Marcelo Colussi
(Hallada en un baño
público de una ciudad de Sudamérica)
Por razones de
seguridad personal no puedo firmar esta carta. Solo haré saber que soy
sacerdote por convicción, soy latinoamericano, hispanohablante y heterosexual.
(Aclaro esto último porque, si bien hay voto de castidad en nuestro “gremio”,
el mismo no siempre se cumple; por tanto, hay hetero, homo y bisexualidad. Pues
bien: yo soy de los primeros).
¿Por qué decir todo
esto? ¿Por qué hacer circular un anónimo como el presente? Simplemente porque
tengo necesidad de decirlo, de sacarlo de mis profundidades. Dicho esto,
alguien se preguntará si estoy mal psicológicamente, si me encuentro
angustiado. Más aún: alguien se inquietará con lo que pueda decir. Pero…:
¡tengo que sacarlo! Sí, estoy angustiado, por eso escribo y manifiesto lo que
pienso, lo que siento. ¿O acaso un pastor de almas no puede estarlo?
Me hice sacerdote por
convicción. Provengo de un hogar católico muy pobre; mi padre era albañil, mi
madre lavaba ropa ajena, éramos ocho hijos. Me crié en medio de un barrio
precario, rodeado de violencia y carencias. De joven entré al seminario, y si
bien siempre me cuestioné aquello del voto de castidad, lo terminé aceptando.
Pero veo que hay allí un tema no resuelto dentro de la institución. Por lo que
sé, comenzó a regir en el siglo XVI, a partir del Concilio de Trento; con
anterioridad, los sacerdotes tenían vida sexual. ¿Por qué a partir de ese magno
evento se fijó la castidad como condición para ejercer el sacerdocio?
¡Pamplinas! ¡¡Puras pamplinas!! (por decirlo suavemente). Los curas seguimos
teniendo sexo, pese a la pretendida santidad que profesamos. Si eso se hizo en
su momento por razones económicas (porque eran demasiado los hijos de
sacerdotes que reclamaban herencias), ya es hora de cuestionárselo.
Yo, de hecho, he tenido
sexo genital. Como hacían otrora los monjes en Irlanda, que se acostaban con
las monjas –las sub introductae– para probar su autodominio (no consiguiéndolo
en la mayoría de los casos, por lo que hubo de prohibirse la práctica), yo
también me acosté con hembra apenas ordenado sacerdote para probar mi
juramento. Y no aguanté. El canonista seglar Torrubiano Ripoll ya lo dijo en
1930 en su obra “Beatería y religión”: “el 90% de los clérigos son
fornicarios”. Estoy dentro de ese porcentaje, no lo niego.
Una vez más: ¿por qué
decir todo esto? Porque, hermanos, estamos manteniendo una mentira. El papa
actual, este seguidor del San Lorenzo de Almagro y amante del tango, hombre
prudente y recto que en su momento supo oponerse a la dictadura que enlutó su
país, ya lo entrevé: esto del celibato no tiene futuro. Así, lo único que
logramos es tener cada vez menos sacerdotes… ¡y tener millones y millones que
pagar por indemnizaciones por las violaciones de menores!
Una vez, en algún país
del istmo centroamericano, tuve ocasión de ver una publicidad de preservativos
que decía “¡Qué rico escoger! (entre la vida y la muerte)”. Propaganda que me
pareció atinadísima (por el juego de palabras que contiene, por supuesto… ¡y
por la verdad que encierra. Porque… es rico, ¿no?). Pero la falsa moral que aún
tenemos –de la que nosotros, los prelados, somos hacedores en muy buena medida–
hizo que la quitaran rápidamente.
La feligresía en su
conjunto, y nosotros sus pastores, nos golpeamos el pecho por ciertos hechos
como el aborto, o la infidelidad conyugal, o el matrimonio homosexual…, pero
las clínicas ginecológicas están siempre abarrotadas por “procedimientos
quirúrgicos de emergencia” (¿qué serán?), los moteles están continuamente
llenos, sin cuartos disponibles, y cada vez hay más travestis en las calles siendo
contratados por los llamados “machos” heterosexuales, que los denigran de día
pero los contratan de noche (haciendo igual que con las prostitutas: prohibidas
por la “buena moral” pero utilizadas en secreto). ¿En nombre de qué unos
cuantos ancianos (la jerarquía vaticana me refiero), en general misóginos, que
supuestamente no saben nada de sexo dado su voto de castidad, pueden decretar
lo que las mujeres deben hacer con sus cuerpos? ¿En nombre de qué fijamos que
ser “puta” es un pecado?, si los más altos dignatarios de todas las
instituciones –siempre varones– las contratan? (habiéndolas de lujo para quien
pueda pagarlas, y viejas arrugadas y llenas de várices para el pobrerío). ¿Cómo
es posible que todavía hoy, en medio de una brutal pandemia de VIH-SIDA, ¿sea
posición oficial del Vaticano llamar al no-uso del condón, que es el método que
puede salvar de los contagios? ¿No es eso un homicidio preterintencional?
¡CUÁNTAS COSAS DEBEN
REVISARSE! O MEJOR: ¡MODIFICARSE DE UNA VEZ!
Soy creyente, y no
dejaré de serlo. Como dijo el teólogo brasileño Fray Betto: “El escándalo de la
Inquisición no hizo que los cristianos abandonaran los valores y las propuestas
del Evangelio”. ¿Por qué digo esto? Porque los abusos, injusticias, inequidades
y monstruosidades que se puedan haber cometido en nombre del Sumo Hacedor y de
su hijo, Nuestro Señor Crucificado, no quitan en nada la esperanza de construir
un reino de la equidad, de la felicidad, de la bonhomía. La institución
religiosa, sabia en un sentido, terriblemente injusta y opresora en otro, no
resta fuerza a nuestra creencia, a nuestra profunda convicción en la salvación,
en el Reino de Dios en la Tierra, en la posibilidad de un mundo justo y
armónico, más allá de las tremendas tropelías que pueda haber cometido (la Conquista
de América, por ejemplo, donde en nombre de la evangelización se mató y torturó
a millones de seres humanos; o la quema impiadosa de mujeres acusadas de brujas
durante la Edad Media europea. O el haber apoyado en un inicio al régimen
genocida de Hitler en la Alemania nazi).
EL MUNDO ACTUAL, SIN LA
MÁS MÍNIMA SOMBRA DE DUDA, ES INJUSTO. NO SOLO INJUSTO: es monstruoso. Se gasta
más dinero en fabricar armas y declarar guerras que en inversiones sociales
para el bien de la humanidad. Se prefiere dejar perder alimentos para que no
bajen de precio antes de alimentar al hambriento. ¡Eso es inmoral! Y en muchas
ocasiones, hay que reconocerlo con altura, nuestra Santa Madre Iglesia Católica
Apostólica Romana lo avala. Así como avaló en su momento las monstruosidades
del nazismo, o la caza de brujas, o la condena de los homosexuales. Junto a una
iglesia de los pobres y sufridos, muchas veces la jerarquía de nuestra
institución bendijo atrocidades, dictaduras, infamias, estando al lado de los
poderosos olvidando a quienes realmente debe asistir: los más necesitados.
Pero todo eso no quita
en nada nuestra fe. Creo en el Señor y en la posibilidad de una sociedad
planetaria más buena. Creo profundamente en ello, aunque “sea absurdo”, como
dijera Tertuliano en el siglo III: Credo quia absurdum est. Y estoy hondamente
convencido que ¡no es absurdo!
Más allá de taras que
aún nos amarran, más allá de prejuicios ancestrales y tabúes que nos condenan,
más allá de un voto de castidad hipócrita que casi ningún religioso o religiosa
cumple, tengo fe inconmensurable, inconmovible, monumental, que un mundo de
mayor justicia sí es posible. En realidad, ese mundo nos espera, y depende de
nosotros saber construirlo. El mensaje de Cristo fue ese: enseñarnos a
construir un mundo de igualdad y amor, no de bochornosas diferencias, no de
idolatría del dinero y del poder, no de justificaciones insostenibles de lo que
no puede justificarse como buen cristiano. No de la guerra (22 guerras cursan
actualmente en el mundo) sino de la paz.
Estoy bastante mal,
bastante angustiado por todo esto, por estas injusticias, por tanta mentira;
tan angustiado, que llegué a pensar en el suicidio. Pero un buen católico no
hace eso. No me atrevo a reconocer que tengo un hijo con una mujer casada, pero
creo que es hora de ir sacándonos de encima tanta hipocresía. ¿Cómo es posible
que en nombre del amor, la justicia, la democracia y no sé cuántas grandes y
altisonantes palabras, la mitad de la población mundial siga aún famélica?
¿Cómo es posible que un vehículo humano llegue a Júpiter, pero no podamos
resolver el problema del hambre en la Tierra? ¿Cómo es posible que aún se
condene a alguien por su tendencia sexual? ¿Cómo es posible que en nombre del
progreso se masacre a nuestra Madre Tierra, solo para seguir alimentando la
voracidad del lucro económico de unos pocos privilegiados?
Me lo pregunto, y
quiero compartir la pregunta, porque esto me angustia, me tortura: ¿Cómo es
posible que aún alabemos ídolos insustanciales como el dinero?, si, como dijo
un cacique norteamericano: “El día que se muera el último animal, se seque el
último árbol y se evapore el último río, ahí veremos que el dinero no se come”.
¿Qué monstruo hemos construido y seguimos manteniendo? ¿Cómo es posible que
matemos hermanos y hermanas, les torturemos, les opaquemos, solo para alabar a
ese falso dios?
Por todo ello, porque
creo que hay que terminar con los dobles discursos y la mentira, es que me
atrevo a escribir esto, aunque aún no me den los c… cositos esos… para
firmarlo.