En
México, pase lo que pase, nunca pasa nada, y cuando pasa, decíamos que iba a
pasar
El próximo sábado
México habrá transitado del modelo inquisitivo al acusatorio penal. Fueron
tantos los problemas acumulados a lo largo de los años que siguiendo la moda
latinoamericana determinada desde los Estados Unidos, se emprendió tan
importante transformación. El cambio comenzó con una reforma constitucional
construida con la narrativa de los defectos existentes, la búsqueda de justicia
y los beneficios esperados.
La evidente
necesidad de hacer algo se alineó bien desde las agencias estadounidenses, se
pagaron muchos dólares para que entusiastas académicos nacionales
diagnosticaran lo sabido y propusieran lo que se hacía en varios países de la
región. Tan serios análisis fueron tomados en cuenta para una reforma
constitucional mezclada con otra que buscaba distinguir entre delincuentes
ordinarios y organizados. La reforma constitucional de 2008 sumó la visión de
quienes imaginaron un derecho procesal garantista y un derecho penal para
enemigos sociales. Se abrió un razonable plazo de ocho años para hacer los
ajustes necesarios al híbrido.
Al principio, nada
pasó más allá de unos importantes experimentos aislados. Académicos metidos a
diagnosticadores comenzaron a medir los pocos avances y los magros resultados.
En la medida en que se hizo necesario el trabajo técnico y no ya la apología,
abandonaron el campo. Los legisladores y las administraciones no tomaron en
serio el plazo constitucional para las transformaciones. Suponiendo una
contrarreforma, dejaron hacer y dejaron pasar. Ni leyes, ni capacitaciones, ni
recintos, ni transformaciones se dieron por aquellos años.
En 2011 se hizo la
reforma de derechos humanos y juicio de amparo. A la gran cantidad de derechos
constitucionales que se habían dado a procesados, victimas y ofendidos, se
agregaron muchos otros de fuente internacional. Se estimó que los cambios poco
tenían que ver con lo penal. Tal vez se supuso que los nuevos derechos humanos
no podían beneficiar a las malas personas. A los meses comenzó a entenderse que
una y otra reforma se aplicarían conjuntamente y que los procesados tenían
nuevos derechos. Las alarmas se encendieron. Se retomaron algunas de las
olvidadas tareas. Se declaró que el nuevo proceso penal no se pospondría.
Apresuradamente y
con pausas, comenzaron a emitirse normas, a capacitarse personas, a hablarse
nuevamente del tema. La intermitencia y la diversidad caracterizaron el
momento. Más declaraciones que tareas cumplidas. Se supuso que el nombre
“reforma judicial” agotaba el ámbito de las transformaciones. Que la tarea a
realizar era para los jueces y por los jueces. Policías, peritos, defensores y
fiscales quedaron marginados al no estar nombrados en el objeto a reformar. Las
profesiones y sus organizaciones se ausentaron. Los abogados no se actualizaron
ni capacitaron; sus escuelas y facultades no generaron cambios educativos y las
de medicina siguieron enseñando su anticuada medicina legal. Los medios de
comunicación no formaron nuevas fuentes ni transformaron las existentes. Los
servicios periciales siguieron siendo los mismos de siempre.
Los daños sociales
e individuales que las omisiones y errores acumulados habrán de producir serán
cuantiosos. Los chivos expiatorios constituirán rebaño. Los yo-se-los-dije y
los yo-lo-sabía estarán en boca de muchos. Las apelaciones a nuestra cultura
jurídica y el rechazo a los extranjerismos no tardarán en llegar. Las baterías
se enfilarán a los jueces, primordialmente de amparo, pues a ellos les
corresponde garantizar el debido proceso y la presunción de inocencia. Como ya
pasa, de ellos se dirá que no comprenden lo que auténticamente quiso hacerse
con la reforma. Al final y trágicamente, volverán las palabras que dicen que
decía Cantinflas, un hombre serio: en México, pase lo que pase, nunca pasa
nada, y cuando pasa, ya decíamos que iba a pasar. Malos tiempos para la
justicia nacional.
Ministro de la Suprema Corte de Justicia de México. @JRCossio
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