El
25 de octubre de 1917 empezaron los diez días que conmovieron al mundo y lo
dividieron en marxismo y capitalismo. Siguieron 70 años plagados de guerras
calientes y frías
Especial para Infobae
Vladimir Lenin da un discurso en la Plaza Rosa en el primer aniversario
de la Revolución Rusa.
Ekaterimburgo, Rusia, muy cerca de los
Montes Urales, noche del 17 de julio de 1918. Soldados de la cheka, policía
secreta de la triunfante revolución bolchevique, obligan al zar Nicolás II, su
familia, un médico y un cocinero a bajar al sótano de la casa en la que fueron
confinados después de los disturbios de octubre de 1917 con la excusa de la
seguridad… y una vez allí, los masacran a balazos. La que más tarda
en morir es la mujer del zar, Aleksandra Fiodorovna Románova: las joyas que ha
escondido, cosidas a su vestido, amortiguan algunas balas.
Ha caído el último zar de Rusia, y con
él, además de la zarina, sus hijas Olga, Tatiana, María y Anastasia, y su hijo
Alexei, el zarévich y heredero de la dinastía, de apenas 14 años (el más
frágil: hemofílico de nacimiento), Botkin, el médico de la familia, y el
cocinero mayor.
El fusilamiento tiene un claro y doble
sentido: el Domingo Sangriento (o Domingo Rojo) del 22 de
enero de 1905 –9 de enero según el calendario juliano vigente entonces en
Rusia–, y los diez días que conmovieron al mundo –según el
famoso título de la crónica del periodista norteamericano John Reed–: los
primeros de la Revolución Bolchevique del 25 de octubre de 1917.
Nicholas Alexandrovich Romanov (1868-1918), antes de convertirse en el
zar Nicolás II , junto a su esposa Alix of Hesse (1872-1918), luego Alexandra
Fiodorovna).
"1905 volverá", dijo Vladimir
Ilych Ulyanov (Lenin) en su primer discurso: clara alusión y abierta venganza a
la masacre del Domingo Sangriento sucedido en San Petersburgo el 22 de enero de
ese año.
Esa mañana, con el sacerdote ortodoxo
Gueorgui Gapón a la cabeza, una muchedumbre marchó hasta las puertas del
Palacio de Invierno, la residencia del zar Nicolás II, para pedirle aumento de
salario y mejores condiciones laborales, que eran inhumanas: más de quince
horas por día…
Llevaban íconos religiosos y retratos del zar: su silenciosa manera de decir
que no era una manifestación hostil. Pero el zar no estaba. Fiel a sus hábitos
y sordo y ciego ante la tensión política y social ya demostrada en varias
huelgas, pasaba un plácido fin de semana en Tsárskoye Seló, la villa de los
zares. Un conjunto de palacios y parques dignos de otro mundo.
Desde una ventana, su tío, el gran
duque Vladimir Aleksándrovich, le ordenó a la guardia imperial… ¡tirar
a matar! Fue una masacre. Doscientos muertos, 800 heridos, contando
mujeres y niños.
El zar Nicolas II, su esposa y sus cinco hijos, en el años 1910. (Photo
by Fine Art Images/Heritage Images/Getty Images)
La mecha encendida tardó en apagarse y
llegó a casi todo el país. Miles de campesinos se sublevaron, y estallaron
huelgas obreras y hasta motines en las fuerzas armadas durante un largo año.
Aunque faltaban doce años para la
revolución, uno de los terremotos humanos más grandes de la historia además de
las dos grandes guerras, la marea fue imparable, y nada hizo el poder
para detenerla. Al contrario, dinastía despótica sin remedio, le puso el
viento a favor…
Porque, ¿qué era Rusia desde principios
del siglo XIX?
Un monstruo de 22 millones de kilómetros cuadrados, 170 millones de almas, 146
lenguas, incontables religiones, más de 300 años de monarquía, y una
desigualdad social más cerca del crimen que de la injusticia: cero protección
legal y mínimos derechos para obreros y campesinos, mientras los Romanov –el
zar Nicolás II y su familia– vivían en palacios y aislados no sólo de
las llagas de su pueblo: también en anacrónico feudalismo imperial, a espaldas
del progreso que explotó en casi toda Europa a partir de la revolución
industrial generada por el vapor como fuente de energía.
Recién en 1861 el poder zarista decretó
la liberación de los siervos (esclavos) y de algunas tierras que llegaron a
manos de los mujiks, campesinos que apenas sobrevivían con lo poco que nacía
del suelo, y para peor enfrentados con los kulaks, campesinos de mejores
tierras, vida y economía, que alcanzaron el rango de burguesía rural.
Esa diferencia, otras, y el atraso del
estado ruso, carente de industria y luego endeudado en dinero extranjero para
iniciarla, ahondó el clima prerrevolucionario, dividido en mencheviques,
moderados, que intentaban una revolución burguesa, y bolcheviques, liderados
por Lenin y dispuestos a desatar una revolución proletaria.
La cadena de huelgas, protestas y
sublevaciones (incluso militares) encendió todo el país. Con un episodio
emblemático que Serguéi Einsestein llevó al cine, en 1925, con su célebre
film Acorazado Potemkin, no sólo mítico por su decisiva
innovación técnica, el montaje, sino por su síntesis histórica: marineros
amotinados contra el zarismo como protesta –los obligaban a comer carne podrida–,
y reprimidos por tropas de infantería del zar. Sucedió el 13 de junio de 1905:
el mismo año de la matanza frente al Palacio de Invierno de Nicolás II.
El levantamiento del acorazado Potemkin, en junio de 1905.
Como coincide la mayoría de los
historiadores, octubre de 1917 fue un gigantesco salto desde la Edad
Media hasta el siglo XX. Pero tardío: 128 años antes, en 1789, la
Revolución Francesa sucedió por el mismo motivo: un pueblo en la miseria, harto
de reyes estúpidos, frívolos y corruptos.
HECHOS Y PENURIAS
Octubre de 1917 era inevitable. Rusia,
aliada a Francia y al Reino Unido, luchaba en la Primera Guerra Mundial a un
costo atroz: dos millones de muertos, cinco millones de heridos, y una tropa
castigada por todo tipo de carencias y bajo un frío glacial.
¿Por qué se plegó Rusia a esa guerra?
Para que el país formara parte del concierto internacional, que hasta entonces
no lo tenía en cuenta. Y en un punto, por necesidad de defensa: Alemania, el
enemigo, estaba cada vez más cerca…
Sin embargo, fue una decisión
catastrófica. Se movilizaron catorce millones de hombres, incluidos obreros y
campesinos. La economía –por cierto, escasa– se congeló, junto con las vías de
comunicación y el giro de muchas empresas. Por algo Lenin dijo:
–¡Qué regalo a la revolución le hizo el zar!
Octubre de 1917: Soldados del Ejérctio rojo avanzan sobre Moscú.
En las ciudades, sobre todo en
Petrogrado, centro del polvorín revolucionario, se oían gritos cada vez más
fuertes y encendidos:
–¡Todo el poder a los Soviets! ¡Todo el poder a los obreros, soldados y
campesinos! ¡Tierra y pan! ¡Que termine esta guerra insensata!
Mientras algunos especulaban con
víveres –pan blanco, carne, azúcar, té, pasteles–, la gleba pasaba hambre: su cartilla
de racionamiento, por ejemplo extremo, fijaba 115 gramos de pan… negro, por
día. Leche, apenas para la mitad de los niños. Y para conseguir esas escuálidas
raciones, colas desde antes del alba. Y allí, durante horas, mujeres con sus
hijos en brazos…
Petrogrado era una ciudad fantasma: la
noche duraba desde las tres de la tarde hasta las diez de la mañana. Lluvia y
frío constantes. Calles alfombradas de barro. Robos y asaltos a toda hora.
Y contrastes profundos. Los teatros abrían todas las noches. Una elite consumía
ballet y ópera. Cada tanto se inauguraba una exposición de pintura. Y nadie
entre ellos pronunciaba la palabra clave del huracán que se acercaba: "revolución".
Octubre de 1917: tropas femeninas avanzan sobre Moscú durante la
Revolución Rusa.
El palacio de invierno de los Romanov en Petrogrado, tras la revolución
de octubre.
LOS PERSONAJES
Primera etapa de la revolución.
Alexandr Kerensky (1881–1970), primer presidente de la República
luego de la obligada abdicación del zar Nicolás II (15 de marzo de 1917).
Socialista moderado y jefe de los mencheviques, duró pocos meses en el poder.
Su popularidad se derrumbó por intentar seguir la guerra contra Alemania, no
tomar medidas para mejorar la precaria vida del pueblo y –lo peor– por suprimir
el Partido Bolchevique por sus actos de insurrección. Lenin logró huir a
Finlandia, pero León Trotski y Joseph Stalin fueron encarcelados. Es cierto que
como ministro de Justicia del gobierno provisional formado luego de la caída de
Nicolás II promulgó la libertad de expresión, de prensa, el voto universal y la
igualdad de derechos para las mujeres, pero el aire y la Historia estaban
cargados de pólvora…, y la moderación era confundida con traición. Entre
esas dos palabras escribió su final.
Aleksandr Kerensky
Segunda etapa de la revolución.
Vladímir Ilich Uliánov (Lenin, 1870–1924). Sobrenombre inspirado en
el río Lena de Siberia, la desolada tierra donde el líder de la revolución pasó
tres años en el exilio. Fiel a las ideas de Karl Marx, fue el padre del
poder comunista rojo y los bolcheviques, radicales extremos. De buena
formación intelectual –hijo de un director de escuelas que, paradoja, fue
Consejero de Estado… ¡del zar Nicolás II!– y orador capaz de transformar
palabras en hogueras, borró todo rastro de feudalismo y fundó la República
Federal Comunista dirigida por la clase obrera, que desde 1923 pasó a
llamarse Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
Su ola roja no sólo determinó la caída y fuga de Kerensky: fue semilla, árbol y
fruto de aquellos diez días que conmovieron al mundo, al grito de guerra de
Lenin:
–¡Ha llegado la hora de la insurrección!
Perdió a su padre a los 16 años (hemorragia cerebral), y un año después su
hermano mayor murió fusilado por atentar contra el zar.
Lenin y Trotsky durante la Revolución Rusa
León Trotsky (Lev Davidovich
Bronstein, 1879–1940). Intelectual. Jefe del Ejército Rojo. Al principio,
opositor a los planes de Lenin, fue decisivo en el triunfo de la
revolución bolchevique. Colaboró con Lenin en las primeras y profundas
medidas reformistas: organización del Estado, confiscación de tierras privadas
y su entrega a los campesinos (Nota: la Reforma Agraria, caballito de batalla
de la mayoría de las revoluciones latinoamericanas), armisticio con Alemania y
Austria–Hungría y retirada de la primera gran guerra.
Detenido varias veces y desterrado a
Siberia por su prédica revolucionaria, huyó en 1902 y se unió en Londres con
otro exiliado: Lenin. Estallada la revolución de 1917, fue elegido presidente
del Sóviet de Petrogrado, y Lenin lo nombró como su sucesor. Pero chocó
contra Stalin por una diferencia crucial: mientras él propugnaba, en teoría y
acción, la revolución permanente e internacional, Stalin hizo valer una
concepción más conservadora: comunismo dentro de los límites del país. Lo
expulsó del partido en 1927, lo desterró dos años después, y ordenó su
asesinato en 1940. Lo ejecutó el sicario español Ramón Mercader el 21 de agosto
de ese año clavándole una piqueta en la cabeza, mientras leía en su casa de
Coyoacán, México.
Leon Trotsky arenga a los soldados durante la revolución bolchevique
Joseph Stalin (Iósif
Vissariónovich Dzhugashvili.
Nació en 1879 y murió en 1953. Su sobrenombre significa "Hombre de
hierro". Hijo de un zapatero pobre y alcóholico, quedó huérfano muy
pronto y estudió en un seminario religioso, pero lo expulsaron a raíz de sus
ideas revolucionarias.
Perseguido hasta el triunfo de la
revolución bolchevique, fue el paradigma de la peor dictadura
soviética.
Después de la muerte de Lenin (1924, a
los 53 años) fue secretario general del Comité Central del Partido Comunista
entre 1922 y 1952 y Presidente del Consejo de Ministros. Unión. Protagonizó un
gobierno totalitario, vertical y de crueldad criminal. Impulsó el auge de los
campos de trabajos forzados (gulags) y de las clínicas psiquiátricas: eufemismo
por cárceles para opositores. Su policía y su KGB (servicio secreto de
espionaje) sirvieron brutalmente a su paranoia: veía enemigos por todos lados y
en todo tiempo. No hay cifras exactas, pero se supone que bajo su dictadura
eliminó a una enorme cantidad. Algunos historiadores arriesgan un número: diez
millones.
Usó a presos comunes y políticos como
mano de obra gratuita para abrir caminos y canales, y explotar minas de oro,
plata y uranio. Por cierto, nada de ese horror trascendió hasta que el escritor
e historiador ruso Aleksandr Solzhenitsyn lo denunció en su libro Archipiélago
Gulag, que le valió el Premio Nobel de Literatura 1970.
Josef Stalin en un retrato de 1915
EL GRAN DIA
Ningún relato literario o periodístico
sobre la revolución de octubre puede prescindir de su crónica más perfecta,
vivida en las calles y escritas por el periodista norteamericano John
Reed. Un hombre de izquierda, pero sobre todo un brillante narrador más
allá de cualquier prejuicio.
He aquí un fragmento clave…
"Los cañones y las ametralladoras habían sido despojados de sus fundas de
lona, y las cintas de municiones colgaban como serpientes de las culatas. En el
patio, bajo los árboles, se hallaban en fila los autos blindados, con los
motores en marcha. Los largos pasillos desnudos, débilmente iluminados,
retemblaban con el ruido ensordecedor de los pasos, de los gritos, de los
llamamientos. Reinaba una atmósfera de febril agitación. Una multitud se
precipitaba por la escalera: obreros con blusas y gorros negros de cuero,
muchos con fusiles al hombro; soldados con gastados capotes color barro y la
chapka (el gorro ruso de piel) aplastada en la parte superior (…) según el jefe
Kamenev, elogiando la unión, la organización, la disciplina y la cooperación de
las masas, me leyó en francés una declaración: 'Raramente ha sido derramada
menos sangre y raramente hubo en la historia insurrección que conociera
semejante éxito'".
Líderes comunistas, incluidos Stalin y Trotsky saludan en la calle
durante la revolución de Octubre.
Levantamiento popular durante la
revolución frente al Kremlin y la Basílica de San Basilio en Moscú, en lo que
pasaría a llamarse la Plaza Roja.EL FINAL
Desde el poder de Stalin en adelante,
el Estado comunista por excelencia se convirtió en una aplastante
maquinaria burocrática, en un mundo de recelo, espionaje y censura, y
en una larga cabalgata de purgas en que unos jerarcas
desplazaban a otros como títeres de un tabladillo.
El que ayer era un héroe de la Unión Soviética con el pecho lleno de medallas,
mañana era un traidor que pagaría su culpa en una dacha (casa de campo) muy
alejada de los centros del poder. Un muerto en vida…
El ideal de Lenin (una sociedad sin clases, un gobierno ejercido por el
pueblo) no tardó en convertirse en una farsa. Cualquiera que haya conocido
la Unión Soviética –quien esto escribe, en 1975– advertía al minuto los
excesos y hasta las idioteces de la dictadura.
Los escasos turistas eran vigilados
desde su entrada hasta su salida del territorio. Se confiscaba su moneda, que
era entregada el último día allí. En mi caso (ignoro si a todos), me negaron el
sello de la URSS en el pasaporte… "¡Niet!" (No) era
la palabra predilecta ante cualquier pedido de cambio de hotel, itinerario,
etcétera.
Soldados bolcheviques marchan por las calles de Moscú en octubre de 1917
La diferencia de clases era tan
evidente como la redondez de la Tierra. En el más famoso de los trenes, el
Transiberiano, había primera, segunda y tercera. En los lujosos autos negros y
en las limusinas viajaba la clase política, los grandes burócratas, los
privilegiados del Partido Comunista, y también los científicos que trabajaban
para los supremos designios del Kremlin.
Tristes contrastes: los obreros del
riel, vistiendo grandes y pesadas chaquetas y cargando herramientas de enorme
porte y peso… eran obreras. Mujeres, sí.
El sputnik, la perra Laika y Juri
Gagarin ya habían llegado al espacio en su batalla de la Guerra Fría contra los
Estados Unidos…, pero los ciudadanos comunes se deslumbraban ante una
cámara Polaroid, una lapicera Cross de acero, un traje de jean, y cualquier
fruslería llegada desde Occidente en manos de los turistas.
La literatura y el arte en general crujían bajo la censura.
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Mausoleo de Lenin en la Plaza Roja (Getty Images)
Lenin, embalsamado, yace todavía en su
mausoleo de la Plaza Roja.
Leningrado (hoy, San Petersburgo) recuerda sus cuatro años de batalla
contra Hitler y su millón de muertos.
Cada aniversario del ocho de mayo de
1945, entrada del Ejército Rojo en Berlín, los pocos sobrevivientes de la
resistencia civil contra el nazismo se visten con sus mejores ropas, lustran
sus medallas, y desfilan con las precarias armas con que enfrentaron a la bota
de herr Adolf.
En la noche del 9 al 10 de noviembre de
1989 cayó el Muro de Berlín.
Acabaron así algo más de siete décadas desde el primer grito de Lenin.
Fin del comunismo. Y extraña transformación. Bien dicen que lo que empieza como
drama o tragedia se repite como comedia o grotesco.
Porque el gobierno del pueblo y el país de la igualdad social… como tocados por
una varita mágica, generaron mafias de asombroso poder económico,
impiedad ante un enemigo similar, y millonarios de leyenda que compran
equipos de fútbol, hoteles cinco estrellas, mansiones, palacetes y cuanto
relumbre y deslumbre en el punto cardinal en que se pone el sol.