El mejor
antídoto contra la corrupción es que haya Estado de derecho. Sin éste es
imposible acabar con el flagelo, como ha quedado demostrado en México a lo
largo de su historia. Viene al caso esta afirmación, porque Enrique Peña
Nieto dijo que “la transparencia” es la solución al fenómeno más dañino y
costoso para los mexicanos. Lo sería, sin duda, si existieran condiciones para
que la hubiera, pero es por demás obvio que no las hay, mucho menos a partir de
que se rompieron las reglas no escritas del régimen de la Revolución Mexicana.
¿De qué
ha servido que se transparentara la existencia de las cuantiosas “donaciones”
al inquilino de Los Pinos y a otros miembros de su gabinete? Una solución de
fondo a un asunto de tanta trascendencia para la sociedad no es tan simple. Es
preciso que la élite gobernante asuma su responsabilidad con ética, factor que
en las actuales circunstancias del país es materialmente imposible. Es tanto
como un acto de ilusionismo de un mago milagroso.
La
tecnocracia salinista tomó el poder con el único propósito de depredar a la
nación, junto con sus amigos del sector privado, hecho que ha sido plenamente
documentado. Los costos han sido escalofriantes para las clases mayoritarias,
quienes han perdido la viabilidad de mejorar su nivel de vida, de manera cada
vez más dramática. La corrupción en las altas esferas del poder se
magnificó como nunca antes, y si no se cambia de régimen dicho proceso se irá
agravando.
Según
Peña Nieto, “desde el inicio de esta administración hicimos nuestro este
innovador modelo (el de la transparencia), este innovador paradigma,
promoviendo su adopción dentro y fuera del país”, como afirmó al inaugurar la
Cumbre Global de la Alianza para el Gobierno Abierto 2015. Sin embargo, en los
hechos lo único que se ha logrado ha sido “transparentar” una incuestionable
ausencia de ética de la cúpula gobernante, un cinismo vergonzoso e indignante
que ha debilitado al régimen más que cualquier otro problema, de los muchos que
padece la sociedad nacional.
Quizá
tenga razón el primer ministro de Rumania, Víctor Ponta, quien dijo que “los
ciudadanos están dispuestos a perdonar nuestros errores si nosotros comprobamos
que somos transparentes y que no tenemos nada que esconder, que queremos hacer
un mejor gobierno y que aprendemos de las equivocaciones”. Pero eso es una
utopía donde no existe un elemental Estado de derecho, porque así no es posible
dar paso a la confianza entre gobernantes y gobernados.
Una cosa
es la transparencia y otra muy diferente el cinismo, actitud que caracteriza al
grupo en el poder en México. Como ya no es fácil para las élites ocultar
corruptelas, yerros y comportamientos antisociales, por la prontitud y eficacia
de las redes sociales, se cayó de plano en un cinismo perverso que hace más
evidente la falta de principios en la burocracia dorada, absolutamente
entregada a la cúpula de la oligarquía, que es donde están los grandes
negocios, la gran corrupción.
La
presidenta de la Alianza para el Gobierno Abierto (AGA), Suneeta Kaimal,
sentenció: “Un gobierno verdaderamente abierto tiene que empoderar a su gente
para que tengan voz y tengan manera de regir sus vidas”. Es una manera de decir
que sin democracia participativa nomás no hay modo de que haya transparencia,
pero como la humanidad ha tirado la democracia prácticamente a la basura,
hablar de ella es ahora un anatema, como lo sería hablar de comunismo cuando es
por demás obvio que no hay condiciones mínimas para que lo haya.
Democracia
real y comunismo democrático son verdaderas utopías en estas primeras décadas
del siglo veintiuno. Lo que se ha logrado instaurar ha sido un sistema de corte
neofascista, en tanto que se empoderó a una minoría cada vez más selecta y más
voraz, como lo eran los aristócratas que llevaron a Hitler al poder y como lo
son en la actualidad los grandes plutócratas que sostienen a las élites
gobernantes en los países del Grupo de los Siete.
De ahí
que sea pura demagogia decir que la transparencia “es el mejor antídoto” contra
la corrupción. El único remedio verdadero es empoderar a las clases
mayoritarias, porque sólo ellas podrán frenar el flagelo, en beneficio de la
sociedad en su conjunto.