Claudio Lomnitz
La fuga de El Chapo ha
sido el Waterloo mediático en que el Estado mexicano terminó de perder la
guerra al narco. La guerra está perdida ya. Ahora toca asimilar la
tragedia de los últimos años en toda su dimensión, y cambiar de estrategia.
Mientras antes mejor. Habrá que pasar de una guerra que no se pudo ganar a una
política orientada por especialistas en salud pública abocados a la
minimización de daños de la droga, hermanada a una política de sanación del
sistema de justicia mexicano, que está herido de muerte.
En artículo reciente
en Milenio, Héctor Aguilar Camín nos recuerda que la guerra
del narco tiene ya en su haber más muertos que la
guerra de Estados Unidos en Irak. A un costo así de exagerado, hay que sumar un
número desconocido de heridos, otro enorme de mujeres violadas, otro de
personas secuestradas, elevadísimos gastos en cárceles, y mucho sufrimiento en
ellas, frecuentemente por personas que pueden ser inocentes, o que son
culpables de crímenes menores. Por otra parte, en un artículo reciente en El
Financiero, Eduardo Guerrero menciona que el gasto en 2013 en
prisiones de alta seguridad en México fue de 17 mil millones de pesos, lo que
se traduce en casi 750 mil pesos anuales por cada preso. Fue lo que costó
mantener al Chapo encerrado mientras construía su túnel.
El precio de la
guerra contra el narco en su conjunto no es menos exagerado.
En junio de 2014 la revista Forbes publicó el dato de que en
2013 la guerra había costado más de 172 mil millones de dólares –el doble de la
deuda externa de México– y 9.4 por ciento del PIB. En ese mismo año México
gastó 6.2 por ciento del PIB en educación según la OCDE, y también arribita de
6 por ciento del PIB en salud (según el Banco Mundial).
Más de cien mil
muertos (si damos a los desaparecidos por muertos) y más dinero anual que el
que se dedica a educación o a salud. ¿Y todo para qué? En lugar de reducirse,
el consumo de drogas en México ha aumentado, a veces de manera importante.
Tampoco parece haberse detenido la exportación de drogas como heroína y
metanfetaminas a Estados Unidos. Al contrario, hoy hay una epidemia de uso de
heroína hecha en México en el país vecino, y se calcula que 90 por ciento de
las metanfetaminas que se consumen allá vienen de México (fabricadas con
químicos precursores importados de China).
Por otra parte, los
pobres drogadictos de México –que son cada vez más– están siendo tratados en su
mayoría en instituciones semiclandestinas conocidas como anexos –que
no cumplen con la normativa de la Secretaría de Salud por la simple razón de
que no tienen los recursos económicos para cumplirla: los anexos se mantienen
con donativos de los familiares de los drogadictos, que en su mayoría son
pobres. Según los estudiosos, hay tan sólo 65 centros de tratamiento
residenciales certificados en el Distrito Federal, y entre mil y 4 mil anexos (no
certificados, pero necesariamente tolerados), donde las familias pobres o de
clase media baja pagan por mantener encerrados y en tratamiento a sus adictos.
¿Qué clase de apoyo les brinda la política supuestamente antidrogas del Estado
mexicano? Ninguna.
La guerra al narco ha
sido un fracaso. Pero, además, con el episodio del Chapo, se
puede hablar ya de una franca derrota. ¿Por qué? Veamos. En los últimos meses
las fuerzas armadas de México han recibido críticas, cada vez más fuertes, por
abusos de derechos humanos. Las matanzas de Tlatlaya y de Tanhuato han puesto a
las fuerzas armadas a la defensiva respecto de sus métodos.
En el número de julio
de la revista de Nexos, Catalina Pérez Correa, Carlos Silva y
Rodrigo Gutiérrez presentan cifras bastante perturbadoras sobre la letalidad de
los enfrentamientos entre Ejército y narcos. Los autores construyen
su índice para medir la letalidad de los enfrentamientos entre 2008 y 2014
porque en un contexto de impunidad generalizada, y a falta de
instituciones de procuración de justicia que detecten e investiguen estos casos
eficazmente, surge la necesidad de construir indicadores que permitan la
evaluación del uso legítimo y proporcional de la fuerza letal por parte de los
distintos cuerpos de seguridad. A falta de un sistema de justicia funcional,
dependemos de indicios como el índice de letalidad. Los autores muestran,
a partir de datos oficiales, que la razón de heridos a muertos en los
enfrentamientos entre la Policía Federal, el Ejército y la Marina y grupos de
civiles (presuntamente narcotraficantes) preocupa: hay muchos más muertos por
enfrentamiento que heridos en cada enfrentamiento. Esta situación coloca a las
fuerzas armadas en una situación de vulnerabilidad social y política –pueden
ser investigados o sometidos a severas críticas por abusos de derechos humanos,
o por perpetrar matanzas.
Y ahí es donde entra,
como acicate, la fuga de El Chapo –que sigue, hay que
recordar, a episodios en que jueces han soltado sin más a narcos tan
importantes como Rafael Caro Quintero y El Menchito. Desde el
punto de vista de las fuerzas armadas, ¿vale la pena entregar a un narco al
brazo civil de la justicia? La fuga del Chapo no es acaso un
aliciente para matar antes que entregar vivo a cualquier narco que
se considere peligroso? La fuga de El Chapo –que revela una
fractura de verdad profunda del sistema de procuración de justicia– coloca a
las fuerzas armadas y a la Policía Federal en un verdadero dilema: están ahora
más que nunca bajo escrutinio por episodios como Tlatlaya, Apatzingán y
Tanhuato, pero ya saben de sobra que la justicia civil es totalmente inútil.
Las fuerzas armadas no podrán seguir matando sin pagar un costo político. Pero
tampoco pueden entregar sospechosos de genuina peligrosidad sin que salgan por
la puerta ancha, como salió Caro Quintero, o por una más angosta, como salió
ahora El Chapo. No hay base para creer en una reforma al sistema
judicial que funcione a corto plazo. En otras palabras, la guerra ya se perdió.