Por: Francisco Ortiz Pinchetti
La reforma
energética, que entre otras cosas acota supuestamente el poder del sindicato
petrolero, excluido ya del consejo de administración de Pemex, se consumó.
Sin embargo, el líder Carlos Romero Deschamps sigue tan campante con su
escaño de senador, su inmenso poder y su multimillonaria fortuna, de la que él
y sus hijos hacen grosera ostentación.
El suyo es un caso elocuente de
impunidad, el ingrediente sustantivo de la naturaleza priista. Está
efectivamente en el ADN del partido fundado por Plutarco Elías Calles en
1929 y del cual resulta ocioso y ridículo tratar de diferenciar entre uno viejo
y uno nuevo: es el mismo PRI de siempre.
Y así tendrá que seguir, porque como
en la fábula de El escorpión y la rana atribuida a Esopo, está en su
naturaleza. La impunidad se me figura como la melaza que lubrica y a la vez da
cohesión al sistema priista, que es mucho más que un partido político. Es como
el engrudo que conglomera a sus miembros y a la vez los convierte en
intocables, aun cuando hayan cometido los más aberrantes abusos, crímenes y
saqueos.
Todo se vale, porque finalmente todos están implicados: Son cómplices.
Desde el caudillo Álvaro Obregón hasta el tratante de personas Cuauhtémoc
Gutiérrez de la Torre, eso ha sido la historia del PRI. Una historia aterradora
en la que lo más aterrador es que no hay culpables. No los hubo en el alevoso
asesinato a mansalva del general Francisco R. Serrano y sus compañeros, en
Huizilac, el 3 de octubre de 1927.
Ni del exterminio de los yaquis en Sonora en
los años treinta. Tampoco del asesinato infame del líder agrario Rubén
Jaramillo y toda su familia en Morelos, en 1962. Nadie fue hecho responsable
del saqueo petrolero ni de la persecución de trabajadores ferrocarrileros en
los cincuentas. Menos de la guerra sucia y las desapariciones de los setenta y
los ochenta.
Los autores de la masacre de Tlatelolco, el 2 de octubre de
1968, y la matanza del Jueves de Corpus de 1971, tampoco tuvieron rostro ni
nombre de manera oficial, así se sepa que se llamaron Gustavo Díaz Ordaz y Luis
Echeverría Álvarez. ¿Hay algún policía preso por torturador? Francisco
Sahagún Baca vivió y murió en absoluta libertad, luego de disfrutar su riqueza.
La impunidad lo protegió luego de estar seis años al frente de la
dirección de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD),
durante el sexenio del presidente José López Portillo, en que se dedicó a
extorsionar, a controlar delincuentes que le pagaban cuotas, a vender
estupefacientes y a cometer asesinatos impunemente. ¿Alguien pagó por alguno de
los cientos de fraudes electorales perpetrados en el país durante décadas?
Manuel Bartlett Díaz es ahora un nacionalista y revolucionario ejemplar,
senador de la República por gracia de Andrés Manuel. ¿Y la riqueza de José
López Portillo, sin más explicación que el saqueo? ¿Y la de Carlos Salinas de
Gortari? ¿Alguien, un solo personaje priista, ha sido enjuiciado y encarcelado
por enriquecimiento inexplicable?
Arturo Montiel Rojas, exgobernador del Estado
de México (aquel que decía en su campaña que los derechos humanos eran para los
humanos, no para las ratas, ¿se acuerdan?), disfruta en París de su fortuna
ilícita, ahora además protegido por un ahijado ejemplar que se convirtió en
Presidente de la República. La pieza más acabada de la simulación que acompaña
a la impunidad priista ha sido sin duda el caso de Joaquín Hernández
Galicia, antecesor por cierto de Romero Deschamps en el sindicato petrolero.
A
La Quina se le hizo pagar en 1989 una deslealtad al partido y al presidente
Salinas de Gortari, a quien se atrevió a desafiar, pero sin tocarle un pelo por
el pavoroso saqueo que realizó en la paraestatal. Al cacique que hizo del
sindicato de Pemex un imperio y se enriqueció sin medida con el manejo de los
fondos sindicales, los ranchos, las 72 granjas agrícolas, las 15 tiendas, la
venta de plazas y sobre todo los contratos de obra que se concedían al STPRM,
acusado inclusive de homicidio, se le inventaron delitos inexistentes para
encarcelarlo durante 11 años por haber coqueteado durante la campaña
presidencial con Cuauhtémoc Cárdenas y supuestamente haber financiado la
edición de un libro (¿Un asesino en la Presidencia?) sobre la muerte de una
sirvienta en la casa de los entonces niños Salinas de Gortari.
El operativo
contra La Quina fue encomendado directa y personalmente por el presidente
Salinas al entonces subprocurador de la PGR Javier Coello Trejo, que actuó de
manera rápida y contundente, aunque también siniestra.
Con el pretexto de un
supuesto acopio de armas de alto poder en la casa del dirigente petrolero en
Ciudad Madero, Tamaulipas, elementos del Ejército Mexicano asaltaron la
residencia el 10 de enero de 1989, muy de mañana. Atraparon ahí al propio
Hernández Galicia, en paños menores todavía, y a una veintena de sus
correligionarios y ayudantes. Según la versión oficial, ellos recibieron a
balazos a un agente del Ministerio Público Federal de nombre Antonio
Zamora Arrioja, que habría acudido a dar fe de la existencia de veinte cajas
con metralletas y cargadores en el recibidor de la casa.
Supuestamente quedó
muerto a las puertas mismas de la propiedad, junto a la acera, pero nadie vio
ni dio fe de su cadáver. Fue un caso que me tocó vivir muy de cerca. Yo había
realizado varios reportajes para el semanario Proceso sobre el imperio de La
Quina y las múltiples acusaciones de trabajadores disidentes en su
contra.
Así que apenas se conoció del operativo ese 10 de enero volé
a Tampico acompañado de otro reportero de la revista, Rodrigo Vera.
Llegamos a la casa de La Quina en Ciudad Madero poco después del mediodía.
Nuestra investigación periodística, como lo publicamos unos días más tarde,
nos llevó a concluir que todo fue inventado: no había evidencia de la
presencia ni de la muerte ahí del agente del MP –cuya acta de defunción fue enviada
desde la ciudad de México– y los testimonios de los vecinos indicaban que
fueron soldados los que bajaron de sus transportes las cajas con armas que
luego aparecieron en el recibidor de no más de 10 metros cuadrados, un lugar
que yo conocía por haber estado ahí en dos ocasiones, una de ellas en calidad
prácticamente de secuestrado (que ya les contaré).
De entrada, resultaba
absolutamente absurdo que La Quina almacenara ese arsenal en una habitación
situada precisamente a la entrada de su casa, de hecho abierta al público, que
utilizaba él mismo para recibir a sus visitantes. Ningún cargo se le hizo
por el saqueo, las represiones y los negocios turbios que forzosamente habrían
implicado a altos funcionarios de Pemex y del gobierno federal mismo. Tampoco
se afectó su fortuna. Finalmente, prevaleció otra vez la impunidad priista.
Válgame.
Twitter: @fopinchetti
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