Quemar libros en forma premeditada indica el grado de barbarie a que
puede llegar una sociedad, como se evidenció en diferentes momentos del siglo
XX, algunos de los cuales son evocados en este artículo. Es importante
rememorar los pormenores de este crimen cultural ahora que se han cumplido 80
años de la masiva combustión de obras escritas en la Alemania nazi y 35 años de
la quema de libros en Bucaramanga por parte de un furibundo inquisidor católico
que ahora ocupa una alta posición en el Estado colombiano.
“[…] el fuego destruye todo, libros incluidos, pero nunca puede destruir
los sentimientos, el saber y la Memoria”. Mempo Giardinelli
Alemania: bibliocausto nazi
El 30 de enero de 1933 Adolf Hitler fue proclamado como Canciller de
Alemania y pronto se vieron las consecuencias “culturales” de esta designación.
El 4 de febrero se dictó una ley para la Protección del Pueblo Alemán que
restringió la libertad de prensa y precisó las normas que permitirían requisar
el material impreso que fuera considerado como peligroso. El 5 de febrero
fueron atacadas las sedes del partido comunista en varias ciudades de Alemania
y se destruyeron sus bibliotecas. El 27 de ese mismo mes fue incendiado el
Parlamento, El Reichstag y se quemaron todos sus archivos.
Uno de los principales lugartenientes de Hitler era Josef Góbbels,
designado el 1 de abril de 1933 como ministro de Propaganda, quien se dio a la
tarea de “purificar” la educación y la cultura alemana. Como parte de esa
“limpieza cultural”, el 8 de abril dirigió un memorándum a las organizaciones
estudiantiles de los nazis en donde remarcaba la urgencia de destruir los
libros peligrosos, que se encontraran depositados en las bibliotecas. A finales
de marzo se inició la quema de libros, lo cual prosiguió durante todo el mes de
abril en algunos lugares del país, aunque estos hechos todavía eran algo
aislados
El verdadero bibliocausto empezó el 5 de mayo, cuando en la ciudad de
Colonia los estudiantes de la Universidad ocuparon la biblioteca y
seleccionaron los libros de autores judíos y comunistas y luego los
incendiaron. Esto anticipaba lo que vendría inmediatamente después, puesto que
el día 10 de mayo se programó una multitudinaria reunión con el objetivo de
efectuar una quema pública de libros. En la ciudad de Berlín, los estudiantes
de la Universidad Wilhelm Von Humboldt recogieron unos 25 mil libros prohibidos
y les prendieron fuego en la Plaza de la Opera, gritando consignas “contra la
clase materialista y utilitaria” y “por una comunidad de Pueblo y una forma
ideal de vida”. Joseph Goebbels en persona presidía el macabro evento y para
darle relieve al acontecimiento pronunció un discurso en el que anunciaba los
motivos de la “heroica acción” contra los libros. Sin rodeos sostuvo que “la
época extremista del intelectualismo judío ha llegado a su fin y la revolución
de Alemania ha abierto las puertas nuevamente para un modo de vida que permita
llegar a la verdadera esencia del ser alemán”. Señaló que “durante los pasados
catorce años Uds., estudiantes, sufrieron en silencio vergonzoso la humillación
de la República de Noviembre, y sus bibliotecas fueron inundadas con la basura
y la corrupción del asfalto literario de los judíos”. Según él, esa situación
se tornó intolerante y por eso “la juventud alemana ha reestablecido ahora
nuevas condiciones en nuestro sistema legal y ha devuelto la normalidad a
nuestra vida [...] Uds. están haciendo lo correcto cuando Uds., a esta hora de
medianoche, entregan a las llamas el espíritu diabólico del pasado [...] El
anterior pasado perece en las llamas; los nuevos tiempos renacen de esas llamas
que se queman en nuestros corazones [...]”i.
Se quería borrar el pasado y la memoria, para construir sobre sus ruinas
el Tercer Reich, que se pretendía iba a durar mil años. Por ello, en la hoguera
se encontraban las obras de grandes pensadores que habían enaltecido al arte,
la ciencia, la política y el conocimiento. Allí ardieron libros de Carlos Marx,
de Sigmund Freud, Heinrich Mann, Emil Ludwig, Eric Marie Remarque, Heinrich
Heine, Bertolt Brecht, Stefan Zweig, Emilio Zola, H.G. Wells, de un total obras
que correspondían a unos 5.500 autores de Alemania y otros países del mundo. Al
unísono, en otras 22 ciudades de Alemania se quemaban libros y durante ese
trágico mes de mayo millones de libros fueron devorados por el fuego, en medio
de la celebración histérica de una juventud enceguecida por el odio sectario
contra toda obra escrita que fuera considerada como judía, comunista o
antialemana.
Heinrich Heine, un poeta decimonónico de Alemania, cuyas obras también
fueron consumidas por el fuego nazi, había dicho en 1821 que allí “donde los
libros son quemados, al final también son quemados los hombres”. Esta
predicción resultó terriblemente cierta porque antes de que, literalmente,
empezaran a ser asados los seres humanos, primero se fundieron los libros que
fueron “el conejillo de indias” de los hornos crematorios que vendrían después.
Primero se calcinaron los papeles en las hogueras públicas y luego los cuerpos
de hombres y mujeres en los campos de concentración.
La “lección alemana”
de Hitler, que tendría un gran alcance durante todo el siglo XX, se basaba en
el presupuesto que la “purificación” de un país debería comenzar por la
eliminación física de los productos culturales que se definían como inmorales y
“corruptores” del espíritu de un pueblo. Algunos autores habían entendido
claramente el impacto que traería el nazismo sobre los libros, tal y como lo
anticipó el escritor Joseph Roth, quien desde antes del ascenso de Hitler había
anunciado: “Van a quemar nuestros libros”. Y en efecto sus obras también fueron
destruidas y el autor se vio obligado a huir y exiliarse en París en donde
moriría en 1939.
Chile, 1973: pinochetazo a los libros
La lección alemana de Hitler sería replicada en América Latina en la
década de 1970 y el primer país donde se puso en práctica fue en Chile. Luego
del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 contra el gobierno de Salvador
Allende, la dictadura asesina de Augusto Pinochet aparte de masacrar, torturar
y perseguir con saña a quienes habían apoyado a la Unidad Popular, inició un
proyecto de “reconstrucción cultural”, que tenía como misión principal
“extirpar” las ideas revolucionarias del alma de los chilenos, especialmente de
los jóvenes. La dictadura se declaró antimarxista y persiguió todo lo que
considerara relacionado con el marxismo, en donde se incluían libros, revistas
y periódicos.
Desde un primer momento procedió a destruir las editoriales de
izquierda, con lo cual eliminaba uno de los proyectos centrales del gobierno de
Allende, que había fundado en 1971 la Editorial Quimantú (una palabra indígena
que significa Sol del Saber). Esta empresa producía libros a bajo precio y
durante sus dos años de existencia publicó 250 títulos, que en total
sobrepasaron los diez millones de ejemplares, y llegó a editar 500 mil libros
al mes. Fue un proyecto encaminado a llevar la literatura y el pensamiento a
los más pobres de Chile, como lo recordaba años después Joaquín Gutiérrez, su
director: “La gente andaba con sus libritos en la mano para leer en los buses.
Era muy lindo el cariño que se despertó en los trabajadores por la cultura
[...] Logramos cambiar socialmente el panorama del libro, porque hasta ese
momento era privilegio de una elite”ii.
En el momento del golpe se encontraban en las bodegas de Quimantú miles
de ejemplares y otros tantos estaban en proceso de elaboración. La jauría
militar allanó la sede de la editorial y guillotinó las obras completas del Che
Guevara, junto con miles de libros de muchos autores, y no solamente marxistas.
Como para mostrar el sentido que tenía este crimen cultural, la televisión lo
transmitió a todo Chile, con el sentido de aterrorizar a escritores,
intelectuales, estudiantes y pensadores que fueran de izquierda y tuvieran
alguna relación con el gobierno de la Unidad Popular. La destrucción de libros
no fue un exceso de las primeras horas del cruento golpe de Estado, sino una
acción planificada porque cuando fueron allanadas las sedes de los partidos de
izquierda se prendió fuego a los materiales bibliográficos que allí se
encontraban. Eso sucedió con las oficinas del Partido Socialista que fueron
derrumbadas a cañonazos y quemados los impresos que allí se encontraban. A su
vez, desde las ventanas del cuarto piso de la sede del MAPU, los militares
lanzaban a la calle miles de libros.
La destrucción de
libros prosiguió durante las primeras semanas del golpe. Por ejemplo, el 23 de
septiembre fue ocupada la Remodelación San Borja, un conjunto habitacional que
había sido construido hacia poco tiempo. El allanamiento duró 14 horas y
durante ese tiempo se atizó una hoguera con libros y panfletos políticos. Allí
se quemaron miles de libros de filosofía, política, sociología, historia,
literatura, de autores de América Latina y del resto del mundo. Todo lo que se
considerara como marxista o cercano terminaba en la hoguera.
El historiador uruguayo Carlos Rama, quien presenció en forma directa
estos viles acontecimientos, relató que los allanamientos se repitieron miles
de veces a lo largo de todo Chile: “Los soldados allanan las casas, examinan la
documentación de sus habitantes y revisan por si tienen armas y libros. Si los
tienen, y eso es normal en un país como Chile, toman todos los que digan en la
tapa Marx o Lenin (aunque sea para refutarlos…), las revistas y diarios
favorables al gobierno de Allende (aunque no sean marxistas) y todo cuanto se
había impreso sobre el fascismo, y lo queman”.
En estas condiciones, el solo hecho de tener libros se convirtió en un
delito a los ojos de los “cultos” militares que aniquilaban el tejido
democrático de la sociedad chilena. Esto generó como mecanismo de sobrevivencia
la autocensura, porque profesores, estudiantes, profesionales, empleados y
obreros se vieron obligados a destruir sus propias bibliotecas, con lo cual se
consumaba el genocidio bibliográfico que hizo retroceder a Chile en materia
cultural varias décadas con respecto a los avances logrados durante la Unidad
Popular, porque como lo decía el mencionado historiador: “El pequeño avance
conseguido en los últimos tres años en materia de cultura de masas, libros populares,
bibliotecas al alcance de los obreros y los jóvenes. Todo eso está perdido”.
Carlos Rama concluía su dolorosa crónica sobre la quema de libros en
Chile afirmando que si hasta el golpe de Pinochet “no conocíamos el caso de la
persecución a los libros y la quema de bibliotecas, era por la razón muy obvia
que no teníamos muchos libros para destruir, y recién ahora comenzamos a
tenerlos, y por tanto algunos a temerlos. ¿Estaremos condenados a otros cien
años de barbarie analfabeta?”iii.
En Chile, por lo visto en los últimos 40 años de retroceso educativo,
escaza producción literaria y poca reflexión intelectual crítica, se puede
decir que se impuso esa barbarie analfabeta propia del capitalismo neoliberal,
en realidad uno de los objetivos perseguidos por Pinochet, y sus secuaces
militares y civiles.
Argentina 1976: golpe a los libros
La dictadura que se instauró en Argentina en marzo de 1976 alcanzó unos
impresionantes niveles de brutalidad. No sólo masacró y desapareció a miles de
jóvenes, sino que además emprendió una “reconstrucción cultural” de la nación.
Como parte de dicho proyecto se prohibió la lectura de una amplia gama de
autores, los que fueran considerados como subversivos, comunistas o peronistas.
Los militares-inquisidores enseñaban a los padres la forma cómo debían
vigilar lo que leían sus hijos, para detectar la infiltración marxista en las
escuelas, como se registraba a comienzos de 1977 en un artículo con
instrucciones precisas para captar dicha infiltración: “Lo primero que se puede
detectar es la utilización de un determinado vocabulario, que aunque no parezca
muy trascendente, tiene mucha importancia para realizar ese transbordo
ideológico (sic) que nos preocupa. Aparecerán frecuentemente los vocablos:
diálogo, burguesía, proletariado, América Latina, explotación, cambio de
estructuras, compromiso, etc.”. También indicaba que la subversión educativa
utilizaba “otro sistema sutil”, que consistía en “que los alumnos comenten en
clase recortes políticos, sociales o religiosos, aparecidos en diarios y
revistas, y que nada tienen que ver con la escuela”. De la misma forma, “el
trabajo grupal que ha sustituido a la responsabilidad personal puede ser
fácilmente utilizado para despersonalizar al chico. Estas son las tácticas
utilizadas por los agentes izquierdistas para abordar la escuela y apuntalar
desde la base su semillero de futuros combatientes”. Por supuesto, al final del
artículo se sugería a los padres que debían “vigilar, participar y presentar
las quejas que estimen convenientes”iv.
Como parte
del proceso de reconstrucción de la nación argentina en que se embarcó la junta
militar no sólo se transformaron los programas educativos, sino que se
censuraron autores y libros, catalogados como subversivos, y se procedió, como
en Alemania y Chile, a quemar los libros y, cuando pudieron, a encarcelar,
matar, exiliar o desaparecer a sus autores. El 29 de abril, un mes después del
golpe, se quemaron los primeros libros en la ciudad de Córdoba, donde los
militares hicieron una fogata con obras de Gabriel García Márquez, Eduardo
Galeano, Julio Cortázar, Pablo Neruda, entre otros. Luciano Benjamín Menéndez,
el milico que dirigía tan “valerosa” acción de armas, pretendía que no quedara
nada “de estos libros, folletos, revistas […] para que con este material no se
siga engañando a nuestros hijos”. Y en forma perentoria señaló: “De la misma
manera que destruimos por el fuego la documentación perniciosa que afecta al
intelecto y nuestra manera de ser cristiana, serán destruidos los enemigos del
alma argentina”v. Este siniestro personaje no decía nada original, porque
simplemente reproducía lo mismo que habían afirmado Góbbels, Pinochet y otros
inquisidores del siglo XX, a la hora de justificar la destrucción física de los
libros.
Lo que decía este militar revelaba la magnitud del proyecto
“intelectual” y “cultural” de los militares argentinos, dentro del cual había
que incluir la destrucción de libros, un crimen cultural que se intensificó en
los siguientes años. Así, el 27 de febrero de 1977 fueron echados al fuego unos
90 mil libros de la Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA), uno de
los más prestigiosos sellos de todo el continente y un objetivo apetecido por
la dictadura y la extrema derecha de Argentina, debido a su rica y variada
producción intelectual y académica. Antes del golpe de 1976, grupos de la
extrema derecha ya habían procedido contra la editorial. El hecho más notorio
se presentó en julio de 1974, cuando uno de estos grupos atracó a mano armada
la imprenta donde se imprimían los libros de EUDEBA y al grito “¿dónde está El
marxismo de Lefebvre?” procedió a prenderle fuego a una parte del material
bibliográfico que allí se encontraba vi.
La quema más emblemática se efectuó el 26 de junio de 1980, cuando se
lanzó a las llamas un millón y medio de libros del Centro Editor de América
Latina, un sello fundado y dirigido por Boris Spivacow, un matemático hijo de
emigrados rusos y que antes había sido gerente de EUDEBA. El escritor Mempo
Giardenelli recuerda ese trágico hecho: “Día frío y gris, pero no llueve. La
acción en Sarandí, partido de Avellaneda, provincia de Buenos Aires. […] entran
y salen camiones cargados de libros. Son veinticuatro toneladas de libros. En
silencio, suboficiales, soldados y policías vacían lentamente el depósito bajo
las escrutadoras severas miradas de oficiales del Ejército Argentino, algunos
muy jóvenes”. En el hecho estuvo presente el propio Spivacow, quien vio cómo,
en pocas horas, el fuego deshizo su labor editorial de muchos años de esfuerzo
y dedicación. De esta manera se quemaban “años de saber, de cultura, de
investigaciones, de sueños y ficciones y poesías. Y se quemó una parte esencial
de la Argentina más hermosa, incinerada por la Argentina más horrenda y
criminal”vii.
Como tener cierto tipo de libros ya era considerado un delito, una de
las consecuencias más perversas de la censura y de la quema de literatura por
la dictadura consistió en que la gente se veía obligada a deshacerse de sus
libros y documentos personales, en muchos casos también por medio del fuego.
Algo similar hicieron los editores que empezaron a quemar por su propia
voluntad volúmenes que figuraban como peligrosos en la lista roja de los militares,
con lo cual se impuso la autocensura y la autodestrucción bibliográfica.
Desaparecieron editoriales críticas, independientes y de tradición de
izquierda, y otras fueron diezmadas o transformadas a la fuerza. Como otro
efecto de larga duración, las personas dejaron de leer en el transporte
público, porque los militares consideraban que esa era una conducta típica de
los jóvenes subversivos.
Colombia, 1978: un cruzado medieval redivivo
En el mismo momento en que las tenebrosas dictaduras de Seguridad
Nacional quemaban libros en Chile y Argentina, en Colombia acontecía un hecho
similar en el año de 1978. El 13 de mayo en la ciudad de Bucaramanga fueron
calcinados en plaza pública libros y revistas, que eran catalogados por los
organizadores de la acción inquisitorial como un desagravio a la “siempre
virgen María”. La fecha escogida no era casual, porque ese es el “día de la
Virgen”, y quienes convocaban a la hoguera bibliográfica se presentaban a sí
mismos como cruzados medievales que con las llamas, atizadas con los libros,
iban a purificar los espíritus de la población bumanguesa.
Para invitar al inquisitorial evento se difundieron volantes, que fueron
pegados en sitios estratégicos de la ciudad, que portaban la firma de la
Sociedad de San Pio X, entidad que estaba conectada con la tenebrosa Tradición,
Familia y Propiedad. Uno de esos volantes decía en forma textual:
“La Sociedad de San
Pio X y su órgano informativo EL LEGIONARIO INVITAN AL ACTO DE FE, en donde se
quemaran revistas pornográficas y publicaciones corruptoras. Estos actos se
realizaron el 13 de mayo, a las 8 de la noche en el parque de San Pio X, en
desagravio a Nuestra Señora, la siempre VIRGEN MARIA, madre de Dios y madre
nuestra. NOTA: Lleve Ud. periódicos, revistas o libros pornográficos para
quemar”viii.
La noche indicada se reunieron unos cuantos fanáticos católicos que
procedieron a incinerar libros de Carlos Marx, René Descartes, Friedrich
Nietzsche, Víctor Hugo, Marcel Proust, José María Vargas-Villa, Thomas Mann, de
Gabriel García Márquez, algunas revistas de educación sexual y una biblia
protestante.
A diferencia de los casos antes mencionados en este artículo, lo de
Bucaramanga no era un acto oficial, promovido por el Estado, sino un evento
organizado por particulares. El asunto hubiera sido una anécdota trágica, que
devela el sectarismo de ciertos sectores de la extrema derecha, si no es porque
uno de los individuos que carbonizó libros con su propia mano en aquel sábado
de mayo de 1978 se desempeña en la actualidad como Procurador General de la
Nación. Ese personaje participó en ese crimen cultural, que estuvo acompañado
del robo de textos de la biblioteca pública Gabriel Turbay. En una foto
publicada en Vanguardia Liberal de Bucaramanga se observa, en primer plano, al
citado individuo con un megáfono y tirando papeles a una hoguera.
A partir de este hecho, típico de la inquisición medieval, no sorprende
que hoy la Procuraduría General de la Nación persiga y censure a todos aquellos
que piensan distinto o disientan con las concepciones clericales del jefe del
Ministerio Público. No es extraño que desde allí se respire el tenebroso aire
confesional que tanto daño le ha hecho a este país y que fue el pan cotidiano
de los colombianos durante la larga hegemonía conservadora (1886-1930) y
durante los gobiernos de Laureano Gómez y Gustavo Rojas Pinilla (1950-1957) y
que en estos momentos esté en marcha una campaña oficial contra las relaciones
homosexuales y al aborto, al tiempo que se exonera, aplaude y premia a
reconocidos criminales, algunos de los cuales han ocupado altos cargos
burocráticos en el Parlamento y en otras instancias administrativas.
Que un individuo gris y mediocre haya pasado de quemar libros a ocupar
uno de los más altos cargos del Estado indica en gran medida cómo es la
Colombia actual, en la que no se necesita ninguna preparación intelectual, sino
simplemente ser un inquisidor o un censor, con el mismo nivel de brutalidad y
cinismo que caracteriza a los grandes medios de comunicación y que a diario
someten al linchamiento público a todo aquel que no comulga con el orden
establecido y/o piensa distinto. Esto es muy costoso en un país en guerra, como
lo estamos, porque no sobra recordar que destruir libros genera pánico, ya que
es un acto encaminado a intimidar y confundir a la gente. Por esta razón,
quienes destruyen los libros saben el impacto que produce su miserable acción,
porque cómo lo dice el venezolano Fernando Báez: “Los biblioclastas saben que,
sin la destrucción de los libros y documentos, la guerra está incompleta,
porque no basta con la muerte física del adversario. También hay que
desmoralizarlo. Sin destruir los libros no se termina de ganar la guerra. Y una
táctica frecuente consiste en suprimir los principales elementos de identidad
cultural, que suelen ser los que más valor proporcionan para asumir la
resistencia o la defensa”ix.
En conclusión, la guerra contra los libros forma parte de un proyecto
retrogrado que pretende impedir que la gente piense, analice y reflexione sobre
los problemas de su propia sociedad y del mundo, algo en lo cual la palabra
escrita es fundamental. Ese ataque aleve a las obras escritas pretende también
borrar la memoria de los pueblos y aniquilar sus experiencias de lucha, porque
como lo decía el periodista argentino Rodolfo Walsh: “Nuestras clases
dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no
tengan doctrina, no tengan héroes y mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo,
separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las
lecciones se olvidan. La historia parece así como propiedad privada cuyos
dueños son los dueños de todas las otras cosas”. Además, la quema de libros es
un intento por silenciar a aquellos autores incomodos, mediante el escarnio
público, con la pretensión vana de que así se bloquea la circulación de las
ideas “peligrosas” y se evita la “contaminación” de una sociedad, como lo ha
hecho el atrabiliario personaje que hoy ocupa la Procuraduría General de la
Nación en Colombia. Ojala que la revista en la que publicamos este artículo, no
sea el próximo blanco de los Torquemadas criollos y no se le someta a la
ardiente crítica de una crepitante hoguera alimentada de papel impreso, y
atizada por el fuego del odio y la intolerancia de los cruzados medievales que
nos acechan a diario.
(*) Artículo
publicado en papel en la Revista Cepa No. 17 que empieza a circular en
Colombia.
Notas:
Citado en
Fernando Báez, El bibliocausto nazi, en
http://pendientedemigracion.ucm.es/info/especulo/numero22/biblioca.html
II. Joaquín
Gutiérrez: “Hicimos la revolución del libro”». La Tercera, diciembre 28 de
1999, disponible en http://www.meliwaren.cl/articulo.php?id_articulo=88.
III. Carlos Rama,
La quema de libros en Chile, febrero de 1974, disponible en