Peor que el Estado fallido, el Estado criminal.
O sea, Veracruz. Es el que describe Alejandro Solalinde. Es el Veracruz fiel y
el Veracruz próspero donde Los Zetas hallaron “tierra fértil”, donde se ejerce
el sicariato forzado, donde se impone el terror contra la prensa crítica.
Tiene voz profética este hombre de Dios. Su apostolado, el de los migrantes que
son vejados y extorsionados, lo conduce a la denuncia, a exhibir las redes de
complicidad, los enredos de la Migra y el crimen organizado, la impunidad que
se gesta desde el seno de la instituciones para dejar el delito sin castigo.
Vuelve Alejandro Solalinde Guerra a Veracruz y acusa sin reservas lo que ya ha
dicho pero que no deja de ser: es un cementerio monumental, una fábrica de
desaparecidos, ahí el sello, las huellas de la delincuencia que secuestra y
dispone de la vida de los demás.
De nuevo en Veracruz, el director del albergue Hermanos en el Camino, titular
de la Pastoral Social de Movilidad Humana en el Pacífico Sur del Episcopado
Mexicano, agarra parejo. Fustiga a autoridades municipales y estatales,
policía, criminales y Migración. Y por qué no, señala la pasividad, la
indiferencia, el disimulo, la condición cómoda, insultantemente cómoda, de la
jerarquía católica.
Habla el Premio Nacional de Derechos Humanos 2012 del reclutamiento de
migrantes, principalmente hondureños, forzados por el crimen organizado a
convertirse en sicarios, en asesinos por encargo, en secuestradores, en
extorsionadores, y una vez realizada su misión, asesinados a mansalva,
depositados sus restos en fosas clandestinas, Veracruz entre las que mayor
número acumulan.
Miles de centroamericanos —dice Solalinde— no alcanzaron el sueño americano.
Habitan en penales mexicanos, procesados o condenados por haber ingresado a las
filas de la criminalidad.
“Están por extorsión —refiere el sacerdote—, uno que otro por secuestro, pero recuerden
que en el apogeo de Los Zetas los obligaron, los arrastraron a un sicariato
forzado, y ellos tuvieron que participar contra sus mismos compañeros migrantes
y algunas veces contra la misma población”.
Son alrededor de 150 migrantes. “Algunos, de verdad, son inocentes —precisa—,
porque fueron obligados porque o le entraban o los mataban. No había de otra. Y
entonces creo que ha faltado de parte de la justicia general y de parte de la
justicia en Veracruz, el ver esos casos y estudiarlos realmente y que se haga
justicia”.
Veracruz es el purgatorio de la prensa crítica. Una línea de texto, una
denuncia, un comentario, una imagen, pueden ser la diferencia entre la vida y
la muerte. Javier Duarte tiene dos preseas: una política hostil hacia las voces
que exhiben su desastroso gobierno y 14 periodistas asesinados en sus casi
cinco años de administración.
Desdeñoso, insultante su cinismo, Javier Duarte dice que todo se aclara, que
los periodistas son asesinados pero no por lo que escriben, que su gobierno resuelve
y encarcela, que el gobierno federal ha tomado la mayoría de los casos.
Monumental su mentira, no tiene un solo detenido que haya recibido sentencia,
ni tampoco una sola historia que case con la verdad.
Habla, pues, Alejandro Solalinde de impunidad de Estado, de indiferencia, de
omisión, en la esfera federal y estatal, sin mover un dedo para evitar que la
cadena de asesinatos de periodistas sea frenada.
“Pareciera que en Veracruz —puntualiza— hay una total impunidad hacia la
persecución y asesinato de periodistas. Ni autoridades federales ni estatales
vemos que hayan hecho algo. Tal pareciera que nadie va a poner un alto. El
gobierno de Peña Nieto es cómplice del de Javier Duarte, un gobierno criminal”.
Mira con recelo al clero veracruzano, que abandona a su pueblo, que no
reacciona ante la violencia, que enmudece.
“Están viendo al lobo mayor, los pastores, desde la barrera —acusa—. No van a
romper esa barrera porque no fueron formados para eso, pero hay que decir sí
pueden cambiar, si quisieran”.
Solalinde revela lo insólito: los jerarcas católicos saben dónde hay fosas con
desaparecidos. Lo saben pero callan. Rehuyen la verdad. Se alejan de la
justicia.
No hablan los prelados por su formación, porque el Vaticano los conmina a no
agredir a otros estado, al estado político.
“Estos obispos que tenemos en la provincia eclesiástica de Veracruz —agrega—,
yo insisto son personas buenas, son personas educadas pero a ellos los formaron
así. A ellos los formaron de tal manera que el Estado del Vaticano (sostiene
que) un Estado no se puede meter con otro Estado porque no se puede. Cristo no
fundó ningún Estado y fundó la Iglesia para que profetice”.
A veces es rudo Solalinde hasta con los suyos. Visita Veracruz y les da con
todo. Advierte de las complicidades por omisión, de la indiferencia por
comodidad.
“Duele ver a los pastores —explica— que fueron formados para ser
administradores, para permanecer cómodamente, porque un Obispo tiene una
posición privilegiada porque es como un príncipe pero para colmo de males también
tiene miedo, porque con todas esas características la formación que han dado a
los obispos no responden a los riesgos, no responden a los peligros y asuntos
que tenemos”.
Hay una brecha entre clero y feligreses. El pueblo camina solo. Sufre la violencia,
vive la extorsión, atestigua el baño de sangre, los mutilados que son arrojados
por doquier, narcomantas y mensajes, el enredo de la autoridad con la
delincuencia. Y el clero inmóvil, pasivo, degradado.
“Una situación tan grave —señala— como fue y como es la de los migrantes, el
sicariato forzado, Veracruz sigue siendo un centro de sicariato forzado,
desapariciones de jóvenes. Veracruz hay que decirlo es una fábrica de
desapariciones y el ambiente católico sigue de una manera administrativa,
condenando lo que no le parece”.
Su paso por Veracruz, este jueves 27, sacude a todos. Irrita al gobierno
duartista, principal blanco de sus críticas, a la jerarquía católica que calla
y vuelve a callar, cómplice por su tibieza cuando hay que traer a cuentas a
Javier Duarte.
Latente, el tema sigue siendo la corrupción. Actúa el crimen organizado como
cazadores de seres humanos, como reclutadores de hombres y mujeres que abordan
el tren de la muerte, que trepan en La Bestia, que pagan su cuota o se ven
arrojados con saña, golpeados, heridos o asesinados.
Y a todo eso hay algo peor que la indiferencia de la policía: la complicidad.
Sirvió la policía en un principio, como informante. Vaya uso que le dio al
equipo de radiocomunicación, a las unidades motoras, al armamento, cuyo costo
se sufraga con recursos públicos, con dinero del pueblo.
Luego la policía se dedicó a extorsionar, reclutar, integrar bandas, robándole
el negocio a un rival de cuidado: el crimen organizado.
Funesto el panorama, nada hace Javier Duarte para revertir el Estado criminal.
Es el que atenta contra los periodistas o deja impunes sus crímenes. Es el que
es indiferente a los migrantes que son obligados a convertirse en sicarios. Es
el que niega que Veracruz sea un cementerio monumental, una fábrica de
desaparecidos, “tierra fértil” donde se ejerce el sicariato forzado.
Peor que el Estado fallido es el Estado criminal. Ese es Veracruz.