas sobre temas concretos, independientemente de que sus boletines tienen cause sobre todo en las páginas de internet.
El dinero fluye en dirección contraria al camino de la democratización y la profesionalización de la prensa mexicana. Los que pagan por esa perversión son los periodistas, pero sobre todo los ciudadanos. Políticos de todos los niveles pueden mantenerse en la palestra durante años gracias a que tienen dinero; imagínense, por ejemplo, todo lo que habrá pagado Javier Duarte: fue el tesorero en la administración anterior y ahora es el Gobernador. O imagínense lo que han gastado líderes del PRI en el Congreso, o los dirigentes sindicales, o los secretarios de Estado, etcétera.
Es una derrama permanente y bien enaceitada. Esa corrupción es, sin más, crimen organizado; le llamamos de otras maneras pero lo es. Y creo que pasarán muchos años antes de que pueda ser erradicada. Es cierto que hay nuevas generaciones de periodistas que crecieron en medio de la podredumbre y se alejan de ciertas prácticas. También es cierto que los medios no educan (analicen la carrera de los directivos de la prensa mexicana) y que es un asunto de vocación personal empujar por la transparencia.
Pero siento que vamos demasiado lentos hacia una profesionalización real del periodismo en México por muchas circunstancias que, desgraciadamente, se escapan del control de las mayorías. La transparencia en la asignación de la publicidad, por ejemplo, debería ser una exigencia de todo periodista mexicano. No lo es. Y no lo será, porque los medios no están dispuestos a difundir sus cifras porque revelarán detalles de su línea editorial. Sólo los ciudadanos, los legisladores, los partidos y los mismos gobiernos podrían hacer algo al respecto porque no vendrá de la misma prensa transparentar sus ingresos o empujar a que los gobiernos lo hagan. La cultura de la corrupción es muy poderosa.
Los que denuncian se van quedando aislados mientras que los corruptos y corruptores asumen las posiciones de liderazgo. Y esto no es sólo en los medios: es en los partidos, en los gobiernos, en las policías. El poder es un seductor implacable y en estas sociedades, poder es dinero. Desgraciadamente. El “un político pobre es un pobre político” del cínico Carlos Hank González se aplica a todas las profesiones.
Por eso, en este México que vivimos, el Presidente Enrique Peña Nieto puede no presentar su declaración patrimonial y hablar de “donaciones” cuando era Gobernador del Estado de México sin decir de quién, por cuánto y para qué.
Y nadie dice nada. Al final, la corrupción somos todos: los que callamos y los que nos corrompemos; los que volteamos el rostro y los que ponemos la mano o la extendemos con billetes; los que pudiendo hacer algo (la oposición) no lo hacemos por comodidad: a ver, ¿por qué PRD y PAN no han pugnado por hacer obligatorio que los gobiernos de todos los niveles y las oficinas públicas y los partidos digan exactamente cuánto le dan a cada medio, por qué razones y bajo qué criterios? ¿Por qué no es parte de su agenda?
En realidad, un periodista que acostumbra ir de oficina en oficina pidiendo su “moche” es poca cosa frente al mar de corruptelas. Poca cosa. La simulación es uno de los grandes males del mexicano –y de la prensa mexicana–: cerrar los ojos a la corrupción, creo, es lo mismo que ejercerla. Y no tengo una moraleja sobre esto, ni un colofón. Simplemente escribo porque veo.