Estudiantes exigen la aparición de normalistas de Ayotzinapa en la PGR. Foto: Octavio Gómez |
MÉXICO, D.F. (Proceso).- En 90 días, instituciones de seguridad mexicanas (de las tres instancias de gobierno: federación, estado y municipio) perpetraron tres acciones criminales que cobraron al menos 29 vidas humanas (varios de ellos inocentes sin ninguna posibilidad de estar involucrados en alguna acción delictiva), y, en los tres casos, la primera reacción de las autoridades fue eludir todo tipo de responsabilidad e inclusive inculpar a los civiles de dichos actos; posteriormente, ante la difusión incontrovertible de su actuación, tuvieron que reconocer su participación, pero de inmediato dirigieron las incriminaciones e investigaciones hacia funcionarios de menor nivel, culpando a los individuos como si actuaran al margen de las instituciones de seguridad.
En los tres casos los asesinatos fueron a mansalva, pues aun en el único donde los presuntos delincuentes se encontraban armados –el de Tlatlaya–, éstos fueron ultimados cuando se hallaban indefensos. Sin embargo, el hecho cobró relevancia nacional e internacional hasta el 17 de septiembre, cuando los portales de la revista Esquire México y del semanario Proceso revelaron las declaraciones de una testigo según la cual 21 de esas personas fueron ejecutadas en una bodega en Tlatlaya, Estado de México, el 30 de junio último, en lo que originalmente fue difundido por las autoridades como el resultado de un “enfrentamiento” entre delincuentes y militares. En tiempo, ésta fue la primera matanza, perpetrada por integrantes de las Fuerzas Armadas.
Veinte días han transcurrido desde que se dio a conocer la mencionada revelación, y 100 desde que se realizó la ejecución extrajudicial, y la Procuraduría General de la República no ha sido capaz de integrar ninguna averiguación previa y, por lo tanto, consignar a algún militar ante la justicia penal; pero es un hecho que todo se dirige en contra de media docena de soldados rasos y, si es imposible salvarlo, contra un teniente. La secuencia es muy elocuente: ejecución sumaria; alteración de la escena del crimen; manipulación de los dictámenes periciales; difusión de una versión distorsionada de los hechos…, y únicamente cuando la verdad arrolla a miembros del Ejército se acepta la responsabilidad de algunos de ellos, aunque de los del más bajo rango, sin que se atienda al hecho de que hubo de por medio órdenes superiores.
El siguiente caso ocurrió el 9 de julio en el estado de Puebla, donde la Policía Estatal utilizó diversas armas para disolver violentamente el bloqueo de la autopista Puebla-Atlixco. La consecuencia más lamentable de esta acción fue la pérdida de la vida del menor José Luis Alberto Tehuatlie, de 13 años, a raíz de las lesiones que le provocó el impacto en la cabeza de un contenedor de gas lacrimógeno.
La secuencia es casi idéntica: las autoridades estatales difundieron la información de que las lesiones del niño fueron provocadas por un cohetón que habían lanzado los mismos manifestantes; se manipularon los dictámenes periciales para deslindar a los policías, e incluso se abrieron averiguaciones previas en contra de quienes protestaban. Pero este discurso tuvo que dar un vuelco cuando la Comisión Nacional de los Derechos Humanos señaló que el artefacto que había provocado las lesiones fue disparado por la policía, por lo que recomendó crear una fiscalía especial para atender el caso.
El gobernador de Puebla, Rafael Moreno Valle, se vio obligado a designar a un funcionario de la procuraduría estatal para tal propósito, y hasta el momento no hay resultados concretos. Aquí se trata de una fuerza de seguridad estatal, pero nuevamente se pretende responsabilizar a los policías que reprimieron y salvar de cualquier sanción o pena a los oficiales o autoridades que tomaron las decisiones y dieron las órdenes para el desalojo violento.
El último evento en el tiempo, y el más reprobable y lamentable, son las acciones de la Policía Municipal de Iguala, Guerrero, en contra de los normalistas de Ayotzinapa, que hasta el momento han provocado la muerte de seis personas (tres estudiantes y tres civiles) y la desaparición de 43 normalistas. En este caso la agresión de la Policía Municipal a los estudiantes y civiles inocentes se reconoció desde el inicio, aunque el gobierno federal pretendió evadir toda responsabilidad en los eventos; incluso, el presidente Enrique Peña Nieto, explícita y públicamente, conminó al gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre, a que atendiera el asunto.
Si bien las autoridades estatales reconocían la agresión, pretendieron desmentir la desaparición de los normalistas, así como el hecho de que fueron subidos a patrullas de la Policía Municipal. El hallazgo de más de una docena de los declarados inicialmente como desaparecidos les permitió a las mismas autoridades afirmar que no habían sido detenidos por las fuerzas de seguridad.
Sin embargo, de nuevo la contundencia y publicidad de los acontecimientos, particularmente el descubrimiento en Iguala de fosas con cadáveres muy cerca del lugar de la masacre y los levantamientos, además de las revelaciones acerca de los vínculos que el alcalde con licencia de esa localidad, José Luis Abarca, mantenía con el narcotráfico, obligaron a la PGR a atraer el caso.
Aquí se trata de policías municipales, y se atribuye la autoría (intelectual y material) del crimen al grupo delincuencial Guerreros Unidos, relacionado con Abarca, con el director de Seguridad Pública de Iguala y con un número no determinado de agentes locales. Ahora se sabe que desde hacía un año se habían presentado denuncias en contra del alcalde en las procuradurías estatal y federal, ninguna de las cuales las atendió. El gobernador Aguirre y las autoridades estatales pretenden salvar sus puestos culpando a las municipales, mientras que el gobierno federal tampoco ha podido eludir del todo su responsabilidad.
Hasta el cierre de esta edición no se había esclarecido el destino de los desaparecidos, y mucho menos el móvil de los asesinatos, un elemento fundamental. En cuanto a Tlatlaya, el caso resulta particularmente grave por las expresiones proferidas por los militares al ejecutar a los presuntos delincuentes, de acuerdo con la declaración de una testigo, en el sentido de que eran delincuentes que no merecían vivir. En lo que atañe a Puebla, el caso ilustra la cada vez más extendida lógica de las autoridades de los distintos niveles de gobierno de reprimir violentamente cualquier movilización social.
Así,
en las dos masacres (las de Tlatlaya e Iguala), y en el lamentable “efecto
colateral” de una acción policiaca (el de Puebla), perpetrados por tres cuerpos
de seguridad distintos –Ejército, Policía Estatal y Policía Municipal–, se
trató de evadir la responsabilidad; en los tres hubo uso excesivo de la fuerza,
así como complicidad y solapamiento de las más altas autoridades políticas del
estado y del país.
El discurso del “respeto a los derechos humanos” del presidente Peña Nieto sucumbe frente a la realidad: el absoluto desprecio por la vida de los presuntos delincuentes y de manifestantes y activistas sociales… El Estado ejecutando, sin causa ni juicio, a sus ciudadanos.