Por Elena Poniatowska
Raúl Álvarez Garín muere en los días del asesinato de 22 personas en Tlatlaya, estado de México, y otros 22 muertos en dos días en Chihuahua, muere en el momento en que fueron asesinados cinco normalistas en Ayotzinapa, muere en medio de una cacería de opositores en Morelos. ¿Qué diría Raúl del joven futbolista de 15 años, Josué Evangelista, cuyos tenis aparecen encima de su ataúd porque vino a jugar fut como parte del equipo de Los Avispones y encontró la muerte en su autobús volcado por obra de pistoleros y policías en la carretera Iguala-Chilpancingo? ¿Qué diría de la muerte de tres jóvenes el 21 de septiembre en Maravatío, a mano de cinco policías michoacanos?
Álvarez Garín muere en un país en manos de la guerra sucia contra el narcotráfico, en un país que nos hostiga, en un país en el que se encarcela a los adolescentes, se les acusa y se les considera violentos, alcohólicos, drogadictos, desertores de la escuela, ignorantes, inservibles. ¿Qué diría de un país en el que se mata a los chavos, en un país despiadado con su gente pobre, despiadado con los migrantes, implacable con los niños, un país que daña a sus habitantes, un país en el que todos los mexicanos podrían preguntarse: ¿Quién nos protege? ¿En dónde hemos venido a asentarnos?
Raúl Álvarez Garín dio su propia vida y la dio a los demás como ningún otro. Lo veo siempre joven, siempre dispuesto a resarcir, a comprender, a curar, a ofrecer alternativas, a sugerir una vida distinta, un país distinto. Él creía en un país distinto. Darle a todos podría ser el lema de Raúl.
Dos años y medio de prisión no lo cambiaron, como tampoco lo cambiaron sus meses de hospital (la enfermedad es también una prisión). En 1972, ya libre, salió decidido a levantar una estela en la plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. También quiso hacerle un juicio al ex presidente Luis Echeverría y sentarlo en el banquillo de los acusados, condenarlo durante dos años a arresto domiciliario. Logró sus objetivos acompañado por Félix Hernández Gamundi, a quien le debo mis condolencias. También logró su Comité 68 que encabezó con fuerza, sin perder jamás la paciencia. Publicó los gruesos tomos de los juicios a los estudiantes acusados hasta de 19 absurdos delitos, logró acompañar a Cuauhtémoc Cárdenas en quien creía, logró hacernos reflexionar sobre lo que sucede en nuestro país, en la explotación, en la desigualdad, en la estupidez y la mezquindad política, pero también nos hizo pensar en la música a través del amor a Santiago, su hijo músico, y a su hija Manuela, luchadora social como él y como la Chata Campa. Hablaba de Joan Baez, de quien se enamoró antes de hacerlo de la Chata (tenía buen gusto) y nos hizo saber mediante conferencias, artículos y sobre todo la revista Punto Crítico (sus colaboradoras fueron Magdalena y Carmen Galindo) que México era un país en el que había mucha gente buena a pesar de las masacres, las detenciones arbitrarias, las desapariciones forzadas y otras miserias.
Todos los días visitaba a Manuelita, su madre, la gran maestra de matemáticas. Incluso tenía en la sala-comedor su mesa para trabajar en su compañía. Era omnipresente. Seguirá siéndolo. Continuará vigente en nuestras tareas cotidianas. Aunque en la noche del 26 de septiembre de 2014 lo perdimos físicamente, sabremos honrarlo como él supo rendirle tributo a las víctimas de la violencia de Estado. Espero que también estemos a su altura, la que él alcanzó al confrontar con cada acto de su vida la criminal negligencia de quienes no han sabido cuidar al país a diferencia de presidente Lázaro Cárdenas, que sí se responsabilizó de los que nada tienen.