6 de julio de 2016

JAVIER DUARTE Y LA DEBILIDAD PRESIDENCIAL

¿Cómo se puede explicar lo ocurrido el miércoles 29 de junio, cuando el gobernador electo, Miguel Ángel Yunes Linares, Ricardo Anaya Cortés, actual presidente del PAN y  Santiago Creel Miranda, líder de la comisión de procesos electorales del PAN y próximo diputado del Constituyente de la Ciudad de México, fueron agredidos por decenas de supuestos simpatizantes del aún gobernador Javier Duarte, al salir del Congreso Local y tratar de convencer a los legisladores para que no votaran a favor del Fiscal Anticorrupción propuesto por el mismo Duarte quien, en caso de quedarse en el cargo, le cubriría las espaldas una vez terminado su mandato?
He aquí una posible explicación. A partir del año 2000, el de la alternancia, los gobernantes de las diversas entidades federativas se han empoderado hasta convertirse en algo así como “señores feudales”. Poco a poco, conforme se debilita la institución presidencial, los gobernadores han ganado el poder que ésta ha perdido.
Teóricamente hay una correlación directa entre el poder de la presidencia y el poder de los gobernadores, conforme el primero aumenta el segundo disminuye y viceversa.
En los últimos 16 años, la institución presidencial ha visto disminuir su influencia y su poder, se ha convertido en lo que los estudiosos llaman “una presidencia acotada”, haciendo referencia a que se terminaron los años de los presidentes omnipotentes, aquellos que quitaban y ponían gobernadores, presidentes municipales, legisladores, ministros, líderes sindicales; que decidían sobre todos los asuntos públicos ya políticos, ya económicos, ya sociales, ya culturales, privados incluso; que operaban como árbitros, situados muy por encima de todos los grupos e intereses que componen a la Nación.
Para muchos esto supone un rasgo positivo, propio de una democracia en vías de consolidación, pues una presidencia acotada supone que la sociedad puede ejercer un mayor control sobre la actuación de los diversos mandatarios, en particular sobre las políticas públicas dictadas por éstos y sobre su intervención en todos aquellos asuntos de interés general.
En 1997, año en que por primera vez el partido del presidente de la república, léase el PRI, no tiene mayoría en el Congreso, comenzó el declive del presidencialismo exacerbado. En el año 2000, ese proceso atraviesa por un momento culminante cuando el PRI pierde la presidencia y la diada presidencia-partido queda desarticulada.
Con la pérdida de la mayoría en el Congreso y la salida de la presidencia del partido que había gobernado al país por 71 años, gran parte de la lógica del sistema político mexicano se trastocó. Se rompieron los equilibrios, la falta del orden impuesto por el presidente en turno, vía su arbitrio, pero también a partir del manejo de las fuerzas políticas componentes del sistema, permitió el empoderamiento de regiones, grupos, actores que antes de la debacle se sometían a la voluntad presidencial, pero que ahora, no sólo no se someten, sino que pareciera venden caro su apoyo.
Si antes, en muchas de las ocasiones los gobernadores se sostenían en su cargo gracias al apoyo presidencial, ahora pareciera que el presidente necesita de los gobernadores, los recursos económicos de sus estados y los votos potenciales que cada entidad federativa pueda ofrecer, sobre todo cuando el voto se ha fragmentado al punto de tener presidentes que lo son gracias al apoyo de poco más de un tercio de la ciudadanía.
De acuerdo con esta lógica la agresión sufrida por los personajes mencionados, así como por sus guaruras y acompañantes, bien puede entenderse en el marco del poder creciente de los gobernadores de los estados que en muchos de los casos operan incluso de manera facciosa y prepotente.
Los agresores, quienes empujaron, golpearon, apedrearon y apalearon, o trataron de hacerlo, a los políticos panistas, fueron identificados como integrantes de los 400 pueblos. Lo anterior fue desmentido por Yunes quien afirmó no haber reconocido a ningún miembro de dicho grupo, al tiempo que sostuvo que se trataba de gente pagada por el mismo gobernador Duarte.
Después de ventilar ante los medios esta agresión, el próximo gobernador de Veracruz pidió la intervención del presidente de la República, Enrique Peña Nieto, para que ponga un alto a Duarte, lo inhabilite y en su lugar designe a alguien que pueda concluir la transición entre el gobierno saliente y el entrante argumentando, entre otras cosas, un problema mental, mismo que ha llevado a Duarte a perder el control sobre sus acciones.
Aquí se sostiene, que lo que padece Duarte no es un problema mental, sino las consecuencias de seis años de gobierno, en los que este personaje actuó como el máximo poder en Veracruz sin que nadie, ni el presidente, ni su partido, ni grupos de la entidad pudieran ponerle un freno. Su poder incontestado lo llevó igual a involucrarse en escándalos financieros, a ser acusado por deudas millonarias al no cumplir con el pago a proveedores e instituciones, trabajadores del gobierno y personas jubiladas, a ser señalado por desvíos de presupuestos destinados a diversos rubros como seguridad, a ser acusado de un manejo discrecional del presupuesto estatal, atacado por hacer desaparecer miles de millones de pesos de dicho presupuesto, por aumentar la deuda pública del estado sin que todo ello se refleje en una disminución del número de pobres y en un mejoramiento de las condiciones de vida de sus gobernados. A lo anterior habrá que agregar el número de periodistas desaparecidos (5) y asesinados (18) durante su gestión.
Todo lo anterior no ha sido suficiente para que el presidente de la República y su partido se deslinden de su gestión, el último lo ha hecho apenas un poco antes de las elecciones estatales que tuvieron lugar este año, para tratar de minimizar el impacto negativo de la gestión de Duarte en el proceso electoral.
En el caso del presidente Peña, cabe preguntar primero, si cuenta con las facultades legales para retirar de su cargo a un gobernador, siendo ésta una facultad de la Cámara de Senadores, de acuerdo con el Artículo 76, fracción V, de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Segundo, si el equilibrio de poderes, dados los cambios mencionados, le alcanzan para proponer la salida anticipada de Duarte. Tercero, si existe voluntad política y si le parece conveniente ceder a la petición del gobernador electo, cuyo partido le arrebató la gubernatura a su candidato, Héctor Yunes Landa.
Sea cual sea la respuesta a estas interrogantes, lo cierto es que la enfermedad que hoy padece Javier Duarte y muchos otros gobernadores, se llama “debilidad presidencial”, donde la falta de pesos y contrapesos permite a los gobernantes estatales encabezar “gobiernos de botín” donde lo que menos importa es el bienestar de sus gobernados, quienes tampoco cuentan con los instrumentos legales y factuales que les permitan hacer efectiva la revocación de mandato en casos como el aquí comentado.  

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