Los
dibujos de algunos de los desaparecidos en el sexenio de Calderón.
Foto: AP / Alexandre Meneghini
Con
base en el estudio “Indicadores de víctimas visibles e invisibles de
homicidio”, publicado en noviembre por el Centro de Análisis de Políticas
Públicas México Evalúa, y con datos oficiales y periodísticos, Proceso ofrece el perfil de la mayoría
de los asesinados en el sexenio de Felipe Calderón y de su victimario
(“reflejos del mismo espejo”). Es un joven pobre, sin educación, padre y
esposo… En ese rostro está todo lo que México perdió de su futuro y de su
tranquilidad. Y como fondo y marco de ese retrato, las ciudades devastadas, las
sombras y los trozos de quienes fueron excluidos de la escuela, del empleo, y
finalmente de la vida.
MÉXICO,
D.F. (Proceso).- En seis
años el territorio nacional se pobló de tumbas prematuras.
Los
muertos de la guerra desatada durante la administración de Felipe Calderón
tienen rostro de entre 24 y 35 años, de sexo masculino, habitante de la
frontera norteña. Estaba casado, si no es que vivía en unión libre. Era padre.
No tuvo más que la educación básica. Siempre fue pobre. Murió de forma
violenta.
Si
tuviera que describirse en uno solo, este sería el perfil que compartirían la
mayoría de los asesinados del sexenio. Un retrato idéntico al de su homicida,
que sólo varía en la edad: era cinco años más joven. Víctima y victimario son
reflejos del mismo espejo.
El
asesinato es la segunda causa de muerte entre los jóvenes mexicanos. En las
actas de defunción de los registros civiles los accidentes automovilísticos
fueron desplazados por los homicidios o, mejor dicho, los juvenicidios, que en
algunas zonas alcanzaron proporciones epidémicas.
Ese
contagio obligó a miles de padres y madres a enterrar a sus hijos jóvenes, a
contracorriente de la ley de la vida. Dejó con el corazón roto y pocos pesos en
la bolsa a miles de niñas-madres-viudas, y con el futuro desdibujado a sus
hijos.
En el
sexenio que concluye fueron abiertas 62 mil fosas nuevas que no estaban
contempladas en los trazos de los panteones (según estimación del analista
Diego Valle-Jones). Esas son las tumbas conocidas, con el nombre del finado
escrito en una cruz. Hay por lo menos otras 25 mil personas de las que no se
sabe si están vivas pero retenidas a la fuerza, o si descansan en fosas
clandestinas o fueron convertidas en ceniza.
En ese
lapso murieron asesinadas 101 mil personas. Casi un Estadio Azteca con cupo
lleno. El mismo número de los muertos en las guerras de Los Balcanes o de Irak.
Poco más de la mitad alcanzados por balazos, aunque la mayoría no eran
soldados.
Son 101
mil actas de defunción o expedientes abiertos en alguna procuraduría, aunque un
solo expediente puede contener hasta 72 muertos, como el que fue abierto para
los migrantes asesinados en San Fernando. Según la PGR, 53 mil de ellos
ultimados con bala.
A pesar
de los reiterados esfuerzos, México no alcanzó el título de país más mortífero
del planeta pero sí destacó como el país puntero en el incremento de sus
homicidios. El aumento del 30% le dio el récord.
Con
datos del Inegi, de las procuradurías de justicia estatales y del Sistema
Nacional de Seguridad Pública, y apoyado de un grupo de expertos, el Centro de
Análisis de Políticas Públicas México Evalúa hizo posible este primer
perfilamiento de los muertos del sexenio. Los asesinados. Al menos la mitad,
víctimas del crimen organizado. O ejecutados –palabra derivada de “ejecutar”,
verbo que ingresó a nuestro diccionario a la par de “sicarear”.
Aunque
este reportaje se basa en el estudio de noviembre de 2012 del mencionado centro
de análisis, titulado “Indicadores de víctimas visibles e invisibles de
homicidio”, este semanario ubicó informes oficiales y periodísticos para ayudar
en la caracterización de quiénes, cómo y dónde murieron.
La foto
obtenida no es fija. Conforme el país se fue militarizando y los cárteles se fragmentaban,
el perfil de asesinos y asesinados varió y se volvieron más crueles las formas
de arrancar almas de sus cuerpos. Cuerpos muchas veces descoyuntados.
Los
datos fríos dan nuevo sentido a los testimonios recogidos a lo largo de estos
años en voz de organizaciones sociales, expertos locales y familias
víctimas. Esos cambios demográficos ya los notaban empleados de morgues y
panteoneros de municipios como Badiraguato, Sinaloa, donde las muertes de
jóvenes desplazaron a las de ancianos.
Y los
gritaban muchas madres frente a los cuerpos sangrantes de sus hijos baleados,
tirados como bolsas de basura en el pavimento de cualquier calle de Ciudad
Juárez, que a partir de 2008 se convirtió en maquiladora nacional de muertos.
Esa frontera escupió uno de cada 10 asesinados del país.
De esa
magnitud era la queja del médico encargado de guardias de la Clínica 35 del
Seguro Social, una de las tres destinadas a baleados, quien lamentaba:
A
cada rato hace falta sangre porque el banco de sangre tiene un stock limitado
(….) Los que llegan no son derechohabientes casi nunca, no pagan porque no hay
manera de cobrarles: o no vienen con familia o están en condiciones muy
precarias (…) La mayor parte de los que están matando son jóvenes, pobres,
tatuados en condiciones de indigencia muy marcadas. Pocos son a los que matan
en camionetas.
La
vocación industrial de producir muertos en serie pronto fue copiada por
ciudades como Chihuahua, Tampico, Torreón, Culiacán, Cuernavaca, Monterrey,
Acapulco y Apatzingán, entre otras, contagiadas por las “epidemias de
violencia”, como definió el experto Eduardo Guerrero el fenómeno del
crecimiento abrupto de la violencia sostenida durante semanas o años.
El
tifón de la violencia dejó a su paso sociedades malheridas. Al menos 344 mil
personas son consideradas “víctimas invisibles”, esos sobrevivientes (padres,
esposas, hijos) que dependían del asesinado, que lloran su partida, que algunas
veces se describen a sí mismos como muertos en vida.
La
proporción sugerida por Arturo Arango Durán y su hijo Juan Pablo Arango,
expertos en estadística criminal, es de 1.4 huérfanos por cada muerto. Son
niños a los que les arrebataron el horizonte: tendrán problemas para continuar
los estudios por falta de dinero y de concentración. Si eran pobres, si no reciben
ayuda, caerán al sótano de la miseria.
(Fragmento
del reportaje que se publica en Proceso
1887,
ya en circulación)
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