(Tula, Hidalgo).- Francisco Cadenas es un manojo de
nervios. Mueve las piernas, agita los brazos y ante el menor ruido en ese
camino desierto, junto a la refinería Miguel Hidalgo, sale de su farmacia con
la esperanza de que un automovilista lo vea, se apiade de su rostro inquieto y
se detenga a comprar, aunque sea, una botella de agua.
Lleva tres días sin venta, sin que una moneda caiga en su
caja registradora; si esto fuera una caricatura, cuando Francisco, de 66 años,
abriera sus bolsillos saldría una polilla burlona. Pero esto no es ninguna
broma: en Tula, Hidalgo, la vida de la gente se cae a pedazos por la pobreza.
Esto no era así. Había dinero, al principio la refinería
trajo cosas buenas: calles, negocios, empleo ¡mucho empleo! Pero no, ya no…, ya
no se puede vivir. Las cosas se pusieron peor desde aquello.
Francisco se acuerda de los viejos tiempos y le duele:
él, ingeniero civil, empleado de Pemex, quincena segura, automóvil y vacaciones
una vez al año. Le parece un absurdo que hoy esté esperando, angustiosamente,
una venta de 7 pesos. Pero así es ahora.
- ¿Desde ‘aquello’? ¿Cuándo se pusieron mal las cosas? –
pregunto.
- Desde 2001, joven. Ahí todo empezó a valer madres.
***
Dicen sus habitantes que antes de 2001, Tula, Hidalgo,
vivía con relativa prosperidad: los caminos crecieron, había brigadas de
trabajadores de Pemex que tocaban en la puerta de las casas para contratar
jóvenes, florecían los negocios y la vitalidad del municipio desterró a las
bandas de asaltantes.
La vida era buena y se le agradecía al crudo mexicano, a
tal grado que, actualmente, en la colonia 18 de Marzo todos los parabuses dicen
“100% petrolera”. Y se podía hablar mal de todo, excepto de la paraestatal y su
cuerno de la abundancia.
Pero la situación cambió hace 12
años, cuando el Partido Acción Nacional llevaba un año en la Presidencia de la
República con Vicente Fox a la cabeza.
Gracias a una
interpretación extralegal de la Constitución, los directivos de Pemex de
origen panista permitieron la apertura al capital privado, con el argumento de
que ello abarataría los costos de la gasolina. Prometieron a la gente que las
empresas particulares estimularían la producción y, en consecuencia, habría más
y mejores empleos.
- Nos dijeron ‘no se preocupen si llegan unos gringos,
unos argentinos, la chamba es de ustedes. Vienen a que ganemos más y les
paguemos mejor su trabajo’ – recuerda Román Suárez, ex ingeniero de Pemex.
Confiados, los habitantes recibieron con aplausos el
dinero de particulares, que entre 2001 y 2012 dejaron una estela de 206 mil
millones de dólares en proyectos de inversión para explotar petróleo, según los
cálculos del investigador José Luis Apodaca.
De ese dinero, se estima que al menos el 20 por ciento
–41 mil millones de dólares o el valor total del conglomerado de lujo Louis
Vuitton-Moet Hennessy– llegó a la refinería de Tula, Hidalgo, con el compromiso
a cuestas de mejorar la comunidad.
Pero
el dinero no benefició a la gente. Entre 2001 y 2013, en lugar de generar
empleos, cientos se quedaron en la calle o con sueldos precarios. Como si en lugar de dinero privado hubiera caído una
maldición, año con año, a Tula le cayó una plaga de desocupación.
Y la explicación depende de cada habitante: Eugenia
Cabrera, ex administrativa de la refinería, dice que los extranjeros se
llevaron los empleos; Roberto Garza, ex perforador, asegura que todo se fue por
el desagüe de la corrupción, y Manuel Robles, ex médico de plataformas, que fue
la inexperiencia del gobierno y sus malas decisiones de inversión.
Entonces, surgieron los primeros síntomas de
descomposición: el tabledance “Roxys” en la carretera Refinería-Atitalaquia,
donde se presume hay trata de personas; la banda “Los Ricardos”, que aterroriza
con secuestros y robos a casas a la zona petrolera de Hidalgo; el caso del
matrimonio Fernández Pantoja –él, médico de 58; ella, maestra de 55– que están
en el penal de Santiaguito por defraudar una aseguradora para pagar sus rentas.
-
¿De qué sirvió la inversión privada? De nada. Nos jodió, nos dio en la madre.
No mejoró la comunidad, mejoró la vida de los de arriba, de los poderosos, y
desmanteló la industria. Todo lo bueno se lo llevaron los inversionistas,
porque el que paga, manda –afirma
Román, abajo del parabus que dice “100% petrolera”.
Lo dice mientras se
seca el sudor y espera en una calle polvosa y desierta el camión que lo lleve a
Pachuca, Hidalgo. Ahí, dice, por las noches se gana buen dinero tocando covers de música pop frente a los
restaurantes del Zócalo. Así que el ex ingeniero de Pemex se acomoda la
guitarra en la espalda y se despide de su calle y su casa.
***
Cuando
se les pregunta a los habitantes de la zona petrolera de Hidalgo sobre la
inversión privada en Pemex, la mayoría tiene una respuesta: si se acepta,
México se podría convertir en Tula.
Y no lo dicen con orgullo: las consecuencias de haber
perdido los beneficios de la renta petrolera son pobreza e inseguridad,
principales preocupaciones para sus más de 103 mil habitantes que, por un
tiempo, sí supieron lo que significaba “administrar la abundancia”.
Lo dicen el taxista, la señora que vende tortas, el
dependiente de la farmacia, el músico del camión, el médico del único
consultorio de la zona, el profesor de educación media superior y hasta José
Manuel Olivares, chofer de Pemex.
- ¿Cómo se vive ahora en Tula? La cosa está difícil. Aquí
iba a estar lo mero bueno. Que era como si Petrobras llegara a nuestras casas,
como Repsol. Que nos iba a ir poca madre, mucho dinero, ya nadie se tendría que
ir al otro lado ¡N’ombre! Yo ya voy a alcanzar a mi hermano en Dallas –cuenta
José Manuel.
Se enoja cuando le recuerdo la promesa de que el dinero
privado sería la mano invisible que regaría prosperidad a los 305 kilómetros
cuadrados del municipio.
-
Son unos hijos de la chingada, hasta nos dijeron que si los toltecas revivieran
¡se iban a alegrar de ver cómo nos había ido chingón con tanta lana! Nos prometieron mil cosas: gasolina barata, menos pago de
gas… Nada, nada, no dieron nada.
Entonces, movido por la indignación, José Manuel arranca
la camioneta. Pisa el acelerador y pasa por los baches de la carretera desierta
que bordea a la refinería Miguel Hidalgo, donde el 30 de junio de 2011 murieron
dos trabajadores a causa de una supuesta falta de mantenimiento.
Pasa justo frente a la farmacia de Francisco, quien al
oír el motor sale de su local para poner rostro compungido.
- ¡Hey! ¿una agüita para el calor? –ofrece el hombre de
66 años.
- ¡No, jefe! ¿con qué dinero? – responde el trabajador de
Pemex.
Y se pierde en el horizonte. Tal vez mañana.