MÉXICO,
D.F. (Proceso).-
El Estado y, en consecuencia, el país están en crisis.
Miseria, centenas de miles de muertos y desparecidos, secuestros, redes de
trata, arrasamiento de territorios, corrupción e impunidad son, desde hace una
década, el pan nuestro de cada día. Las causas son múltiples e implicarían un
análisis que no cabría en estas páginas. Hablaré, sin embargo, de manera muy
sucinta de dos:
1. La histórica incapacidad de nuestras élites políticas para
entender y vivir la democracia. Desde la Revolución Mexicana, para no ir más
lejos, el grupo que se instaló en el poder trató a este país, no con los
criterios de una democracia, sino con los del patrimonialismo colonial. La
Constitución del 17, una de las más avanzadas entonces, no correspondía ni a la
mentalidad de las élites políticas ni a la realidad de la nación. Escudado en
ella, el PNR –transformado en PRI– gobernó a México durante más de 70 años como
si fuera su propiedad. Clientelismo, corrupciones, uso arbitrario del poder e
impunidad fueron su sentido de la política. Cada seis años, como lo mostró
Gabriel Zaid, dicho poder mafioso cambiaba de capo para, simulando una
democracia participativa, mantener el mismo ritual. Esa larga pedagogía del
crimen corrompió el esqueleto moral y político de la nación, al grado de que
todo el sistema, durante y después de la “transición democrática”, se ha
comportado de la misma manera, llevando a la República Mexicana a lo que ya
estaba larvado en el corazón del México moderno.
2. La crisis civilizatoria. La idea de Estado, que tan mal cuajó
entre nosotros, está viviendo en el mundo entero una crisis terminal. Los
Estados –lo escribí en estas mismas páginas: Lo que quizá viene (Proceso 1984)–
que nacieron de los ideales liberales y de la Revolución Francesa no lograron
el mundo justo que prometieron. Arrodillados primero ante lo ideológico, y
ahora ante los grandes capitales y su idea de desarrollo, han creado una
realidad de miseria y destrucción de vidas, comunidades y naturaleza sin
precedentes.
Estos dos hechos extremos hacen que México ya no sea una nación,
o mejor, que la idea de nación que tenemos sea sólo eso: una simple idea, una
ilusión anclada en el imaginario de los medios de comunicación y en la inercia
de las instituciones. Adondequiera que volvamos el rostro o nos encontremos, el
descontento y el horror que nacen de la realidad nos salen al paso para negarla
de manera cada vez más profunda y espantosa. Más allá de nuestros ensueños y
deseos, México –hay que aceptarlo– está roto, desfondado. Su esqueleto social y
político está podrido, y sus partes sanas no alcanzan para sostenerlo. Tampoco,
dada la crisis civilizatoria, puede recomponerse. El mal, como no he dejado de
repetir junto con otros, es terminal, es la consecuencia de la corrupción
política y la degradación histórica de una idea de Estado que llegó, como toda
construcción histórica, a su fin.
Si queremos escapar de la crisis y rehacernos es preciso
refundar la nación. Para ello, es necesario, antes, crear un nuevo proyecto de
nación que, como el adjetivo lo indica, no puede basarse en las viejas
estructuras del Estado y sus partidocracias. Debe, por el contrario, y como
sucede en toda crisis civilizatoria:
1. Volver a mirar el pasado para comprender lo que sucedió y
recuperar lo mejor de ese tiempo. “La arqueología –dice Giorgio Agamben– y no
la futurología es la única vía de acceso al presente”. Dejar de pensar en
términos de futuro y de desarrollo, como nos exhortan constantemente los
gobiernos y los grandes capitales. Este intoxicado sueño nos ha llevado al
desastre.
2. Recuperar lo que en las periferias, es decir, en las
márgenes, los movimientos sociales están diciendo y haciendo, y unirlo a
aquello que se rescató del pasado.
3. Dejar de lado los liderazgos y las diversas agendas que, como
señalé en mi artículo La impotencia de los derechos humanos (Proceso 2030),
sólo trabajan para el propio capitalismo, y construir unidos una nueva agenda
política basada en seis puntos –democracia, justicia, paz, seguridad, gobierno
y economía, en un sentido distinto– que nos permita crear un nuevo pacto social
y otra Constitución, es decir, otra manera de gobernarnos. El trabajo que en
este último tema está realizando don Raúl Vera es fundamental.
El triunfo de la izquierda en 1988 –un triunfo que no se supo
defender– se debió a esto último, es decir, a la capacidad que en ese entonces
tuvieron las facciones de la izquierda de dejar a un lado sus respectivas
agendas y unirse alrededor de un puñado de puntos. Hoy, sin embargo, se trata
de crear y defender algo distinto a lo que fue el Frente Democrático Nacional
que se movía en el territorio del Estado tal y como nuestra ilusión aún lo
concibe. Se trata de una refundación nacional, no de un cambio de gobierno. Se
trata de modelar la vida del país desde abajo, desde la historia y el saber de
la gente. Se trata de poner en el centro de la vida a las personas y sus
economías. Se trata, en síntesis, de preservar de la barbarie el mundo de lo
humano e impedir que se deshaga.
No hacerlo nos llevará a un deterioro sin fin de violencia,
destrucción y muerte, a la permanencia de esta nueva forma del totalitarismo cuyas
consecuencias resentimos cada día.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés;
detener la guerra; liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora
Salgado y a todos los presos políticos; hacer justicia a las víctimas de la
violencia y juzgar a gobernadores y funcionarios criminales.
FUENTE: PROCESO