Carlos Fazio
Enrique Peña Nieto ha quedado atrapado. Atrapado, entrampado
y sin salida. Por más esfuerzos que han hecho él y su gabinete de seguridad por superar la
crisis de Estado provocada por los crímenes de lesa humanidad de Iguala, no han
podido. Al ex gobernador mexiquense le quedó grande la presidencia de la
República. Y el tan publicitadomomento mexicano se le fue al carajo: el
país está empantanado. La credibilidad del régimen, con su estela de
corrupción, intercambios de favores, opacidades y escándalos varios, está por
el piso y se ha multiplicado la indignación popular. Nadie le cree al gobierno.
Y lo peor es que Peña no entiende que no entiende, y tal vez por eso está
tan cansado el procurador general de la República, Jesús Murillo Karam.
Murillo, por cierto, político de la
vieja guardia del Partido Revolucionario Institucional, ha recurrido a todas
las argucias, supercherías y malas artes del pasado −tratándose de una tragedia (Peña
Nieto dixit) que combina la aplicación de la tortura, la detención-desaparición
forzada de 43 estudiantes y la ejecución extrajudicial de seis personas más−, y
echado mano de los propagandistas de Estado en los medios para tratar de dar
carpetazo al caso. Vamos, hasta fabricó unaverdad jurídica con pruebas
científicas, y una verdad histórica.
En realidad, Murillo y el policía Tomás
Zerón fueron construyendo y perfeccionando el caso poco a poco, casi sin
salirse del guión inicial.
En una gran maniobra de simulación
judicial y jurídica, desde un comienzo actuaron con base en una sola y
exclusiva hipótesis destinada a tratar de exculpar al Estado mexicano de la
comisión de crímenes contra la humanidad, misma que remite a un grupo de la
economía criminal (identificado como Guerreros Unidos) como
presunto perpetrador de los hechos delictivos de Iguala.
Con tozudez autoritaria, ambos
funcionarios se negaron a abrir otras líneas de investigación, en particular,
pese a numerosos indicios, la que involucra a otros actores claves que integran
la cadena de mando de la estructura de seguridad del Estado a nivel federal, y
que en el estado de Guerrero incluye territorialmente al Ejército (en
particular al 27 batallón de infantería), la Marina, la Policía Federal, la
inteligencia militar y civil (Cisen), las Brigadas de Operaciones Mixtas (BOM)
y a agentes de la PGR y del Centro de Control, Comando, Comunicaciones y
Cómputo (C4) de Chilpancingo, que monitorearon lo ocurrido en tiempo real.
Centrados en ese único objetivo:
exonerar al Estado mexicano de toda responsabilidad, los sabuesos del
procurador, la Marina y el Ejército capturaron, apremiaron, torturaron y
confesaron culpables, encontraron elmóvil, un “ modus operandi”
y hasta una lógica causal. Incluso confeccionaron un video con la
narrativa a cargo de un locutor profesional y apuntadores para obtener y grabar
algunas declaraciones autoinculpatorias. Maquiavélicos los tipos. Y no se
trata, como señalan los panegiristas del régimen, de un problema de incredulidad frente
a la versión oficial.
Además, decir que el caso Iguala
esatípico, como afirmó Zerón, exhibe un cinismo contumaz y supino. Ese cinismo
que permea al gobierno de Peña Nieto y a las clases política y empresarial,
aludido por The Economist.
Según argumentó el equipo de abogados
que asesora a los padres de los 43 desaparecidos, del montaje mediático
teledirigido por el dúo Murillo/Zerón no se puede concluir que exista plena
certeza jurídica sobre lo ocurrido en el basurero de Cocula. Además de que
existen dudas científicas sobre la versión de la PGR, es bien conocido que las
procuradurías mexicanas son especialistas en fabricar delitos y coaccionar y
chantajear detenidos, y hasta los tribunales de justicia internacionales saben
que la tortura es una herramienta sistemática y endémica en México, como
empieza a supurar del caso Iguala
Tal vez debido al cansancio provocado
por la confección de la trama mediática, al fabulador Murillo se le escapó
aclarar su teoría sobre el cruento homicidio de Julio César Mondragón,
encontrado desollado (ergo, torturado) por soldados del 27 batallón.
Con respecto a la fórmula oficial de
que a los 43 los confundieron, los secuestraron, los mataron, los
incineraron y los tiraron al río, sólo hay certeza de la muerte de Alexander
Mora, pero no existe certeza jurídica ni prueba técnica sobre la muerte de los
otros 42 (no hay prueba genética del ADN, por lo que no está acreditado el
cuerpo del delito de manera científica) ni sobre el lugar donde eso pudo haber
ocurrido; las cenizas de Alexander pudieron haber sido sembradas en el río San
Juan.
Tampoco se puede cerrar el caso ni
decretar una verdad histórica, porque no se ha indagado la responsabilidad
del Ejército a partir de los indicios que existen en el expediente, y que
apuntan a una complicidad y protección de la delincuencia organizada, por
mandos castrenses del 27 batallón desde 2013. A propósito, ¿qué pasó con las
declaraciones de los 36 militares que formaron parte de las indagatorias, según
Tomás Zerón?
Resultan truculentos, también, los
malabares del procurador para acreditar y limitar el delito de desaparición
forzada de personas, la figura jurídica adecuada para encuadrar los hechos de
Iguala. Normalmente, en la desaparición forzada existe una cadena de mando en
la que se ven involucrados varios sujetos perpetradores. En ese caso la
responsabilidad penal recae en quien sigue órdenes, pero también en el o los
superiores jerárquicos que pudieron haber ordenado la conducta delictiva, o
bien, conociéndola, no la impidieron. Lo que conlleva una responsabilidad, por
acción u omisión, de los mandos del Ejército, la Marina y la Policía Federal la
noche de los hechos, o a una total negligencia también sancionable.
En conclusión, existen muchos cabos
sueltos y lo único cierto es el interés deliberado y la intención política de
cerrar el caso y garantizar la impunidad de los eslabones superiores de la
cadena criminal que esa noche operó en Iguala.
fuente: la jornada