En su nuevo libro, Lavado de dinero y
corrupción política. El arte de la delincuencia organizada internacional,
Edgardo Buscaglia –asesor en reformas judiciales, combate y prevención del
delito organizado, así como en corrupción privada y pública– expone sus tesis
sobre la dimensión de aquel delito patrimonial y propone 20 políticas públicas
para combatirlo con eficacia. Puesto en circulación por Penguin Random House
Grupo Editorial en su sello Debate, el volumen contiene un prólogo de Carlos
Castresana Fernández, abogado y fiscal del Tribunal Supremo de España, que
Proceso ofrece a sus lectores.
MÉXICO, DF (Proceso).- Edgardo
Buscaglia es uno de los mejores especialistas del mundo en la materia, con una
vasta y reconocida experiencia. Ha dedicado la mayor parte de su carrera
profesional a investigar el fenómeno del crimen organizado desde algunas de las
universidades más prestigiosas, pero también desde instituciones globales como
la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, por sus
siglas en inglés).
Buscaglia no solamente ha estudiado
el crimen organizado y las complicidades que lo sustentan: también ha
denunciado sistemáticamente, con valentía y credibilidad excepcionales, en
conferencias, artículos científicos y periodísticos y en apariciones públicas
ante los medios de comunicación, la connivencia que desde los poderes públicos
–las autoridades nacionales e internacionales– y también desde las
corporaciones privadas y los mercados financieros, por acción o por omisión,
permite demasiadas veces a los grupos criminales crecer y desarrollarse a sus
anchas y lavar impunemente sus ingentes beneficios; ello cuando esos mismos
poderes y actores políticos y económicos no participan o encubren y lucran
directa o indirectamente con su actividad delictiva. Baste el dato
escalofriante que nos ofrece una institución tan poco sospechosa de ser
propensa a las exageraciones como es la OCDE, la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económicos: el lavado de dinero mueve anualmente
400 mil millones de dólares. Con esos extraordinarios beneficios se alimentan
la corrupción y la violencia.
El autor no se detiene esta vez en
quienes se dedican únicamente a aquellas actividades conocidamente criminales,
sino que fija su atención en otras, no menos criminales, cuyas consecuencias
destructivas para la seguridad humanas son insoslayables pero que reciben mucho
menor atención de los poderes públicos y los medios de comunicación porque son
menos visibles y causan mucha menos alarma social.
No son solamente el tráfico de
drogas, el de armas y municiones, el de recursos naturales y el de seres
humanos los delitos que tienen efectos desastrosos y a menudo letales para
miles o millones de personas; también el fraude fiscal, la financiación ilegal
de los partidos políticos, el soborno, la corrupción pública y privada, la
malversación de fondos, el tráfico de influencias, el abuso de información
privilegiada y un largo etcétera son conductas que permiten actuar libremente
al crimen organizado con el altísimo nivel de complicidad del que disfruta.
Se trata de mecanismos y
procedimientos que compran voluntades, al punto de permitir que el lavado de
dinero quede impune en 99% de los casos. El caso revelado recientemente por la
ABC, la televisión pública de Australia, que saca a la luz la connivencia entre
la mafia calabresa ‘Ndrangheta y destacados políticos australianos, tanto del
Partido Liberal como del Laborista, pone de manifiesto la cara más oscura de la
globalización. ¿Cómo pueden las organizaciones criminales estar en Italia y en
sus antípodas al mismo tiempo? ¿Cómo pueden conseguir sus integrantes más
destacados permisos de residencia en un continente mientras son perseguidos en
otro? La respuesta es obvia: les sobran el poder y los recursos para comprar o
doblegar voluntades.
Esa contigüidad entre lo público y lo
privado propicia que en los países de institucionalidad más débil la corrupción
y la delincuencia organizada –la famosa disyuntiva atribuida al narcotraficante
colombiano Pablo Escobar: “plata o plomo”– infiltren las instituciones públicas
al punto de hacerlas ineficientes, representando incluso una amenaza para la
gobernabilidad de los Estados.
Y este problema no se da únicamente
en Estados pequeños en los que impera el desgobierno, de los que hay algunos
ejemplos en Centroamérica o África: el fenómeno se presenta también en países
que suponemos sólidamente estructurados, como México o Brasil y asimismo en
naciones plenamente desarrolladas, supuestas democracias modélicas, como acabamos
de mencionar respecto de Australia.
El más grave de los escándalos
recientes se ha manifestado en Estados Unidos, luego de la publicación de la
carta de la senadora por Massachusetts Elizabeth Warren –New York Times, 4 de
junio de 2015–, dirigida a Mary Jo White, responsable de la SEC (Securities and
Exchange Commission, el órgano supervisor de la Bolsa de Nueva York), y es un
ejemplo elocuente del estado de cosas por el que atravesamos. La senadora acusa
a White de incumplir las promesas que hizo al Senado para obtener la
confirmación de su nombramiento, y de no abstenerse en más de 50 asuntos
sometidos a su conocimiento y en los que intervenían la firma de abogados de su
esposo, así como el despacho en el que la propia White había trabajado antes de
ser nombrada para dirigir la SEC. Sobre todo, la señala por haber propiciado
acuerdos extrajudiciales que dieron grandes facilidades a los bancos de Wall
Street para continuar haciendo sus negocios en la Bolsa de Nueva York, aun
después de haber admitido su responsabilidad criminal en fraudes
multimillonarios cometidos contra los inversores.
Buscaglia identifica 23 tipos
distintos de delitos económicos organizados. Su proliferación explica que en
las sociedades globalizadas los centros de decisión se hayan ido desplazando
crecientemente de los Estados a los mercados con consecuencias desastrosas para
quienes sufren esta situación, en la que las amenazas para la supervivencia y
el bienestar de los ciudadanos provienen ya no sólo de la violación de sus derechos
civiles y políticos sino también, crecientemente, de la violación de sus
derechos económicos, sociales y culturales. Según la antes citada OCDE, la
desigualdad entre ricos y pobres en los países de esta organización no deja de
aumentar: sigue siendo baja en los países escandinavos, pero se ha disparado en
México, Estados Unidos, Gran Bretaña y Grecia, entre otros.
Se diría que los Estados más
desarrollados, incapaces de competir con los emergentes y desesperados al
contemplar la deslocalización imparable de los centros de producción de sus
propias empresas a lugares tales como China, India, Brasil, Rusia o Sudáfrica
–y por qué no, también a Bangladesh o tantos otros países que sólo existen en
los mapas porque prácticamente carecen de estructuras de gobierno–, han
decidido desmantelar el Estado de bienestar para poder competir con aquellos.
En vez de obligar a los países emergentes a imponer medidas básicas ·de
protección social, los desarrollados copian sus prácticas de capitalismo
salvaje, que creíamos desterradas, confinadas en un rincón de la historia. En
España, 18% de la población vive hoy por debajo del nivel de la pobreza, casi
el doble que antes de la crisis iniciada en 2007; y vuelve a padecerse
desnutrición infantil, que había sido erradicada hace muchas décadas.
No es la de Buscaglia, sin embargo,
una visión catastrofista. Igual que identifica el problema, el autor propone la
solución. Hemos creado un monstruo que, como el de Frankenstein, ha cobrado
vida propia y ya no obedece a su creador. Existen, sin embargo, los
instrumentos para combatirle.
Partiendo de las convenciones de la
ONU contra la Delincuencia Organizada Transnacional (Palermo, 2000) y contra la
Corrupción (Mérida, 2003), Buscaglia desarrolla toda una agenda de trabajo con
20 propuestas concretas que de ser implementadas podrían conducir nuevamente al
orden al monstruo desbocado.
Para ello se necesita, antes que
nada, conciencia y participación activa de la sociedad civil, que sigue
teniendo un lugar y una responsabilidad fundamentales en las sociedades
democráticas. Es necesario fortalecer de nuevo a los Estados y reclamar a los
gobernantes electos que obedezcan a los intereses de sus electores, y no a los
de sus financiadores.
La lista de las propuestas de
Buscaglia proviene del estudio, pero también de la experiencia. Incorpora medidas
novedosas, tales como la extensión de la pena accesoria de extinción del
dominio –que ya se aplica al tráfico de drogas– a otras figuras de la
delincuencia económica, de manera que los delincuentes pierdan los bienes de
ilícita procedencia que hayan adquirido con el producto de su actividad
delictiva. Pero junto a ellas, propone también otras que provienen de las
prácticas ya ensayadas con éxito en algunos países, como por ejemplo la
reducción o eliminación de las inmunidades y aforamientos para las personas que
ocupan cargos públicos, que se crearon para proteger la función pública y a
menudo terminan convirtiéndose en el burladero detrás del que se refugian
quienes se han servido del cargo público para delinquir y enriquecerse.
Y a las propuestas sustantivas y
procesales, Buscaglia acompaña otras operativas que son fundamentales: la
creación de unidades investigadoras de inteligencia financiera, la formación de
equipos multidisciplinarios, la constitución de fiscalías y tribunales
regionales especializados en delincuencia económica, la coordinación
supranacional de las investigaciones, la creación de bases de datos
compartidas, auditorías sociales, entre otras.
No es una agenda fácil, pero es una
agenda posible y se necesita ya. Como señala Edgardo Buscaglia, hay que
desmantelar primero al crimen organizado estatal para tener seguidamente alguna
posibilidad contra el crimen organizado no estatal, y eso suponiendo que ambos
no sean ya una misma cosa, un entramado que a veces resulta imposible
desenredar. No es tarea fácil.
Sin embargo, en este barco a la
deriva a bordo del cual estamos todos, querámoslo o no, es bueno saber que al
menos tenemos una hoja de ruta: la carta náutica que nos señala los escollos
contra los que debemos procurar no estrellarnos, misma que nos indica hacia
dónde tenemos que navegar. Este libro es esa carta náutica.