De esta manera se
da a conocer lo que esta ocurriendo en la entidad veracruzana, al gobernador Miguel
Ángel Yunes Linares no ha cumplido con sus gobernantes en el rubro de la
inseguridad, empleo y justicia a los miles de desaparecidos y se la ha pasado
en campaña política electoral para apuntalar a su partido político (PAN) y a su
hijo conocido como el chiquiyunes como
candidato a gobernador.
He aquí la nota que
se publica en New York Times:
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‘Es muy fácil matar
periodistas’: La crisis de la libertad de expresión en México
Por AZAM AHMED 29 de abril de 2017
Daniel Berehulak
para The New York Times
TIERRA BLANCA, México — Las llamadas son cada vez
más frecuentes: hallaron otro cuerpo, desmembrado, con la ropa hecha jirones,
con heridas de bala. El teléfono suena de día, a la medianoche y a la
madrugada.
Los colegas se reúnen de inmediato para rendirle
honores; sus fotografías y mensajes son un testimonio sombrío de otro
periodista que murió aquí en el estado de Veracruz, al este de México: el lugar
más peligroso para ejercer el periodismo en todo el hemisferio occidental.
“Ya tiene rato que hemos estado viviendo en este
infierno”, cuenta el periodista Octavio Bravo, mientras mira fijamente el ataúd
de un colega muerto a balazos el año pasado. “No te imaginas la impotencia, la
frustración que sentimos”.
México es uno de los peores países en el mundo para
ejercer el periodismo. Hasta la fecha hay registro de 104 periodistas
asesinados desde el año 2000, y otros 25 están desaparecidos y, se cree,
muertos. En la lista de los lugares más mortíferos para ser reportero, México
está ubicado entre Afganistán, un país devastado por la guerra, y Somalia,
categorizado como Estado fallido. El año pasado fueron asesinados once
periodistas mexicanos, la mayor cifra durante este siglo.
Hay pocas esperanzas de que la situación cambie en
2017.
Marzo ya fue el peor mes desde que hay registros,
según los datos del capítulo
local de Artículo 19, grupo que monitorea la violencia contra la prensa en
todo el mundo. Siete periodistas fueron baleados en todo el país en marzo y
tres de ellos murieron. Fueron asesinados afuera de sus casas, sentados en sus
autos, saliendo de un restaurante o mientras hacían un reportaje, por hombres
armados que desaparecieron sin dejar rastro.
Los motivos detrás de los asesinatos varían: hay
matones de carteles del narcotráfico molestos por una cobertura audaz en su
contra, hay funcionarios públicos corruptos que quieren silenciar a los
críticos, así como violencia arbitraria e, incluso, casos de reporteros que
cambiaron de bando y se unieron a los mundos criminales que cubrían.
De acuerdo con los datos del gobierno, servidores
públicos como alcaldes y policías han amenazado a los periodistas con más
frecuencia que los carteles; eso pone en peligro las investigaciones y
despierta dudas sobre el compromiso del gobierno para hallar a los
responsables.
Algunos periodistas fueron torturados o asesinados
a petición de alcaldes; otros fueron golpeados en sus redacciones por hombres
armados bajo órdenes de funcionarios locales y policías, que habían amenazado
con matar a los periodistas por sus coberturas.
No obstante, de los más de 800 casos graves de
acoso, ataques u homicidios contra periodistas en los últimos seis años, solo
han sido emitidas dos sentencias por la fiscalía creada especialmente para
investigar delitos contra la libertad de expresión.
“No es que no puedan resolver esos casos, sino que
no quieren o no los dejan”, comentó un funcionario de alto nivel que pidió
mantener su anonimato por miedo a represalias por parte del gobierno. “Es una
cuestión política. Los periodistas muertos hacen quedar mal al gobierno, pero
es peor si su muerte se debe a que estaban haciendo su trabajo”.
Daniel Berehulak para The New York Times
El gobierno responde a las críticas con el
argumento de que ha aprobado leyes que protegen a los periodistas y que les ha
entregado botones de pánico, equipo de vigilancia e incluso les ha contratado
guardias armados en casos en los que la amenaza es considerada lo
suficientemente seria.
“Es un hecho indefectible que en México existe el
ejercicio de la libertad de expresión”, indicó en un comunicado la Procuraduría
General de la República, y señaló que “este constante ejercicio ha implicado
riesgos y obstáculos”.
Añadió que todos los ataques contra los medios son
investigados a fondo y que se toman medidas exhaustivas para la protección de
los periodistas, “un ejemplo del esfuerzo que hace el Estado Mexicano para
hacer valer” la libertad de expresión “y oponer ante cualquier amenaza que
atente en contra de su libre ejercicio”.
Cientos de periodistas han sido puestos bajo
protección gubernamental en años recientes. Ninguno de ellos había sido
asesinado, hasta julio de 2016, cuando un reportero de nota roja que había
recibido varias amenazas de muerte fue baleado afuera de su domicilio y murió
camino al hospital.
Los mismos funcionarios que dirigen el programa de
protección reconocen que gastar millones para prevenir el asesinato de los
periodistas no es suficiente para atender la situación.
“Es un problema que no se resuelve con la
protección, uno por uno, de los periodistas”, dijo Roberto Campa Cifrián,
subsecretario de derechos humanos de la Secretaría de Gobernación. “Sin duda
tenemos un enorme reto, que es el de la impunidad.”
Las consecuencias para México son mucho más graves
que unas cuantas muertes más en un país donde el 98 por ciento de los
homicidios quedan impunes. En la opinión de muchos periodistas, la
delincuencia, la corrupción y la indiferencia están acabando con la premisa
básica de una prensa libre, así como con un pilar central de la democracia del
país.
“La libertad de expresión en México se convierte en
un mito”, dijo Daniel Moreno, director general de Animal Político, una agencia
de noticias independiente. Dado “que el gobierno federal es incapaz de resolver
casos de violencia, y que aparte ejerce esta misma, entonces el estado del
periodismo nacional legítimamente se puede considerar en estado de emergencia.”
Tras casi una década de violencia en aumento contra
los medios, ya sea por parte del crimen organizado o de funcionarios, la
prensa se ha adaptado… al censurar buena parte de lo que informa. La
autocensura no solo es común, se podría decir que es casi la norma.
En marzo una respetada periodista recibió
ocho tiros cuando salía de su casa para llevar a su hijo a la escuela. En
respuesta, uno de los periódicos para los que escribía anunció su cierre de
manera repentina y lanzó una advertencia sobre el paisaje mortífero en el que
los periodistas se ven obligados a vivir.
“Luchamos contra corriente, recibiendo embates y
castigos de particulares y gobiernos por haber evidenciado sus malas prácticas
y actos de corrupción”, escribió el editor en jefe de El Norte en
una carta abierta. “Todo en la vida tiene un principio y un fin, un
precio que pagar. Y si esta es la vida, no estoy dispuesto a que lo pague ni
uno más de mis colaboradores, tampoco con mi persona”.
“El gobierno federal es incapaz de resolver casos de violencia, y aparte
ejerce esta misma, entonces el estado del periodismo nacional legítimamente se
puede considerar en estado de emergencia.”
DANIEL MORENO, DIRECTOR GENERAL DEL MEDIO ANIMAL POLÍTICO
El presidente Enrique Peña Nieto ha prometido
atender la violencia contra los medios nacionales.
No obstante, el gobierno federal ha
sugerido de manera reiterada que los delitos contra los periodistas no son
ataques a la libertad de expresión, lo cual quiere decir que no ameritan la
participación del gobierno federal. Los investigadores federales han revisado
117 casos de asesinatos de periodistas desde el 2000, pero solo decidieron
investigar ocho. De esos ha sido resuelto uno.
En ocasiones, algunas autoridades se apresuran a
decir que el asesinato de un periodista no está relacionado con su labor poco
después de que se dé a conocer la muerte y mucho antes de que siquiera arranque
la investigación.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación emitió
una decisión en marzo que dicta que todos los delitos contra los periodistas
deben enviarse a los tribunales federales. Sin embargo, la decisión de la corte
todavía no es vinculante y solo aplica para delitos nuevos, lo cual quiere
decir que una gran cantidad de casos se quedarán en los tribunales locales
donde actualmente están. Estos cuentan con pocos recursos y son muy vulnerables
a la corrupción.
Daniel Berehulak para The New York Times
Tres bolsas de basura
“En Veracruz es muy fácil matar periodistas”, dijo
Jorge Sánchez Ordoñez, cuyo padre, Moisés, fue secuestrado y asesinado hace dos
años.
Moisés Sánchez Cerezo fue editor del periódico La
Unión por más de una década, aunque, a decir de su familia, el peligro llegó
hasta que comenzó a escribir notas sobre el desvío de fondos por parte de un
alcalde local en una zona que se había tornado cada vez más violenta.
En enero de 2015, hombres armados irrumpieron en la
casa de Sánchez y lo sacaron a rastras, ante la mirada impotente de su familia.
Días más tarde su cuerpo fue encontrado destazado y los restos metidos en tres
bolsas de basura negras.
Durante meses, sus familiares y periodistas de
Veracruz exigieron que el gobierno federal investigara el caso como un ataque a
la libertad de prensa. La fiscalía especializada que se creó para proteger la
libertad de prensa se resistió a hacerlo.
“No pudimos encontrar ni una sola prueba que
sustentara esa afirmación”, dijo Ricardo Celso Nájera Herrera, el titular de la
Fiscalía Especial para la Atención de Delitos Cometidos Contra la Libertad de
Expresión (FEADLE).
La negativa dejó atónita a la familia de Sánchez,
ya que los funcionarios en Veracruz habían obtenido pruebas de que el asesinato
se había dado por fines políticos. Un guardaespaldas del alcalde de la
localidad veracruzana, Medellín de Bravo, admitió que su jefe le había ordenado
secuestrar y asesinar a Sánchez.
“Por supuesto que este caso está relacionado con su
periodismo”, aseveró Luis Ángel Bravo Contreras, exprocurador estatal de
Veracruz, a finales del año pasado.
El gobierno federal aceptó tomar el caso después de
que la familia ejerció presión de manera constante y presentó una demanda
legal. Durante los casi dos años que transcurrieron de por medio fue capturado
uno de los seis principales sospechosos y el exalcalde se dio a la fuga.
Al igual que decenas de periodistas entrevistados
en Veracruz, la familia de Sánchez tiene pocas esperanzas de que se vaya a
hacer justicia. Para ellos, las muertes de periodistas caen en el cementerio de
la impunidad que acompaña a la mayoría de los homicidios en México.
“Lo único que podemos hacer”, dijo Jorge Sánchez,
quien ha seguido publicando el periódico de su padre, “es escándalo”.
Sin relación a su labor
Este 28 de abril, por quinta ocasión, los
reporteros en la capital veracruzana, Xalapa, rindieron honor a su colega
asesinada Regina Martínez.
Usualmente ponen una placa en una plaza en el
centro de la ciudad, la cual renombran “Plaza Regina Martínez”. Los últimos
cuatro años que lo han hecho, la placa ha sido quitada por el gobierno.
Credit Felix Marquez/Associated Press
Tal vez no haya otro caso más simbólico de la lucha
de los periodistas mexicanos en Veracruz que la de Martínez, corresponsal de
Proceso, un baluarte del periodismo independiente y una revista que
históricamente ha tenido una postura crítica hacia el gobierno a nivel local y
nacional.
Sus reporteros lo han pagado caro; se encuentran
entre los más amenazados, no solo en Veracruz sino en todo el país.
Martínez, una reportera aguerrida con más de 20
años de experiencia, era vista como el ejemplo de una periodista seria que no
tenía miedo de cubrir los problemas más críticos de su tiempo, en especial los
del nexo entre la delincuencia y la política.
Martínez fue hallada en el piso de su baño, tras
ser golpeada y estrangulada, la noche del 28 de abril de 2012, un día después
de que se publicaran artículos suyos –uno
sobre la misteriosa muerte de un político y otro sobre el arresto de nueve
policías que trabajaban para narcotraficantes–.
La muerte conmocionó al país. Los periodistas aquí
son al mismo tiempo investigadores, cronistas y víctimas de la violencia y la
corrupción desatada por la guerra contra el narcotráfico. Algunos reporteros
incluso han llegado a ser partícipes; varios de los que viven en estados donde
no impera la ley admiten que han aceptado dinero de los carteles a cambio de
cambiar sus coberturas.
“No me siento bien ni orgulloso de aceptar su
dinero”, confesó un reportero de Veracruz que pidió mantener su anonimato por
miedo a represalias de los carteles. “Pero una vez que lo haces, ya no hay
vuelta atrás”.
Los colegas dicen que Martínez era intachable, una
periodista aguerrida y respetada. Si pudieron matarla a ella, entonces nadie
está a salvo.
La revista para la que trabajaba, Proceso, exigió una
investigación minuciosa y que se le diera acceso a los archivos del caso para
asegurarse de que las autoridades lo estaban tomando en serio. El gobierno
aceptó y, según periodistas y exfuncionarios, de inmediato fueron evidentes las
deficiencias de la investigación.
Del lugar de los hechos había desaparecido
evidencia como botellas de cerveza vacías, junto con rastros de ADN, ya sea a
propósito o por una labor policial pobre. Los investigadores federales que
llegaron para brindar asistencia no tenían casi nada con qué trabajar debido a
ese manejo inadecuado de la escena del crimen.
La policía afuera de la casa de
Regina Martínez, en Xalapa, donde la periodista que cubría temas de crimen
organizado fue hallada muerta en el piso de su baño. Credit Reuters
Jorge Carrasco, el reportero de Proceso que cubría
la investigación, comenzó a recibir amenazas de muerte, por lo que tuvo que ser
puesto bajo protección las veinticuatro horas del día; ello limitó su capacidad
de darle seguimiento al caso.
La versión oficial de lo sucedido decepcionó al
gremio. Las autoridades dijeron que el asesinato no estaba relacionado con la
profesión de Martínez, sino que uno de los hombres que la mató presuntamente
tenía una relación sentimental con ella y que se trató de un robo frustrado.
El sospechoso se dio a la fuga y fue detenido su
cuñado, un hombre analfabeta, acusado de ser cómplice. El hombre confesó, pero
meses más tarde, durante una audiencia pública, declaró ante el tribunal que
había confesado bajo tortura, lo que provocó que el juez anulara su sentencia.
La condena fue impuesta de nuevo por el Tribunal Superior de Justicia de
Veracruz.
Pero los periodistas veracruzanos estaban
devastados al sentir que nunca se sabría la verdad detrás de la muerte de
Martínez. Las autoridades anunciaron que el caso estaba cerrado.
Había una última opción: denunciar el caso ante la
Comisión Interamericana de los Derechos Humanos, que tiene autoridad para
iniciar investigaciones cuando se han agotado todas las instancias del sistema
judicial de un país.
Proceso prefirió no acudir ante la CIDH.
“Para ser honestos, no lo hicimos debido al miedo,
sino la inseguridad, dadas las pruebas reales de que matan a periodistas”, dijo
Carrasco en entrevista. “Cuando comienzas a recibir amenazas, ¿qué haces? Sería
poner en riesgo a aquellos que están en las calles, reporteando”.
Carrasco dijo que Proceso esperaba en vez que el
furor público resultante de la muerte de Martínez evitara que se repitiera otro
caso como el de ella.
Esas esperanzas se desvanecieron poco después.
En Veracruz se sigue matando a los periodistas y no
pasó mucho tiempo para que la muerte volviera a llevarse a un colaborador de
Proceso.
En julio de 2015, dos meses después de huir de
Veracruz tras denunciar ser víctima de acoso gubernamental —las autoridades lo
seguían e intimidaban—, el fotógrafo Rubén Espinosa fue asesinado junto con
cuatro mujeres en un departamento de Ciudad de México.
La mañana siguiente, los editores de Proceso y los
defensores de los medios marcharon y exigieron una reunión con el procurador de
la capital.
Una de las primeras cosas que les dijo fue que
el asesinato no había tenido nada que ver con el periodismo.
A la derecha, el reportero Jesús
Olivares, quien hace de voluntario con el equipo de bomberos en su tiempo
libre. Dice que la estación de bomberos le funciona como santuario cuando se
siente bajo amenaza. Credit Daniel Berehulak para The New York
Times
Vivir con precaución
Jesús Olivares escuchó la sirena de una ambulancia
mientras estaba sentado en un restaurante de mariscos tomando un refresco. Giró
en la silla para echar un vistazo por la ventana y alcanzó a ver el reflejo de
las luces rojas y blancas mientras el vehículo pasaba a toda velocidad.
“Podría ser algo”, dijo, y se levantó.
Pero, en esa ocasión, no había nota. Después de un
rápido recorrido por la autopista a bordo de su motocicleta descubrió que la
columna de humo en un campo no era un cuerpo, ni despojos, ni ningún final
macabro como los que conocía debido a su profesión como periodista de nota
roja.
En esta ocasión, se trataba de agricultores
haciendo quema de suelo.
“Nada que ver aquí”, dijo, dejando ver una sonrisa.
Durante casi tres años, Olivares ha sido reportero
de El Dictamen, uno de los diarios de mayor tiraje en Veracruz. Su trabajo es
una muestra del costo de la guerra contra el narco: cuerpos desmembrados,
balaceras, secuestros.
El trabajo ha tenido su precio. En febrero, un
comandante de policía lo amenazó de muerte si no dejaba de tomar fotos de una
escena del crimen. Él reportó el incidente y ahora lleva consigo un botón de
pánico que le entregó el gobierno, que dijo le sirve de poco consuelo. El botón
llama al mismo cuerpo policial por el que se siente amenazado.
“El gobierno es el peor”, dijo. “Por lo menos las
amenazas de los narcos son directas, claras”.
Es así como Olivares ha decidido encargarse de su
propia seguridad; al igual que la mayoría de los reporteros aquí, ha adoptado
un sistema de vigilancia y seguridad en grupo.
Habla con cautela frente a funcionarios
públicos y escribe con eufemismos para evitar términos populares que no son del
agrado de los carteles, como “balacera”, “secuestro” y “ejecución”. También se
hizo amigo de los bomberos, cuya estación se ha vuelto casi como su segundo
hogar.
Olivares entabló amistad con ellos tras la muerte
de su madre hace dos años, ya que los bomberos se llevaron su cadáver. Los hombres
asistieron a su funeral, lo cual dejó una impresión profunda en el reportero,
que se sintió agradecido por la calidez del gesto.
Al principio, Olivares comenzó a pasar algunas
noches con los bomberos para escapar de la tristeza de su casa. Cuando siguió
apareciendo por allí, le dieron un uniforme y un lugar para dormir en la
estación.
Sin embargo, una vez que las amenazas comenzaron,
sus visitas fueron más útiles de lo que hubiera imaginado: el lugar se
convirtió en un santuario, ya que estaba rodeado de defensores bien entrenados
en todo momento.
Estos días, se pone el uniforme y acompaña a los
bomberos, ayudando cuando puede mientras toma nota para sus reportajes. Le
gusta la idea de vestirse con el uniforme cuando el deber llama.
Una noche reciente, Olivares se encontraba en el
estacionamiento de la estación, ajustando su chaleco reflejante, mientras sus
amigos intercambiaban historias. Uno de ellos relató cómo, hasta hace poco, la
delincuencia organizada era quien estaba a cargo de la estación de bomberos,
como una forma de extorsionar a aquellos que necesitaban sus servicios.
La situación cambió con la llegada de un nuevo
comandante. La estación se abrió al público y los que pasaban hacían sonar la
bocina de sus vehículos como un saludo a los hombres, reunidos en la banqueta
bajo el resplandor amarillento de una farola.
Olivares parecía relajado tras haber terminado el
ajetreo del día laboral. Se retiró a la trastienda de la estación de bomberos.
Obstáculos para la justicia
A finales de julio, el periodista de nota roja
Pedro Tamayo Rosas estaba en la entrada de su casa, ayudando a su esposa con el
puesto de hamburguesas que tiene en su modesta casa de Tierra Blanca, una
ciudad de Veracruz.
Rondando las 23:00 horas, un hombre armado salió de
una camioneta negra. Pidió una hamburguesa antes de vaciar el cargador de su
arma contra Tamayo, y desapareció.
A la derecha, Alicia Blanco Beisa, la
esposa de Pedro Tamayo Rosas, con su nieto Mateo, entonces de cinco meses de
edad, durante el funeral del reportero en julio de 2016. Credit Daniel Berehulak para The New York
Times
Tamayo, quien estuvo desangrándose casi media hora
en la acera y murió camino al hospital, fue el primer periodista mexicano en
ser asesinado cuando estaba bajo protección del Estado, lo cual puso fin al
saldo blanco de los casi 500 periodistas y defensores de los derechos humanos
sujetos a un programa de resguardo gubernamental establecido hace unos cinco
años.
Después de varias amenazas de muerte, funcionarios
gubernamentales habían ayudado a Tamayo y a su familia a huir de Veracruz. Seis
meses después, sin trabajo y nostálgico, regresó y le dijo a sus amigos que
prefería morir en Veracruz que vivir en Tijuana.
Como sucede con muchos casos, no se sabe quién
ordenó el asesinato de Tamayo. Su esposa cree que la policía estuvo
involucrada. Los oficiales estacionados en su calle no fueron tras los que
dispararon, y la esposa de Tamayo afirma que uno de ellos le apuntó con el arma
cuando trató de ayudar a su marido. Ahora está convencida de que el Estado tuvo
que ver dada una serie de amenazas y el arresto de su hijo.
Los amigos del reportero piensan que los carteles
estuvieron involucrados. De acuerdo con personas cercanas, Tamayo estaba
revelando información sobre el robo de gasolina en su
tierra natal y sus alrededores.
Los peritos en el sitio donde fue
asesinado Pedro Tamayo en julio de 2016. Tamayo fue baleado cuando ayudaba a su
esposa a tomar órdenes en un puesto de hamburguesas frente a su casa.
Credit Daniel Berehulak para The New York
Times
El hecho de que puedan ser responsables del
homicidio el gobierno y la delincuencia organizada —o ambos— refleja la crisis
existencial a la que se enfrentan los reporteros en México.
La situación no acabó con la muerte de Tamayo.
Al menos no para su familia.
Su esposa, Alicia Blanco Beisa, informó a sus
abogados y a las autoridades estatales encargadas de proteger a los periodistas
que había sido amenazada en varias ocasiones por funcionarios de Tierra Blanca,
incluso en el día del funeral de su esposo.
Su casa fue incendiada y su hijo arrestado por el
robo de un vehículo, un delito en el que ella asegura no estuvo involucrado.
Blanco Beisa declaró haber recibido amenazas de un funcionario de seguridad de
alto rango que, apuntándole con un arma, le ordenó guardar silencio sobre su
marido.
El caso por homicidio está en un punto muerto, de
acuerdo con los abogados de la familia. En una reunión reciente en la
procuraduría estatal, estos le solicitaron al fiscal que incluyera el
ataque, el incendio y el arresto de su hijo en el mismo caso.
El fiscal se negó, considerando que todos eran
episodios inconexos y que no estaban relacionados con el homicidio de Tamayo,
según dijo la gente que estuvo presente en dichas reuniones.
Entonces reviró la pregunta a Blanco Beisa,
preguntándole por qué no había denunciado los hechos formalmente ante las
autoridades.
“Lo hice”, contestó Blanco Beisa, quien aseguró que
fue a las oficinas gubernamentales correspondientes a presentar las denuncias.
“Se negaron a registrarlas”.
Sus abogados, que trabajan para el grupo de defensa
de derechos de los periodistas Artículo 19, ahora están preocupados por la
seguridad de la viuda. Dicen que las denuncias de acoso contra funcionarios
públicos son una maniobra mortal en Tierra Blanca, un lugar especialmente
mortífero en un estado especialmente mortífero.
“Este es uno de los casos más emblemáticos”, dijo
Erick Monterrosas, abogado de Artículo 19.
Y como en muchos de estos casos, añadió, los
homicidas de Tamayo siguen libres.
El
cementerio donde fue enterrado Tamayo, el primer periodista mexicano asesinado
pese a estar bajo protección del Estado. CreditDaniel Berehulak para The New York Times
Paulina Villegas colaboró con este reportaje.
ARTÍCULO
19, LIBERTAD DE EXPRESIÓN, LIBERTAD DE PRENSA, MÉXICO, MIROSLAVA BREACH, PERIODISMO, RUBÉN
ESPINOSA, TIERRA
BLANCA, VERACRUZ
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CREDITO: NEW YORK TIMES