Una mujer jornalera en San Quintín. Foto: Antonio Nava |
VALLE DE SAN QUINTÍN, B.C.
(apro-cimac).- De madrugada y en penumbras, María se despabila de un sueño que
apenas duró cuatro horas y se levanta de su desgastado colchón, para iniciar
desde las tres de la mañana su labor como jornalera en este valle del estado de
Baja California (BC).
A
esa hora, el viento frío congela esta orilla del Océano Pacífico, a 170
kilómetros al sur del municipio de Ensenada. María vive en un pequeño cuarto
con paredes de concreto y techo de lámina. Con las manos entumidas, la mujer
deja arder en una diminuta estufa eléctrica unas tortillas que hizo a mano para
el “lonche” (almuerzo) de su familia.
En
su bolsa tejida, típica de su natal Oaxaca (al sur del país), María acomoda dos
“burritos” (tacos de frijoles y arroz) que comerá al mediodía, cuando el
“mayordomo” (capataz de los campos agrícolas) apenas le dé media hora de
descanso para almorzar. En ese instante podrá relajarse un poco de las horas
que ya llevará en la pizca de la mora en un rancho de alguno de los
agricultores de la región.
Como
María, todas las jornaleras –antes de llegar a los campos agrícolas– se visten
con un trapo en la cabeza y una gorra para soportar el calor; un paliacate que
les cubre nariz y boca para no aspirar los productos tóxicos con los que se
fumiga la cosecha.
También
se ponen una sudadera larga para no espinarse los brazos; un pantalón de
mezclilla para que resista el desgaste de andar en cuclillas; calcetines para
que las plantas no les rasguñen los pies, y una falda encima del pantalón para
que los hombres no les miren el cuerpo y las acosen.
Después,
la jornalera se despide de sus hijos, a quienes deja dormidos sobre el mismo
colchón del que ella se levantó. Empuja un pedazo de madera con tres clavos que
ingenió a manera de puerta y cerrojo de su casa.
María
le grita a su vecina que ya se va, que le encarga a los niños y la casa. Afuera
la esperan otras mujeres que se acompañan entre sí para no caminar solas los
cientos de metros sin alumbrado público que recorren desde sus comunidades
hasta la carretera Transpeninsular, principal vialidad de la zona, donde
tomarán el camión que las llevará a los campos agrícolas.
A
las cinco de la mañana, el parque de la delegación San Quintín, sobre la oscura
carretera Transpeninsular, tiene más vida que a cualquier otra hora.
Los
trabajadores del campo llegan del norte o sur del Valle y se aglutinan
frente los juegos de metal que las y los habitantes pidieron hace pocos años al
Centro de Gobierno para que sus hijas e hijos cuenten con espacios recreativos,
aunque las mismas jornaleras tuvieran que “dar cooperación” y pintar los
columpios.
“La nueva” del grupo
Maricia
–joven de 20 años que acaba de llegar del Estado de México, y dejó sus estudios
por falta de recursos– intenta acercarse a un grupo de mujeres que tiemblan de
frío mientras esperan que un transporte de personal las lleve a trabajar a un
campo.
Pregunta
a las trabajadoras sobre las actividades del campo; la ignoran con hostilidad y
a la vez con temor porque piensan que ella podría quitarles su lugar en la
pizca.
Maricia
espera sola a que alguno de los camiones que pasan por el parque se detenga,
abra sus puertas y deje asomar al conductor (también trabajador del campo) que
ofrece empleo: “Voy por semana, nada más, ya no hay por día”.
“¿Pa’
dónde sale?”, preguntan las y los jornaleros que se arremolinan porque quieren
saber a qué rancho podrían ir a trabajar ese día. La experiencia les dirá qué
centro de trabajo es más “canijo” (explotador) que otro; de eso depende que las
trabajadoras suban o no al camión.
“Voy
pa’ lo mismo, a la pizca de bolita (col de bruselas) de 130 pesos el día”,
responde el conductor que se distingue entre el resto de trabajadores por ir
mejor vestido y más limpio.
“¿Y
cuándo pagas?”, insisten las mujeres entre los apretujones de otros jornaleros.
“Pagamos el viernes, pero no el que viene (en cuatro días) sino hasta la otra
semana”, contesta el hombre sin esforzarse por insistir, ya que en cinco
minutos (tiempo de espera máxima del transporte) las trabajadoras –sin estar
convencidas– de todos modos subirán al camión.
Maricia
deja pasar esa oportunidad y espera otras ofertas. Quince minutos después, y
entre la angustia de los que no han subido a un camión, se van abrir otras
puertas: “Voy a la mora, es por día de a 120 pesos, pero necesito que traigas
papeles”, dice otro conductor (otra vez un hombre joven, de rasgos indígenas,
recién bañado).
El
empleado no explica para qué quiere los papeles, pero necesita un acta de
nacimiento y la credencial de elector de Maricia.
“Acabo
de llegar al Valle y todavía no me han mandado mis papeles”, explica la
jornalera. “Entonces no se puede”, advierte el conductor y cierra la puerta
detrás de los brincos apresurados de las trabajadoras que aceptaron subir por
los 120 pesos por día que recibirán al terminar la semana.
Pasan
más de 20 minutos entre varios intentos frustrados. El día ya asoma sus
primeros rayos mientras las últimas jornaleras alargan sus cuellos morenos en
dirección a la carretera en espera de los últimos transportes.
Un
jornalero de nombre Mauricio, no mayor de 30 años y originario del DF, se
acerca a Maricia. “Es pura pantalla, los están pidiendo después de la huelga de
jornaleros para hacer la finta de que están dando de alta en el Seguro Social,
pero esos papeles nunca los piden”, le dijo a la joven.
“Yo
voy a la pizca de ‘bolita’, pero es lo más difícil: tienes que aplastarla con
la palma de las manos, ya después de mediodía; cuando juntes como unas seis
cubetas, te andas sentando en una piedra para empezar a cortar”, explica el
hombre que emigró al norte del país hace cinco años.
El
jornalero insiste que el campo “no es vida” y que una mujer joven sin
experiencia en la agricultura, como Maricia, no va a aguantar ni el primer día
porque la jornada es tan desgastante que algunas personas se desmayan.
“Acá
lo mejor es irse por ‘el diablo’, o sea por día, porque si te vas por ‘tarea’
–como hacen la mayoría de las mujeres para llegar temprano a sus casas para
estar con sus hijas e hijos– es más duro, necesitas hacer todo más rápido para
sacar más (dinero)”, le dice el jornalero.
Y
continúa: “No te vayas por semana porque tardan mucho en pagarte o luego te dan
menos; mejor por día en lo que aprendes y te la llevas con calma, pero eso sí,
entras ahorita (entre seis y siete de la mañana dependiendo el trayecto hasta
el campo) y sales hasta la cinco o seis de la tarde”.
En
vista de los distintos fracasos de Maricia para encontrar trabajo por un día,
el jornalero propone decirle al “bato” que conduce el camión de personal que él
espera que “haga paro”, y también se lleve a trabajar a la joven inexperta.
Mauricio
ruega al conductor mientras los otros jornaleros (que ya tienen asegurado su
lugar en el camión) empujan a Maricia para que se quite de la puerta, ya que
esta vez sólo irá el mismo número de personas que fue al campo el día anterior.
La
joven se acomoda en uno de los primeros asientos del transporte; aunque el
paliacate sólo le dejaba descubiertos los ojos, varios hombres que pasan a su
lado le sueltan comentarios sexistas.
El
jornalero junto al que ella se sienta saca uno de sus dos burritos por si
durante la jornada no le da tiempo de “echarse un taco”.
El
camión avanza apenas dos minutos; la “mayordoma” (de no más de 20 años y con
estatura de niña) observa al grupo, identifica a Maricia y de inmediato ordena:
“La nueva que se baje; la nueva no va”.
Su
voz silencia el transporte y aunque Maricia ruega, la “mayordoma” se niega a
llevarla y la baja a cuadra y media del parque. Una vez abajo, alrededor de la
joven unas 20 jornaleras de más de 50 años esperan otro camión con su bote de
20 kilos en el que echarán los productos del campo.
Las adultas mayores “no sirven”
Rafaela
Domínguez, jornalera cuyas arrugas cerraban sus parpados, caminó desde las 4 de
la mañana para llegar al parque. Ahora tendrá que caminar de regreso una hora
porque no consiguió trabajo.
Ninguno
de los 15 camiones que Rafaela vio pasar esta mañana la quiso subir porque “ya
no puede, no sirve, no acaba sus tareas y otros la tienen que ayudar”.
Lleva
más de 30 años trabajando en el Valle de San Quintín, y aunque dejó parte de su
vida en los ranchos, la mujer no tuvo derecho a una jubilación, nunca estuvo
inscrita al IMSS.
“¿Cómo
le va hacer para comer hoy, doña Rafaela?”, le pregunta Maricia que camina
junto a ella en dirección a la comunidad El Papalote. “Me voy hacer mis
tortillas a ver si las puedo vender, pero mañana regreso otra vuelta a ver si
ahora sí me llevan”, le responde, mientras desploma al costado de su cuerpo
encorvado sus manos callosas a las que no coloca guantes porque
–dice– podrían maltratar las plantas que le dan trabajo y alimento.
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