LEIB CILIGA /
Érase que se era, como pasa en los viejos cuentos de hadas, érase que se era, un reyezuelo que gozaba el jajaja. Se sentía guapo y siempre sonreía. Y no pasa día que no lo fotografiaran a plena carcajada. Se diría que era el comandante del pueblo de los felices. Por cualquiera de los poblados que visitaba el reyezuelo, la gente salía en carretadas y se arremolinaba para verlo. Algunas mujeres le gritaban que querían tener, con él, un hijo. Los hombres le aplaudían entusiasmados y se portaban sumisos. Todos parecían consentirlo y él les respondía con grandes promesas.
El pueblo de los felices buscaba cualquier pretexto para no trabajar e irse de farra. Era un pueblo famoso por haber construido puentes de fábula, diferentes de los acueductos romanos, más suntuosos, más espléndidos, más elásticos. Eran puentes imaginarios que unían puntos distantes en el tiempo y sostenían días de diversión, de desenfreno al límite. Cuando los puentes se hacían imposibles, entonces alargaba los fines de semana y hacía los honores a San Lunes, uno de sus santos patronos.
Durante las fiestas, los habitantes de farralandia se mostraban ingeniosos, amables, alegremente espléndidos. Su explosivo estado de éxtasis les permitía soñar con realizar las más grandes hazañas, convertir a los desconocidos que los rodeaban en sus nuevos queridos amigos, derrochar en compras todo su dinero, sin importarles los días por venir: Dios proveerá, decían con la certeza de quien ha vivido a menudo el hechizo de los milagros.
Las promesas que les hacía su reyezuelo no les interesaban. Los habitantes del pueblo de las carcajadas sabían que no las cumpliría. Lo que le exigían era que les mintiera para poder vivir en su imaginación los sueños de la felicidad momentánea. La misma actitud tenía frente a los empresarios que le vendían productos envueltos en mágicas ilusiones. Todo lo que necesitaban era tener a la mano artículos que les evitara hacer ejercicio y comer adecuadamente para bajar de peso; o que uno sólo de esos productos los aliviara de las más penosas enfermedades mientras ellos continuaban fumando, bebiendo alcohol y refrescos.
Su vida era una gran farsa…pero de etiqueta. Todos los carcajeados sabían jugar sus papeles desde la más tierna infancia. Hacían travesuras, comían sólo golosinas, no hacían las tareas escolares y, a pesar de esto, eran ellos quienes les exigían buenas conductas a sus maestros y a sus padres. Para que nada interrumpiera la fiesta permanente de los farsálicos, sus padres los consentían en todo mientras tampoco a ellos les interrumpiera sus diversiones. Los maestros, ¡ah, los maestros!... únicamente enseñaban lo que se les ocurría y podían, porque resulta que la gran mayoría de ellos no eran profesores, sino improvisados actores que habían fracasado en el gran circo de la simulación del esfuerzo. Por eso los maestros, profesores y facilitadores convirtieron a los niños y jóvenes carcajeados en los príncipes de las escuelas y universidades. Ellos eran el centro de sus decisiones, de sus esfuerzos y sobre todo de sus discursos. Las más importantes decisiones sobre la educación y la investigación eran moldeadas por las voluntades de los educandos, pues ellos eran el futuro del país de la farra y de la farsa ¿y quién se quiere pelear con los futuros dueños de la carpa?
Algunos carcajeados, estos habitantes tan singulares y grandiosos que aseguran que como ellos en el mundo no hay dos, de repente se quejaban, menos de las atrocidades de sus reyezuelos y sus cortesanos y más de que sus torpezas y excesos les produjeran sentimientos que les echaban a perder sus dosis de alegría cotidiana. ¿Cómo carcajearse a gusto si de repente aparecían carcajeados sin cabeza, sin brazos ni piernas o con sus cuerpos perforados por las enormes balas de sus juguetes de fuego? ¿Quién podría reírse plenamente si les daban la noticia de que las arcas del reino las vaciaban los gobernantes por exceso de gastos para sus diversiones particulares, a las cuales los carcajeados menos afortunados no eran invitados? ¿Cómo imaginar una vida plena de carcajadas si los extranjeros eran exonerados de las penas por sus delitos, si las autoridades disculpaban a medio mundo de sus faltas cometidas, si esas mismas autoridades trabajaban de común acuerdo con los maleantes? ¿A qué insensato dirigente se le ocurría pensar que el pueblo feliz, por definición astral, podría reír a mandíbula batiente si le decían que sus partidos políticos, sus autoridades electorales, sus gobernantes electos, sus empresarios y funcionarios de gobierno gastaban los dineros del pueblo y lo engañaban con las cuentas?
Las demandas de los carcajeantes no consistían en desaparecer estas regularidades, que de tan cotidianas, se convertían en los panes dulces que animaban sus pláticas diarias, aderezadas con picantes y sabrosos chistes que hacían inolvidables esos momentos. Lo que deseaba este pueblo lindo y querido era que sus estudiantes recibieran títulos universitarios de acuerdo a sus deseos, que estuvieran siempre de vacaciones (por eso hacían los paros de labores) sin cumplir con los rigores de la formación académica que arruinaba la felicidad diaria de norteamericanos, ingleses, finlandeses, asiáticos. Su exigencia también incluía no pagar impuestos, porque el dinero que aportaban se lo robaban sus reyezuelos. Pero si exigían que los servicios públicos fueran de la misma calidad que en Europa o Estados Unidos o en Japón.
Y los reyezuelos y sus compinches, a su vez, querían que sus gobernados se comportaran como verdaderos siervos, que aceptaran sus órdenes, sus tranzas, sus delirios como la cosa más natural del mundo, en una tierra que producía sonrisas, risas y carcajadas diarias y constantes para poder pagar esos caprichos y más. Además querían que su servidumbre aceptara que no los debían informar de los robos que hacían para que no sufrieran junto con ellos las molestias de los sustos que se llevaban cuando algún despistado carcajeante en funciones gubernamentales se le ocurría querer aplicar las leyes en la tierra de la farra y la farsa. Si el pueblo que ríe y canta quiere alcanzar la dicha plena, entonces, pensaban los reyezuelos, deberá aceptar que les digamos lo que deben hacer, cómo pensar, porque nosotros tenemos la fórmula mágica para que sean felices sin estudiar, sin trabajar, sin pagar impuestos: la condición es que nos den libertad absoluta para manejar los dineros públicos a nuestro antojo.
Y el pueblo de la farra y de la farsa parecía estar de acuerdo. Sólo que sus deseos de gloria y trascendencia morían a cada rato y encontraban escollos difíciles de superar. Su grandioso circo lo llenaban las estrellas de la selección de futbol. Y cuando estos gladiadores eran alcanzados por las ondas expansivas de los gases que se echaba su empresa petrolera, o por los desfiguros de sus jueces o las torpezas de su reyezuelo o por todo junto, entonces no podían jugar adecuadamente y el pueblo de las carcajadas se convertía en el pueblo de los rugidos, la cólera, la frustración desbordada en insultos y regaños y mentadas de madre. Sólo al este de este paraíso seguían las fiestas desbordantes de alegría.
En el pueblo de las carcajadas las leyes no se respetan, las tranzas y robos de sus dirigentes no se castigan, las indisciplinas de sus estudiantes y maestros son convertidas en luchas reivindicativas y aplaudidas por mesías de las reivindicaciones amorosas del pueblo que sí ama al pueblo, las miserias son vividas como fatalidades divinas. Nadie respeta a nadie, todos desconfían de todos, todos se burlan de todos para alimentar el único bien nacional auténtico de este pueblo: las carcajadas que acompañan los sarcasmos de impotencia frente a esta manera de ser que muchos intelectuales reivindican como la singularidad de este pueblo que no sabe sonreír gracias a la inteligencia y la ironía, ni criticar su entorno ni autocriticarse sin que existan ofensas, descalificaciones y lesiones. Así es ese pueblo gobernado por un rey de chocolate, con nariz de cacahuate, con pelo de miel, castillo de membrillo y nubes de algodón que sigue siendo eternamente niño.
FUENTE: LA JORNADA VERACRUZ