Esther Gordillo, que desde entonces tiene en jaque al gobierno y transa el desastre educativo a cambio de puestos lucrativos.
Esther Gordillo, que desde entonces tiene en jaque al gobierno y transa el desastre educativo a cambio de puestos lucrativos
Los hechos políticos ocurridos el domingo condensan una regresión extremamente grave en la historia del país. Hemos vuelto a las entrañas del antiguo régimen que creíamos enterradas. Reaparecen los fantasmas que una transición fracasada fue incapaz de abolir: el carro completo, la retórica del invencible, la inequidad como norma, el monopolio informativo y el control descarado de los órganos electorales.
Se han violentado los pactos que proclamamos como “definitivos” en 1996, precedidos de los acuerdos signados dos años antes en la vorágine de la revuelta zapatista. Los primeros compromisos fueron la abstención de las autoridades públicas de intervenir en los procesos electorales, la disolución de los vínculos simbióticos entre el partido oficial y el gobierno, la creación de entidades autónomas responsables de organizar los comicios y de valorarlos por la vía jurisdiccional. También la definición de los delitos electorales y los métodos de su persecución.
Las elecciones de 1994 tuvieron garantías básicas de legalidad y sus resultados fueron los primeros confiables en la historia nacional. Aún así era ostensible la disparidad de recursos entre los contendientes y el acceso limitado de la oposición a los medios electrónicos. El candidato presidencial electo declaró que el proceso había sido “legal, pero no equitativo”. Convocó en consecuencia a los diálogos que establecieron la estructura electoral vigente y abrieron el camino al pluralismo político y a la alternancia en la ocupación de todos los cargos derivados del sufragio.
La democracia sin embargo no se instaló. Faltaron los pactos fundamentales que consolidaron transiciones exitosas en el mundo entero: qué hacer con el pasado, el nuevo andamiaje constitucional y los acuerdos soberanos, económicos y sociales que hoy han hecho famoso a Lula. Fox se comprometió y falló: entregó el poder a los poderes transnacionales y privados, echando por la borda la esperanza de México. Una traición que no puede ser condonada: contra Reforma del Estado la disolución perversa de las instituciones públicas.
En vez de convocar a la transformación del país, se empeñó en ceder territorios hacia fuera y hacia dentro, a banalizar una Presidencia histórica y malbaratar un inmenso bono democrático. Su terquedad en rechazar una opción de izquierda en la conducción del país lo llevó a ensuciar su investidura con atracos electorales peores a los del régimen autoritario y nos condujo a la crisis insondable que vivimos. Una “vuelta en U”, como la ha precisado Sergio Aguayo.
Para la gobernabilidad confió en los favores de su comadre, la maestra Gordillo, que desde entonces tiene en jaque al gobierno y transa el desastre educativo a cambio de puestos lucrativos: vergüenza impronunciable de la República. Luego encaminó a los gobernadores del PRI para que respaldaran sus decisiones sucesorias. Les transfirió todos los atributos de los que había dispuesto el sistema cuya demolición había encabezado en su fase definitoria.
Inconciencia histórica sin duda pero también vaciamiento deliberado de la soberanía nacional. Cada uno de los caudillos regionales vencedores en esta contienda es a un tiempo súbdito de Televisa, servidor inconciente del interés extranjero y sepulturero de la democracia. Encarnan el ADN acendrado del autoritarismo y deben ser enfrentados por la sociedad. La pregunta que conmueve a la nación es si la solución es todavía asequible por una vía electoral mentirosa y secuestrada.
La salida es un pacto social que desafíe la pesantez abrumadora de los partidos corruptos y los intereses creados. Una asociación civil me ha instado para que reconstruyamos el camino a partir del momento más alto de la concertación democrática, cuando suscribimos las reglas de juego hoy trituradas. Los firmantes fuimos Alberto Anaya, Felipe Calderón, Santiago Oñate, Porfirio Muñoz Ledo y, en tanto testigo de honor, Ernesto Zedillo.
Ese entendimiento debiera ser restablecido por los actores consecuentes de hoy, comenzando por la ciudadanía vilipendiada e indignada. Lo demás es la asunción de un dilema entre la restauración abominable del pasado y la confrontación política sin atenuantes: el imperio impredecible de la violencia.