7 de mayo de 2015

JORNALERAS, VÍCTIMAS DE HUMILLACIÓN Y DESPRECIO EN EL VALLE DE SAN QUINTÍN

Una mujer jornalera en San Quintín. Foto: Antonio Nava
Una mujer jornalera en San Quintín. Foto: Antonio Nava
VALLE DE SAN QUINTÍN, B.C. (apro-cimac).- De madrugada y en penumbras, María se despabila de un sueño que apenas duró cuatro horas y se levanta de su desgastado colchón, para iniciar desde las tres de la mañana su labor como jornalera en este valle del estado de Baja California (BC).
A esa hora, el viento frío congela esta orilla del Océano Pacífico, a 170 kilómetros al sur del municipio de Ensenada. María vive en un pequeño cuarto con paredes de concreto y techo de lámina. Con las manos entumidas, la mujer deja arder en una diminuta estufa eléctrica unas tortillas que hizo a mano para el “lonche” (almuerzo) de su familia.
En su bolsa tejida, típica de su natal Oaxaca (al sur del país), María acomoda dos “burritos” (tacos de frijoles y arroz) que comerá al mediodía, cuando el “mayordomo” (capataz de los campos agrícolas) apenas le dé media hora de descanso para almorzar. En ese instante podrá relajarse un poco de las horas que ya llevará en la pizca de la mora en un rancho de alguno de los agricultores de la región.
Como María, todas las jornaleras –antes de llegar a los campos agrícolas– se visten con un trapo en la cabeza y una gorra para soportar el calor; un paliacate que les cubre nariz y boca para no aspirar los productos tóxicos con los que se fumiga la cosecha.
También se ponen una sudadera larga para no espinarse los brazos; un pantalón de mezclilla para que resista el desgaste de andar en cuclillas; calcetines para que las plantas no les rasguñen los pies, y una falda encima del pantalón para que los hombres no les miren el cuerpo y las acosen.
Después, la jornalera se despide de sus hijos, a quienes deja dormidos sobre el mismo colchón del que ella se levantó. Empuja un pedazo de madera con tres clavos que ingenió a manera de puerta y cerrojo de su casa.
María le grita a su vecina que ya se va, que le encarga a los niños y la casa. Afuera la esperan otras mujeres que se acompañan entre sí para no caminar solas los cientos de metros sin alumbrado público que recorren desde sus comunidades hasta la carretera Transpeninsular, principal vialidad de la zona, donde tomarán el camión que las llevará a los campos agrícolas.
A las cinco de la mañana, el parque de la delegación San Quintín, sobre la oscura carretera Transpeninsular, tiene más vida que a cualquier otra hora.
Los trabajadores del campo llegan del norte o sur  del Valle y se aglutinan frente los juegos de metal que las y los habitantes pidieron hace pocos años al Centro de Gobierno para que sus hijas e hijos cuenten con espacios recreativos, aunque las mismas jornaleras tuvieran que “dar cooperación” y pintar los columpios.
“La nueva” del grupo
Maricia –joven de 20 años que acaba de llegar del Estado de México, y dejó sus estudios por falta de recursos– intenta acercarse a un grupo de mujeres que tiemblan de frío mientras esperan que un transporte de personal las lleve a trabajar a un campo.
Pregunta a las trabajadoras sobre las actividades del campo; la ignoran con hostilidad y a la vez con temor porque piensan que ella podría quitarles su lugar en la pizca.
Maricia espera sola a que alguno de los camiones que pasan por el parque se detenga, abra sus puertas y deje asomar al conductor (también trabajador del campo) que ofrece empleo: “Voy por semana, nada más, ya no hay por día”.
“¿Pa’ dónde sale?”, preguntan las y los jornaleros que se arremolinan porque quieren saber a qué rancho podrían ir a trabajar ese día. La experiencia les dirá qué centro de trabajo es más “canijo” (explotador) que otro; de eso depende que las trabajadoras suban o no al camión.
“Voy pa’ lo mismo, a la pizca de bolita (col de bruselas) de 130 pesos el día”, responde el conductor que se distingue entre el resto de trabajadores por ir mejor vestido y más limpio.
“¿Y cuándo pagas?”, insisten las mujeres entre los apretujones de otros jornaleros. “Pagamos el viernes, pero no el que viene (en cuatro días) sino hasta la otra semana”, contesta el hombre sin esforzarse por insistir, ya que en cinco minutos (tiempo de espera máxima del transporte) las trabajadoras –sin estar convencidas– de todos modos subirán al camión.
Maricia deja pasar esa oportunidad y espera otras ofertas. Quince minutos después, y entre la angustia de los que no han subido a un camión, se van abrir otras puertas: “Voy a la mora, es por día de a 120 pesos, pero necesito que traigas papeles”, dice otro conductor (otra vez un hombre joven, de rasgos indígenas, recién bañado).
El empleado no explica para qué quiere los papeles, pero necesita un acta de nacimiento y la credencial de elector de Maricia.
“Acabo de llegar al Valle y todavía no me han mandado mis papeles”, explica la jornalera. “Entonces no se puede”, advierte el conductor y cierra la puerta detrás de los brincos apresurados de las trabajadoras que aceptaron subir por los 120 pesos por día que recibirán al terminar la semana.
Pasan más de 20 minutos entre varios intentos frustrados. El día ya asoma sus primeros rayos mientras las últimas jornaleras alargan sus cuellos morenos en dirección a la carretera en espera de los últimos transportes.
Un jornalero de nombre Mauricio, no mayor de 30 años y originario del DF, se acerca a Maricia. “Es pura pantalla, los están pidiendo después de la huelga de jornaleros para hacer la finta de que están dando de alta en el Seguro Social, pero esos papeles nunca los piden”, le dijo a la joven.
“Yo voy a la pizca de ‘bolita’, pero es lo más difícil: tienes que aplastarla con la palma de las manos, ya después de mediodía; cuando juntes como unas seis cubetas, te andas sentando en una piedra para empezar a cortar”, explica el hombre que emigró al norte del país hace cinco años.
El jornalero insiste que el campo “no es vida” y que una mujer joven sin experiencia en la agricultura, como Maricia, no va a aguantar ni el primer día porque la jornada es tan desgastante que algunas personas se desmayan.
“Acá lo mejor es irse por ‘el diablo’, o sea por día, porque si te vas por ‘tarea’ –como hacen la mayoría de las mujeres para llegar temprano a sus casas para estar con sus hijas e hijos– es más duro, necesitas hacer todo más rápido para sacar más (dinero)”, le dice el jornalero.
Y continúa: “No te vayas por semana porque tardan mucho en pagarte o luego te dan menos; mejor por día en lo que aprendes y te la llevas con calma, pero eso sí, entras ahorita (entre seis y siete de la mañana dependiendo el trayecto hasta el campo) y sales hasta la cinco o seis de la tarde”.
En vista de los distintos fracasos de Maricia para encontrar trabajo por un día, el jornalero propone decirle al “bato” que conduce el camión de personal que él espera que “haga paro”, y también se lleve a trabajar a la joven inexperta.
Mauricio ruega al conductor mientras los otros jornaleros (que ya tienen asegurado su lugar en el camión) empujan a Maricia para que se quite de la puerta, ya que esta vez sólo irá el mismo número de personas que fue al campo el día anterior.
La  joven se acomoda en uno de los primeros asientos del transporte; aunque el paliacate sólo le dejaba descubiertos los ojos, varios hombres que pasan a su lado le sueltan comentarios sexistas.
El jornalero junto al que ella se sienta saca uno de sus dos burritos por si durante la jornada no le da tiempo de “echarse un taco”.
El camión avanza apenas dos minutos; la “mayordoma” (de no más de 20 años y con estatura de niña) observa al grupo, identifica a Maricia y de inmediato ordena: “La nueva que se baje; la nueva no va”.
Su voz silencia el transporte y aunque Maricia ruega, la “mayordoma” se niega a llevarla y la baja a cuadra y media del parque. Una vez abajo, alrededor de la joven unas 20 jornaleras de más de 50 años esperan otro camión con su bote de 20 kilos en el que echarán los productos del campo.
Las adultas mayores “no sirven”
Rafaela Domínguez, jornalera cuyas arrugas cerraban sus parpados, caminó desde las 4 de la mañana para llegar al parque. Ahora tendrá que caminar de regreso una hora porque no consiguió trabajo.
Ninguno de los 15 camiones que Rafaela vio pasar esta mañana la quiso subir porque “ya no puede, no sirve, no acaba sus tareas y otros la tienen que ayudar”.
Lleva más de 30 años trabajando en el Valle de San Quintín, y aunque dejó parte de su vida en los ranchos, la mujer no tuvo derecho a una jubilación, nunca estuvo inscrita al IMSS.

“¿Cómo le va hacer para comer hoy, doña Rafaela?”, le pregunta Maricia que camina junto a ella en dirección a la comunidad El Papalote. “Me voy hacer mis tortillas a ver si las puedo vender, pero mañana regreso otra vuelta a ver si ahora sí me llevan”, le responde, mientras desploma al costado de su cuerpo encorvado sus manos callosas a las que no coloca guantes porque –dice– podrían maltratar las plantas que le dan trabajo y alimento.

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