29 de agosto de 2014

WALMART: EL NEGOCIO DE LA POBREZA

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En los almacenes, mientras descargaba camiones a las cuatro de la madrugada, podía leer los carteles de “perritos calientes gratis si conseguimos 15 días sin accidentes, pizza si son 30, el sorteo de una Xbox 360 si son 90 días, una tele de plasma si son 120 días”. A pesar de las estratagemas para evitar denuncias por accidente laboral, nunca vi que el contador de “días sin accidentes” pasara de 12.
Mis compañeras de trabajo, como la abuela que se abrió la cabeza al caerse de una estantería y sigue trabajando el turno de madrugada con 65 años, la licenciada con máster, pluriempleada para conseguir tres sueldos mínimos con los que pagar su préstamo universitario, también la cajera que era ingeniera ambiental en su país, el casi septuagenario que carga sacos de abono en furgonetas, o la veinteañera en bancarrota que apenas puede pagar las facturas y no tiene para comer, forman parte de los casi dos millones de personas que trabajan para Walmart en Norteamérica.
En los Estados Unidos, el 1% de la población activa, en su mayoría mujeres y minorías raciales, trabaja en este gigante de los grandes almacenes, y los associates (trabajadores, en la jerga interna de la empresa) venden alimentación, ropa, electrodomésticos, muebles, productos de jardinería, óptica, servicios de reparación de automóviles, peluquería, incluso armamento y munición.
Mientras la familia Walton, heredera del fundador de la empresa, acumula un patrimonio de casi 150.000 millones de dólares, Walmart suele despertar reacciones clasistas en el imaginario norteamericano. El 18% de los food stamps (subsidios estadounidenses para alimentación) se gasta allí. La compañía es sinónimo de una pobreza ridiculizable, ya sea de sus trabajadores o sus clientes; no en vano una de las páginas web más populares en Estados Unidos es People Of Walmart, una recopilación de fotografías de clientes “pintorescos” objeto de burla a causa de su sobrepeso o su “falta de clase” al vestir.
La quimera del ‘asociado’
Desde el primer día en el que me convertí en un associate, recibí un continuo torrente de propaganda: se nos intenta convencer para cobrar parte del sueldo en acciones de la empresa, lo que reduce la ya ínfima nómina mientras engorda el valor bursátil de la compañía. Se habla de muchos posibles bonus en caso de cumplir objetivos de productividad inalcanzables en la práctica, pero que crean la ilusión de que el responsable de que su sueldo sea tan bajo es siempre del propio trabajador y no de la compañía.
A pesar de la diversidad de labores que puede realizar un associate, el periodo de formación, que dura casi una semana, apenas entrena para ninguna tarea específica. Unas animaciones de ordenador transmiten mensajes simples, fáciles de entender para aquellos cuyo inglés o sus habilidades lectoras no son fluidas. En el modelo que Walmart ha perfeccionado, en el que se contrata y se despide automáticamente según las ventas suban o bajen, no cabe ningún tipo de especialización del trabajo.
Estas animaciones de ‘formación’, por ejemplo, nos dicen que denunciar accidentes laborales supondría incómodos trámites que no convienen a nadie, y que será mejor para todos si volvemos al trabajo porque así nos seguirán pagando. Los trabajadores, una inmensa mayoría de ellos a tiempo parcial, somos a menudo chantajeados con la promesa de trabajar horas ‘extra’ no declaradas. Gracias a esta estratagema, muy pocos associates tienen los escasos derechos que otorga el estatus de trabajador a tiempo completo en las legislaciones de Estados Unidos o Canadá.
Terreno vedado a la lucha sindical
En Walmart no hay lugar para los sindicatos, y las leyes se lo permiten. La empresa, que gasta millones de dólares en donaciones políticas, mantiene buenas relaciones con cualquier tipo de gobierno; líderes como Barack Obama o Cristina Fernández de Kirchner han hecho declaraciones elogiando a la compañía. Las prácticas antisindicales han hecho que no haya trabajadores sindicados de Walmart en toda Norteamérica. Además, la comunicación interna de la compañía ha sofisticado los canales para la delación entre los propios empleados. El periodista Hamilton Nolan cita el caso de una trabajadora despedida cuando su jefe la oyó hablar de una reunión familiar; la palabra reunión es demasiado similar a union, sindicato en inglés.
Cuando los carniceros de un Walmart de Texas decidieron organizarse en un sindicato, la empresa decidió prescindir de todos sus charcuteros en todo el planeta, y pasar a vender únicamente carne empaquetada en bandejas. Cuando los trabajadores del hipermercado de Jonquiere, en Québec, se organizaron, Walmart no dudó en cerrar, despedir a todos los trabajadores y abandonar ese pueblo.
Documentales como The High Cost of Low Price muestran el efecto devastador sobre la economía de las zonas donde Walmart desembarca. Instalándose en las afueras de las ciudades, con costes laborales mínimos y con una política de precios diseñada para eliminar a su competencia, destruye muchos más puestos de trabajo que los muy precarios empleos que crea.
Walmart es la segunda empresa del mundo con más beneficios, sólo superada por ExxonMobil, y, si se cumplen los pronósticos y Hillary Clinton llega a la Casa Blanca en 2016, la empresa habrá conseguido colocar en la presidencia de los Estados Unidos a una antigua lobbista y miembro de su Consejo de Administración; para entonces, miles de associates seguirán reponiendo los estantes de alimentación mientras no pueden permitirse tres comidas diarias, y para la familia Walton, la creación de pobreza seguirá siendo un excelente negocio.

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