DESARMADOR POLÍTICO EN LA HISTORIA
POR RAFAEL ROJAS
Las historias nacionales son variaciones sobre eso
que Borges llamó “el tema del traidor y del héroe”. Cada patria cuenta, por lo
menos, con dos panteones, el de los santos y el de los herejes, el de los
soldados y el de los desertores. El traidor, como Lucifer, no es un antagonista
originario, sino un ángel caído. Los enemigos, como se sabe, ni siquiera
cuentan con su panteón, ya que son cadáveres extramuros, sepultados fuera del
camposanto de la patria. Son muy pocos, sin embargo, los personajes históricos
que logran desafiar esta pesadilla binaria, tan propia de la imaginación
paulina. En el siglo XIX mexicano sólo hay tres biografías políticas que
oscilan, emblemáticamente, entre el heroísmo y la traición: la de Iturbide, la
de Santa Anna y la de Díaz. Los tres, como Fergus Kilpatrick, el extraño mártir
irlandés que concibió Jorge Luis Borges, fueron mitad héroes, mitad traidores.
Agustín de Iturbide es el primer traidor de la
historia moderna de México. Lo es no sólo porque el Congreso de la primera
República Federal así lo decretara, un 28 de abril de 1824, sino porque su
origen era el de un ilustrado criollo michoacano Calleja y Venegas, en tanto
realistas peninsulares, fueron enemigos, no traidores y porque fue el caudillo
que, acaso sin desearlo plenamente, consumó la independencia de la nación
mexicana. Debido a la falta de una buena biografía, poco se sabe de la vida de
Iturbide antes del Plan de Iguala. Casi todas las noticias, amén de su
vaguedad, confirman, sin embargo, cierta tendencia al vaivén político. Al
parecer, el joven Iturbide apoyó el golpe de Estado de Gabriel de Yermo contra
el virrey Iturbide en 1808, pero al año siguiente estuvo implicado en la
conspiración autonomista de Valladolid; combatió con tenacidad a Hidalgo y a
Morelos, mientras leía la literatura ilustrada francesa y española que
alebrestaba a los insurgentes; participó en la antiliberal conjura de la
Profesa en 1820 y unos meses después proponía a Guerrero un pacto separatista
sobre bases gaditanas.
A pesar de una notable reputación como coronel y
brigadier contrainsurgente, forjada con crueldad y malversación, la gran hazaña
de Iturbide no fue una batalla, ni mucho menos una férrea dictadura. Fue un
pacto: el Plan de Iguala. Con todo y la proverbial cursilería neoclásica de don
Agustín en sus discursos y proclamas siempre más contenida, por cierto, que la
de un Santa Anna o un Bustamante, el texto del Plan de Iguala es mejor
literatura política que el de la Constitución de 1824. La mínima filosofía de la
historia que se plasma ahí parece una adaptación de Gibbon por el abate de
Pradt, repujada con el providencialismo de Humboldt: si todas las naciones
europeas fueron hijas del imperio romano que, al crecer, se independizaron y
adoptaron formas imperiales, las nuevas naciones de Hispanoamérica son hijas de
la monarquía española que deberán convertirse en nuevos imperios americanos. El
estado naciente será, por tanto, una monarquía constitucional moderada,
responderá al nombre de Imperio de la América Septentrional y estará encabezado
por el propio Fernando VII o algún príncipe de la casa borbónica.
El entusiasmo que suscitó esta fórmula fue tal que
reconcilió a los adversarios de una guerra de diez años y hasta ganó el apoyo
del último virrey de la Nueva España, Juan O’Donojú. La entrada del Ejército
Trigarante a la ciudad de México, el 27 de septiembre de 1821, es la
consagración del héroe. Justo ahí comienza la saga del traidor ¿Cuál fue, pues,
la traición de Iturbide? Una en tres actos: la aceptación de la corona imperial
en mayo de 1821, tras la algazara de Pío Marcha, la disolución del Congreso
Constituyente en octubre y el fatídico desembarco por Soto de la Marina, en
julio de 1824, que le costó la vida. La eficacia simbólica del imperio, como
reconoció Alamán, dependía de su ambigüedad, es decir, de que el trono se
mantuviera vacío en espera de un príncipe con sangre real. Si Iturbide hubiera
permanecido como Regente, liberando la presión de las provincias a través del
Congreso y refrenando la ambición con su eficaz melancolía, tal vez no habría
acabado en Padilla, ejecutado por un pelotón de federalistas tamaulipecos.
La mirada serena del tiempo nos persuade de que la
“traición” de Iturbide no fue más que una serie de errores políticos. Sobre
todo el último: la travesía de Londres a Tamaulipas. Acompañado por su esposa.
Ana María Huarte, dos hijos, un sobrino, dos sacerdotes, su ayudante polaco, un
editor inglés y una imprenta, Iturbide, como demostrara Bulnes, no regresaba
para levantarse en armas contra la República Federal, sino para reinsertarse en
la vida política de la nación que él, como pocos, ayudó a independizar. Este
trágico final y la condición híbrida de héroe-traidor hicieron de su tumba un
lugar mítico, una cripta sin paz, un sepulcro tan perturbado como el de los
propios caudillos del santoral nacionalista.
El general Manuel Mier y Terán, atormentado por la
independencia de Texas, se suicidó en 1832, en Padilla, dejando caer el cuerpo
sobre su espada. Al año siguiente, Santa Anna ordenó que los restos de Iturbide
se trasladaran a la Ciudad de México, donde serían honrados. La orden se
cumplió en 1838, siendo presidente Anastasio Bustamante, iturbidista de primera
y última hora, quien decretó que las cenizas del caudillo se depositaran en la
capilla de San Felipe de Jesús en la Catedral de la Ciudad de México. En 1853,
el propio Bustamante, desencantado de un México independiente que se
precipitaba en la tiranía de Santa Anna, pidió, como último deseo, que su
corazón fuese enterrado junto a las cenizas de Iturbide en la cripta de la
Catedral.
A partir de 1857, los liberales profundizaron esa
satanización, iniciada por los yorkinos de los años veinte, que atribuía a
Iturbide el rol de un anti-Hidalgo. Si el cura de Dolores era el Padre de la
Independencia, su Alteza Serenísima Agustín I era el Padrastro. En 1917, los
revolucionarios dieron otra vuelta de tuerca al mito del primer traidor a la
patria. Al cumplirse el centenario de la consumación de la Independencia, en
1921, siendo presidente Alvaro Obregón, la Cámara de Diputados federal aprobó,
por 77 votos contra 5, que el nombre de Agustín de Iturbide, grabado en letras
de oro, fuera desprendido de uno de los muros de la sala de sesiones.
Hoy la leyenda negra de Iturbide, aunque atenuada,
sigue viva. Los libros de William Spence Robertson y Timothy E. Anna, más que
las apologías de Rafael Heliodoro Valle y Alfonso Trueba, han erosionado, al
menos entre historiadores, la nefasta costumbre de colocar al Emperador en la
galería de mexicanos infames. Pero el mito persiste en la imaginación
patriótica ad usum. Como en el cuento de Borges, que podría transcurrir “en
algún país oprimido y tenaz, algún estado sudamericano o balcánico”, la
“ejecución del traidor”, con las armas de la memoria, sigue siendo “un
instrumento para la emancipación de la patria”. Iturbide murió gritando al
pelotón de fusilamiento: “¡No soy traidor, no!”
FUENTE NEXOS
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