por Denise Maerker
En los años 80, los narcotraficantes eran hombres tan ricos que el mito urbano decía que podían resolver por sí mismos los problemas de deuda externa que asolaban a países como México y Colombia. No sé si Pablo Escobar o Caro Quintero llegaron a tener esas cantidades, pero lo que es seguro es que el negocio del tráfico de sustancias prohibidas a Estados Unidos les dejaba mucho dinero.
Hoy al negocio del tráfico ilegal de sustancias los nuevos grupos criminales en nuestro país han agregado todas las formas de expolio que encuentran a la mano. Los Caballeros Templarios, Guerreros Unidos o Los Rojos, lo que han hecho ha sido establecer su monopolio del uso de la fuerza en un área determinada para luego dedicarse sin temor ni obstáculos a robar. Lo mismo da que sea dinero de los productores de la zona, los ahorros de las familias locales, o el presupuesto del municipio. La fuerza que adquieren depende en definitiva del área que logran controlar y de la riqueza de la zona. No es lo mismo la abundancia de recursos de Tierra Caliente en Michoacán, que Guerrero o Morelos.
En Michoacán lo vimos por primera vez. La empresa —como se refería a su organización Servando Gómez La Tuta— cobraba un porcentaje de todo lo que se producía, comerciaba y vendía en su área de influencia: limones, aguacates, madera y minerales. A las alcaldías les exigía un 10% de todos los recursos que recibían y los mantenía amenazados para que lo dejaran operar con tranquilidad y sin sobresaltos. El control sobre los policías locales y la sumisión del poder público eran parte de los instrumentos que le permitían mantener su territorio libre de competidores, pero nunca vimos que La Familia o Los Templarios pusieran la fuerza de su organización al servicio de los políticos. No se supo (afortunadamente) de templarios tratando de resolverle a Fausto Vallejo el problema con los maestros de la coordinadora, por ejemplo.
Es en Iguala donde se da una confusión total entre criminales y autoridades, y por lo tanto también entre sus intereses. Ahí los gobernantes locales no sólo estaban al servicio de los criminales, sino que estos también obedecían a los intereses de ellos. Gracias al control que tenían sobre los jefes de la policía en Cocula e Iguala, Guerreros Unidos podía dedicarse sin ser molestado a traficar con amapola y mariguana, a secuestrar, a extorsionar y a robar, pero además tenía que responder y operar según conviniera a las ambiciones de la pareja municipal: José Luis Abarca y María de los Ángeles Pineda. Una ambición de aparador, por cierto, movida por la vanidad y por la avaricia porque nadie recuerda actos de gobierno particularmente favorables a ningún grupo social, pero eso sí compras absurdas como espejos por 45 mil pesos y muebles suntuosos para decorar y redecorar las oficinas del ayuntamiento. Los Abarca eran muy pulcros, vestían impecablemente y vivían con mucha comodidad. No es difícil imaginarlos acariciando el proyecto de gobernar todo Guerrero como lo hacían en Iguala apoyados por un ejercito privado de policías y sicarios aterrorizando y asesinando lo mismo a quien no pagaba una extorsión, a quien se resista en un retén o quien exigía más fertilizante.
La perfecta identidad entre criminales y autoridades es una confusión nefasta en la que se diluye cualquier separación entre ambición y avidez insaciable. Estamos frente a mafias rapaces que igual saquean las finanzas publicas que se ceban en contra de cualquiera que haya acumulado un mínimo, y a los que no tienen nada les arrancan por la fuerza a sus hijos para engrosar con ellos sus ejércitos de sicarios.
Y no sólo ocurrió en Iguala, en otras partes de esa misma región el esquema se repite. Lo hacen porque pueden. Porque nadie, ni el Estado, ni los partidos, ni la sociedad les hemos puesto un límite.
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