A menudo, el contraste de los resultados arrojados por dos
proyectos de nación distintos, que dicen aspirar a los mismos objetivos por
diferentes senderos, resulta francamente odioso. Sobre todo para aquellos cuyos
saldos son palmariamente desastrosos.
Ése es
el caso de Argentina y México, por ejemplo, cuyos gobiernos profesan credos
ideológicos, políticos y económicos diametralmente distintos. Aquel milita en
el bando antineoliberal. Éste en la internacional neoliberal. Ambos, con sus
reformas energéticas radicalmente opuestas, prometen avanzar estratégicamente
hacia la soberanía y la autosuficiencia petrolera de sus países.
Cristina
Fernández busca alcanzar esas metas a través de la nueva nacionalización de la
empresa Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF). Carlos Menem la había
subastado en 1992, amparándose en la supuesta ineficiencia del organismo, la
cual sería subsanada con su conversión en una virtuosa entidad privada y
extranjerizada. No obstante, en abril de 2012, la presidenta argentina la
recupera para el Estado. Responsabiliza a la española Repsol, que se había
apoderado de YPF en 1999, de la crítica situación energética de su país: la
caída drástica de las reservas probadas de petróleo y gas, debido a su
sobreexplotación y la falta de inversiones destinadas a su reposición y el
mantenimiento de la infraestructura de la industria; la reducción de la producción
de esos productos, que obliga a importarlos en 2011, por primera vez desde
1994, para compensar los problemas de abastecimiento interno; la especulación
de los precios domésticos de sus derivados; la pérdida de ingresos fiscales del
Estado; la “política de vaciamiento” financiero de la filial YPF, con la
transferencia de sus utilidades a hacia la matriz.
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