Por: Alan Woods
Bloghemia
Texto del teórico y
autor político británico, Alan Wood sobre el origen de la religión.
"El hombre está
totalmente loco. No sabría cómo crear un gusano, y crea dioses por
docenas": Montaigne.
"Toda mitología
supera, domina y transforma las fuerzas de la naturaleza en la imaginación y
mediante la imaginación; por lo tanto desaparece con la llegada de la auténtica
dominación sobre ellas" : Marx.
Los animales no tienen
religión, y en el pasado se decía que ésa era la principal diferencia entre
hombres y bestias. Pero ésta es sólo otra forma de decir que únicamente los
seres humanos poseen conciencia en el sentido pleno de la palabra. En los
últimos años ha habido una reacción contra la idea del Hombre como Creación
única y especial. Al fin y al cabo, el ser humano evolucionó de los animales y
en muchos aspectos sigue siendo animal. No solamente compartimos con otros
animales muchas de las funciones corporales, sino que la diferencia genética
entre humanos y chimpancés es menor del dos por ciento. He aquí una respuesta
devastadora a las tonterías de los creacionistas.
Las últimas
investigaciones con chimpancés bonobos (los primates más afines a los humanos)
han demostrado fuera de toda duda que son capaces de un nivel de actividad
mental similar en algunos aspectos al de un niño. Esto prueba claramente el
parentesco entre los seres humanos y los primates superiores, pero aquí la
analogía empieza a resquebrajarse. Pese a todos los esfuerzos de los
experimentadores, los bonobos cautivos no han sido capaces de hablar ni de
labrar una herramienta de piedra remotamente similar a los utensilios más
simples creados por los homínidos primitivos. Esa diferencia genética del dos
por ciento que separa a los humanos de los chimpancés marca el salto
cualitativo del animal al humano. Esto se logró no por obra y gracia de un
Creador, sino por el desarrollo del cerebro a través del trabajo manual.
La destreza para hacer
incluso las herramientas de piedra más simples implica un nivel muy alto de
habilidad mental y pensamiento abstracto. El seleccionar la piedra adecuada,
elegir el ángulo correcto para golpear y usar la cantidad de fuerza precisa son
acciones intelectuales muy complejas. Requieren un grado de planificación y
previsión que no se encuentra ni en los primates más avanzados. No obstante, el
uso y la manufactura de herramientas de piedra no fueron resultado de una
planificación consciente, sino una imposición de la necesidad. No fue la
conciencia la que creó la humanidad, sino que las condiciones necesarias para
la existencia humana condujeron a un cerebro más grande, al habla y a la
cultura, incluida la religión.
La necesidad de
entender el mundo estaba estrechamente vinculada a la necesidad de sobrevivir.
Aquellos homínidos primitivos que descubrieron el uso de raspadores de piedra
para descuartizar cadáveres de animales de piel gruesa obtuvieron una
considerable ventaja sobre aquellos que no tuvieron acceso a esta fuente
abundante de grasas y proteínas. Los que perfeccionaron sus herramientas de
piedra y descubrieron los mejores yacimientos tuvieron más posibilidades de
sobrevivir que los que no lo hicieron.
Con el desarrollo de la
técnica vino la expansión de la mente y la necesidad de explicar los fenómenos
naturales que gobernaban sus vidas. A través de millones de años, mediante
aproximaciones sucesivas, nuestros antepasados comenzaron a establecer ciertas
relaciones entre las cosas. Empezaron a hacer abstracciones, esto es, a
generalizar a partir de la experiencia y la práctica.
Durante siglos, la
cuestión central de la filosofía ha sido la relación entre el pensamiento y el
ser. La mayoría de las personas pasan sus vidas sin siquiera contemplar este
problema. Piensan y actúan, hablan y trabajan sin la menor dificultad. Es más,
ni se les ocurriría considerar incompatibles las dos actividades humanas más
básicas, que en la práctica son inseparables. Si excluimos reacciones simples
condicionadas fisiológicamente, como los actos reflejos, incluso la acción más
elemental exige un cierto grado de pensamiento.
En cierto modo, esto es
verdad no sólo para los humanos, sino también para los animales (pensemos en un
gato apostado a la espera de un ratón). No obstante, la planificación y el
pensamiento humanos tienen un carácter cualitativamente superior a cualquier
actividad mental de incluso el simio más avanzado.
Este hecho está
estrechamente vinculado a la capacidad del pensamiento abstracto, que permite a
los seres humanos ir mucho más allá de la situación inmediata dada por nuestros
sentidos. Podemos imaginar situaciones no sólo en el pasado (los animales
también tienen memoria, como el perro, que tiembla a la vista de un garrote),
sino también en el futuro. Podemos predecir situaciones complejas, planificar,
y así determinar el resultado y hasta cierto punto controlar nuestros destinos.
Aunque normalmente no pensamos en ello, esto representa una conquista colosal
que separa a la humanidad del resto de la naturaleza. “Lo típico del
razonamiento humano”, dice el profesor Gordon Childe, “es que puede ir
muchísimo más lejos de la situación actual, presente, que el razonamiento de
cualquier otro animal”. De esta capacidad nacen las múltiples creaciones de la
civilización: la cultura, el arte, la música, la literatura, la ciencia, la
filosofía, la religión. También damos por supuesto que todo esto no cae del
cielo, sino que es el producto de millones de años de desarrollo.
El filósofo griego
Anaxágoras (500-428 a.C.), en una deducción brillante, afirmó que el desarrollo
mental del hombre dependía de la emancipación de las manos. Engels, en su
importante artículo El papel del trabajo en la transformación del mono en
hombre, explicó la forma exacta en que se logró dicha transformación. Demostró
que la postura vertical, la liberación de las manos para el trabajo, la forma
de la mano, con el pulgar opuesto a los otros dedos de forma que permitía
agarrar, fueron los requisitos fisiológicos para la manufactura de
herramientas, que a su vez fue el principal estímulo para el desarrollo del
cerebro. Incluso el habla, que es inseparable del pensamiento, surge de las
exigencias de la producción social, de la necesidad de cooperar para realizar
funciones complejas. Estas teorías de Engels se han visto confirmadas
brillantemente por los últimos descubrimientos de la paleontología, que
demuestran que los simios homínidos aparecieron en África bastante antes de lo
que se pensaba y que tenían cerebros no más grandes que los de un chimpancé
actual. Es decir, el desarrollo del cerebro vino después de la producción de
herramientas y a consecuencia de ésta. Así, no es verdad que “En el principio,
era la Palabra”, sino, en frase del poeta alemán Goethe, “En el principio, era
el Hecho”.
La capacidad de manejar
pensamientos abstractos es inseparable del habla. El célebre prehistoriador
Gordon Childe comenta: “El razonamiento y todo lo que podemos llamar
pensamiento, inclusive el del chimpancé, hace intervenir en las operaciones
mentales lo que los psicólogos llaman imágenes. Una imagen visual, la
representación mental de una banana, por ejemplo, ha de ser siempre la
representación de una banana determinada en un conjunto determinado. Una
palabra, por el contrario, según lo explicado, es más general y abstracta, pues
ha eliminado precisamente esos rasgos accidentales que dan individualidad a
cualquier banana real. Las imágenes mentales de las palabras (representaciones
del sonido o de los movimientos musculares que intervienen en su pronunciación)
constituyen ‘fichas’ muy cómodas en el proceso del pensamiento. El pensar con
su ayuda posee necesariamente esa cualidad de abstracción y generalidad que
parece faltar en el pensamiento animal. Los hombres pueden pensar, lo mismo que
hablar, sobre la clase de objetos
llamados ‘bananas’; el chimpancé nunca va más allá de ‘esa banana en ese tubo’.
De tal suerte el instrumento social denominado lenguaje ha contribuido a lo que
se denomina grandilocuentemente ‘la emancipación del hombre de la esclavitud de
lo concreto”. G. Childe, Qué sucedió en la historia. Editorial Pléyade, Buenos
Aires, 1975, pp. 25-6)
Los humanos primitivos,
después de largo tiempo, formaron la idea
general de, por
ejemplo, una planta o un animal. Esto surgió de la observación concreta de
muchas plantas y animales particulares. Pero cuando llegamos al concepto general de “planta”, ya no vemos
delante de nosotros esta o aquella flor o arbusto, sino lo que es común a todas
ellas. Comprendemos la esencia de una planta, su ser interior. Comparado con
esto, los rasgos peculiares de las plantas individuales parecen secundarios e
inestables. Lo que es permanente y universal está contenido en el concepto
general. Jamás podemos ver una planta como tal, opuesta a flores y arbustos
particulares. Es una abstracción de la mente. Sin embargo, es una expresión más
profunda y verdadera de lo que es esencial a la naturaleza de la planta cuando
se la despoja de todos los rasgos secundarios.
No obstante, las
abstracciones de los humanos primitivos distan mucho de tener un carácter
científico. Eran exploraciones tentativas, como las impresiones de un niño:
suposiciones e hipótesis a veces incorrectas, pero siempre audaces e
imaginativas. Para nuestros antepasados remotos, el Sol era un ser supremo que
unas veces les calentaba y otras les quemaba. La Tierra era un gigante
adormecido. El fuego era un animal feroz que les mordía cuando lo tocaban. Los
humanos primitivos conocieron los truenos y los relámpagos, les asustarían,
como todavía hoy asustan a los animales y a algunas personas. Pero, a
diferencia de los animales, los humanos buscaron una explicación general del
fenómeno. Dada la ausencia de cualquier conocimiento científico, la explicación
sólo podía ser sobrenatural: algún dios golpeando un yunque con su martillo.
Para nosotros,
semejantes explicaciones resultan simplemente divertidas, como las
explicaciones ingenuas de los niños. No obstante, en ese período eran hipótesis
extraordinariamente importantes, un intento de encontrar una causa racional
para el fenómeno distinguiendo entre la experiencia inmediata y lo que había
tras ella.
La forma más
característica de las religiones primitivas es el animismo — la noción de que
todo objeto, animado o inanimado, posee un espíritu—. Vemos el mismo tipo de
reacción en un niño cuando pega a una mesa contra la que se ha golpeado la
cabeza. De la misma manera, los humanos primitivos y ciertas tribus actuales
piden perdón a un árbol antes de talarlo. El animismo pertenece a un período en
el que la humanidad aún no se había separado plenamente del mundo animal y de
la naturaleza. La proximidad de los humanos al mundo de los animales está demostrada
por la frescura y belleza del arte rupestre, donde los caballos, ciervos y
bisontes están pintados con una naturalidad que ningún artista moderno es capaz
de lograr. Se trata de la infancia del género humano, que ha desaparecido y
nunca volverá. Tan sólo podemos imaginar la psicología de nuestros antepasados remotos. Pero
mediante una combinación de los descubrimientos de la paleontología y la
antropología es posible reconstruir, por lo menos a grandes rasgos, el mundo
del que hemos surgido.
En su estudio
antropológico clásico de los orígenes de la magia y la
religión, James G.
Frazer escribe:
“El salvaje concibe con
dificultad la distinción entre lo natural y lo sobrenatural, comúnmente
aceptada por los pueblos ya más avanzados.
Para él, el mundo está
funcionando en gran parte merced a ciertos agentes sobrenaturales que son seres
personales que actúan por impulsos y motivos semejantes a los suyos propios y,
como él, propensos a modificarlos por apelaciones a su piedad, a sus deseos y
temores. En un mundo así concebido no ve limitaciones a su poder de influir
sobre el curso de los acontecimientos en beneficio propio. Las oraciones,
promesas o amenazas a los dioses pueden asegurarle buen tiempo y abundantes
cosechas; y si aconteciera, como muchas veces se ha creído, que un dios llegase
a encarnar en su misma persona, ya no necesitaría apelar a seres más altos. Él,
el propio salvaje, posee en sí mismo todos los poderes necesarios para
acrecentar su propio bienestar y el de su prójimo”. (Sir James Frazer, La rama
dorada. Magia y religión. Fondo de Cultura Económica. Madrid. 1981, p. 33)
La noción de que el
alma existe separada y aparte del cuerpo viene directamente de los tiempos más
remotos. El origen de esta idea es evidente.
Cuando dormimos, el
alma parece abandonar el cuerpo y vagar en nuestros sueños. Por extensión, la
similitud entre la muerte y el sueño —“gemelo de la muerte”, como lo llamó
Shakespeare— sugiere la idea de que el alma podría seguir existiendo después de
la muerte. Así fue cómo los humanos primitivos concluyeron que el interior de
sus cuerpos albergaba algo, el alma, que mandaba sobre el cuerpo y podía hacer
todo tipo de cosas increíbles, incluso cuando el cuerpo estaba dormido. También
observaron cómo palabras llenas de sabiduría manaban de las bocas de los
ancianos y concluyeron que, mientras que el cuerpo perece, el alma sigue
viviendo. Para gente acostumbrada a los desplazamientos, la muerte era vista
como una migración del alma, que necesitaba comida y utensilios para el viaje.
Al principio estos espíritus no tenían una morada fija. Simplemente erraban, la
mayoría de las veces causando molestias y obligando a los vivos a hacer todo lo
que podían por deshacerse de ellos. He aquí el origen de las ceremonias
religiosas.
Finalmente surgió la
idea de que mediante la oración podría conseguirse la ayuda de estos espíritus.
En esta etapa, la religión (magia), el arte y la ciencia no se diferenciaban.
No teniendo los medios para conseguir un auténtico poder sobre el medio
ambiente, los humanos primitivos intentaron obtener sus fines por medio de una
relación mágica con la naturaleza, y así someterla a su voluntad. La actitud de los humanos primitivos hacia
sus dioses-espíritus y fetiches era bastante práctica. La intención de los
rezos era obtener resultados. Un hombre haría una imagen con sus propias manos
y se postraría ante ella. Pero si no conseguía el resultado deseado, la
maldecía y la golpeaba para obtener mediante la violencia lo que no había
conseguido con súplicas. En ese mundo extraño de sueños y fantasmas, un mundo
de religión, la mente primitiva veía cada acontecimiento como la obra de
espíritus invisibles. Cada arbusto o cada riachuelo eran una criatura viviente,
amistosa u hostil. Cada suceso fortuito, cada sueño, dolor o sensación estaba
causado por un espíritu. Las explicaciones religiosas llenaban el vacío que
dejaba la falta de conocimiento de las leyes de la naturaleza. Incluso la
muerte no era vista como un evento natural, sino como el resultado de alguna
ofensa causada a los dioses.
Durante casi toda la
existencia del género humano, la mente ha estado llena de este tipo de cosas. Y
no sólo en lo que a la gente le gusta considerar como sociedades primitivas.
Las creencias supersticiosas continúan existiendo hoy, aunque con diferente
disfraz. Bajo el fino barniz de civilización se esconden tendencias e ideas
irracionales primitivas que tienen su raíz en un pasado remoto que ha sido en
parte olvidado, pero que no está todavía superado. No serán desarraigadas
definitivamente de la conciencia humana hasta que hombres y mujeres no
establezcan un firme control sobre sus condiciones de existencia.
https://www.bloghemia.com/2020/06/el-origen-de-las-religiones-por-alan.html?m=1&fbclid=IwAR2efLGy9_855fgeN9XviZ-Ssv_StOzvWLBDl71sCeIr_QCDdqHqtnybtug