¿Cómo se puede explicar lo ocurrido el
miércoles 29 de junio, cuando el gobernador electo, Miguel Ángel Yunes Linares,
Ricardo Anaya Cortés, actual presidente del PAN y Santiago Creel Miranda,
líder de la comisión de procesos electorales del PAN y próximo diputado
del Constituyente de la Ciudad de México, fueron agredidos por decenas de
supuestos simpatizantes del aún gobernador Javier Duarte, al salir del Congreso
Local y tratar de convencer a los legisladores para que no votaran a favor del
Fiscal Anticorrupción propuesto por el mismo Duarte quien, en caso de quedarse
en el cargo, le cubriría las espaldas una vez terminado su mandato?
He aquí una posible explicación. A partir del año 2000, el de la
alternancia, los gobernantes de las diversas entidades federativas se han
empoderado hasta convertirse en algo así como “señores feudales”. Poco a poco,
conforme se debilita la institución presidencial, los gobernadores han ganado
el poder que ésta ha perdido.
Teóricamente hay una correlación directa entre el poder de la
presidencia y el poder de los gobernadores, conforme el primero aumenta el
segundo disminuye y viceversa.
En los últimos 16 años, la institución presidencial ha visto
disminuir su influencia y su poder, se ha convertido en lo que los estudiosos llaman
“una presidencia acotada”, haciendo referencia a que se terminaron los años de
los presidentes omnipotentes, aquellos que quitaban y ponían gobernadores,
presidentes municipales, legisladores, ministros, líderes sindicales; que
decidían sobre todos los asuntos públicos ya políticos, ya económicos, ya
sociales, ya culturales, privados incluso; que operaban como árbitros, situados
muy por encima de todos los grupos e intereses que componen a la Nación.
Para muchos esto supone un rasgo positivo, propio de una
democracia en vías de consolidación, pues una presidencia acotada supone que la
sociedad puede ejercer un mayor control sobre la actuación de los diversos
mandatarios, en particular sobre las políticas públicas dictadas por éstos y
sobre su intervención en todos aquellos asuntos de interés general.
En 1997, año en que por primera vez el partido del presidente de
la república, léase el PRI, no tiene mayoría en el Congreso, comenzó el declive
del presidencialismo exacerbado. En el año 2000, ese proceso atraviesa por un
momento culminante cuando el PRI pierde la presidencia y la diada
presidencia-partido queda desarticulada.
Con la pérdida de la mayoría en el Congreso y la salida de la
presidencia del partido que había gobernado al país por 71 años, gran parte de
la lógica del sistema político mexicano se trastocó. Se rompieron los
equilibrios, la falta del orden impuesto por el presidente en turno, vía su
arbitrio, pero también a partir del manejo de las fuerzas políticas componentes
del sistema, permitió el empoderamiento de regiones, grupos, actores que antes
de la debacle se sometían a la voluntad presidencial, pero que ahora, no sólo
no se someten, sino que pareciera venden caro su apoyo.
Si antes, en muchas de las ocasiones los gobernadores se sostenían
en su cargo gracias al apoyo presidencial, ahora pareciera que el presidente
necesita de los gobernadores, los recursos económicos de sus estados y los
votos potenciales que cada entidad federativa pueda ofrecer, sobre todo cuando
el voto se ha fragmentado al punto de tener presidentes que lo son gracias al
apoyo de poco más de un tercio de la ciudadanía.
De acuerdo con esta lógica la agresión sufrida por los
personajes mencionados, así como por sus guaruras y acompañantes, bien puede
entenderse en el marco del poder creciente de los gobernadores de los estados
que en muchos de los casos operan incluso de manera facciosa y prepotente.
Los agresores, quienes empujaron, golpearon, apedrearon y
apalearon, o trataron de hacerlo, a los políticos panistas, fueron
identificados como integrantes de los 400 pueblos. Lo anterior fue desmentido
por Yunes quien afirmó no haber reconocido a ningún miembro de dicho grupo, al
tiempo que sostuvo que se trataba de gente pagada por el mismo gobernador
Duarte.
Después de ventilar ante los medios esta agresión, el próximo
gobernador de Veracruz pidió la intervención del presidente de la República,
Enrique Peña Nieto, para que ponga un alto a Duarte, lo inhabilite y en su
lugar designe a alguien que pueda concluir la transición entre el gobierno
saliente y el entrante argumentando, entre otras cosas, un problema mental,
mismo que ha llevado a Duarte a perder el control sobre sus acciones.
Aquí se sostiene, que lo que padece Duarte no es un problema
mental, sino las consecuencias de seis años de gobierno, en los que este
personaje actuó como el máximo poder en Veracruz sin que nadie, ni el
presidente, ni su partido, ni grupos de la entidad pudieran ponerle un freno.
Su poder incontestado lo llevó igual a involucrarse en escándalos financieros,
a ser acusado por deudas millonarias al no cumplir con el pago a proveedores e
instituciones, trabajadores del gobierno y personas jubiladas, a ser señalado
por desvíos de presupuestos destinados a diversos rubros como seguridad, a ser
acusado de un manejo discrecional del presupuesto estatal, atacado por hacer
desaparecer miles de millones de pesos de dicho presupuesto, por aumentar la
deuda pública del estado sin que todo ello se refleje en una disminución del
número de pobres y en un mejoramiento de las condiciones de vida de sus
gobernados. A lo anterior habrá que agregar el número de periodistas
desaparecidos (5) y asesinados (18) durante su gestión.
Todo lo anterior no ha sido suficiente para que el presidente de
la República y su partido se deslinden de su gestión, el último lo ha hecho
apenas un poco antes de las elecciones estatales que tuvieron lugar este año,
para tratar de minimizar el impacto negativo de la gestión de Duarte en el
proceso electoral.
En el caso del presidente Peña, cabe preguntar primero, si
cuenta con las facultades legales para retirar de su cargo a un gobernador,
siendo ésta una facultad de la Cámara de Senadores, de acuerdo con el Artículo
76, fracción V, de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.
Segundo, si el equilibrio de poderes, dados los cambios mencionados, le
alcanzan para proponer la salida anticipada de Duarte. Tercero, si existe
voluntad política y si le parece conveniente ceder a la petición del gobernador
electo, cuyo partido le arrebató la gubernatura a su candidato, Héctor Yunes
Landa.
Sea cual sea la respuesta a estas interrogantes, lo cierto es
que la enfermedad que hoy padece Javier Duarte y muchos otros gobernadores, se
llama “debilidad presidencial”, donde la falta de pesos y contrapesos permite a
los gobernantes estatales encabezar “gobiernos de botín” donde lo que menos
importa es el bienestar de sus gobernados, quienes tampoco cuentan con los
instrumentos legales y factuales que les permitan hacer efectiva la revocación
de mandato en casos como el aquí comentado.