POR JAVIER VALDEZ CÁRDENAS ,
Lo mataron en Juárez en
noviembre de 2008. Se llamaba José Armando, era periodista y le decían El
Choco. Dejó tres niños huérfanos. Su caso apenas mereció atención, pero ponerlo
bajo una lupa evidencia el inmenso drama que significó su muerte para su
familia y sus compañeros, y habla del desgarro que viven los supervivientes con
cada desaparición forzada, con cada ejecución. Javier Valdez Cárdenas,
colaborador del semanario Ríodoce, analiza el fenómeno en el libro Huérfanos
del narco. Los olvidados de la guerra del narcotráfico, editado por Aguilar.
Con permiso de la editorial, se adelantan aquí fragmentos de la obra, puesta ya
en circulación.
“El Choco”
MÉXICO,
D.F. (Proceso).- Jimena duró años sin poder hablar de su padre. Ahora lo hace
pero sólo como un ejercicio, mínimo a veces, elemental quizá, pero tímido, eso
sí: rememorar. “¿Te acuerdas cuando mi papá…?”
Jimena
estuvo en el asiento del copiloto en aquel noviembre de 2008, cuando un hombre
se acercó al vehículo conducido por su padre y le disparó. Una, dos, tres. Diez
veces. Dicen los que saben que le vacío los cartuchos del cargador.
Primero de frente, directos. Luego de
lado, por la ventanilla. Todos en el tórax.
Y Jimena callada, tallándose una pierna.
Con la mirada de maniquí y un sudor frío, de invierno que no sale al exterior,
pero que por dentro parece haberla minado.
De por sí todo se lo guarda. Tiene una
vida reseca, más interna que externa. Y quedó ahí, junto a su padre, acaso unos
segundos. Luego fue llevada a un sillón de la sala. Y después su vida se trató
de ausencias, de idas a la escuela y a terapia con el psicólogo, con su madre y
sus hermanos.
Han pasado poco más de seis años. El
asesinato de su padre, el periodista José Armando Rodríguez Carreón El Choco,
especializado en cobertura policiaca y de narcotráfico, y quien publicaba en El
Diario de Juárez, en Ciudad Juárez, Chihuahua, fue en la cochera de su casa,
cuando el comunicador maniobraba para sacar el vehículo.
Han pasado seis años. Y esa película
sangrienta, vívida y dolorosa, tibia como esa sangre salpicada en los asientos
delanteros, sigue pasando involuntariamente, tercamente, salvajemente, en su
cabeza. Una y otra vez. Pero ella se guarda, se esconde, instala una coraza y
vive del otro lado de esa escafandra del color de su piel y cabello, con sus
ojos y labios, quizá para no sufrir más. Aunque no lo logra.
Aquella mañana El Choco, como llaman a
Armando sus compañeros de trabajo y miembros de su familia y amigos, está casi
listo para irse a trabajar. Antes tiene que llevar a sus hijas. Jimena y
Ghalia, que entonces tenían ocho y seis años, a la escuela primaria, al
colegio. El menor, Elías, de cuatro años, va a la guardería, pero a él su mamá,
Blanca Alicia Martínez de la Rocha, lo lleva.
Todos habían desayunado. Ghalia había
estado enferma, así que había que cubrirla mejor. Jimena ya estaba preparada y
con su mochila a la espalda. Salió con su padre para subirse al carro. El Choco
lo haría para preparar su salida, pero le anunció a su esposa que volvería por
Ghalia o la esperaría en el carro. Ella se mantiene con la menor de las niñas y
con Elías, en la cocina. Se escuchan varios disparos. Esos eran días de muchas
balaceras y muertos por todo Ciudad Juárez, ciudad que se disputaban los
cárteles de Sinaloa y de Juárez, liderado entonces por Vicente Carrillo
Fuentes, y los habitantes habían empezado a “acostumbrarse” a los tiroteos y a
la cuota diaria de sangre: la normalización del mal nuestro de cada día. Eso
destantea a Blanca.
“Seguro es aquí cerca”, pensó. Musitó un
“válgame Dios, qué habrá pasado”. Y entonces reaccionó y se asomó por una de
las ventanas que da al frente, a la cochera. Vio a su esposo agachado, con la
cabeza inclinada hacia el volante y el tablero del vehículo. Pensó que estaba
buscando su teléfono celular para avisar a la redacción de El Diario de Juárez
que había escuchado disparos. Era, finalmente, su trabajo, y lo hacía con la
misma pasión que 16 años atrás, cuando empezó a realizar coberturas de hechos
violentos.
Su reacción la llevó a ir más allá, como
un lento despertar. Hoja por hoja, entrecerrar los párpados. Respirar hondo y
sospechar. Escuchar el corazón propio y presentir algo, un no sé qué. Oler la
muerte que pasa por esa cocina, por la sala de esa casa y llega a la cochera y
se instala sin ser vista. Eso sí, escuchada en esos 10 disparos a corta
distancia. Le cayó muy lento el instinto a esa joven mujer, quien tardó en
darse cuenta que algo iba mal en esa casa, en esa banqueta, esa calle de
Juaritos, como llaman de cariño a esta ciudad del crimen, tal como el título de
ese libro que sobre su vida criminal escribió el periodista estadunidense
Charles Bowden.
Entonces se asomó de nuevo. No la
convenció lo que vio y optó por salir. Le habló a su esposo, pero éste no
reaccionó. Seguía ahí, recargado. No vio sangre, pero sí alcanzó a mirar los
ojos cerrados de él y a su hija a un lado, tallándose la pierna: trabada en ese
ir y venir de la palma de su mano sobre el muslo, en estado de shock, sin
hablar ni gritar ni llorar.
Lo llamó por su nombre. Le gritó. Y vio
entonces los orificios de bala en el vidrio frontal del automóvil y también los
que habían dejado las balas en el cristal del costado, del lado del conductor.
Abrió la puerta, le habló de nuevo. Nada. Y vio la chamarra rasgada, perforada,
en uno de sus rincones frontales. Supo que estaba herido, gravemente.
Le preguntó a su hija si estaba bien.
Luego le pidió que se metiera y le diera su teléfono, que estaba dentro de la
casa, para llamar al diario, a una ambulancia y a la policía. Antes de que la
niña volviera, encontró entre las ropas del Choco su teléfono y empezó a
marcar. Empezó por el de los jefes que el reportero tenía en el periódico. “Yo
estaba muy impactada, quería cargar a mi marido, sacarlo de ahí… saqué su
teléfono y le hablé a Pedro Torres, que era el director editorial en ese
entonces, y no me creía cuando me contestó. Le dije: ‘Le dispararon a Armando.
Le dispararon. Ven por favor.’ Y me decía: ‘Ay no, no mames, no es cierto.’
Pero yo le repetía: ‘Ven por favor, le dispararon’… y ya me dijo: ‘Voy para
allá.’ Colgué y en eso entré por el teléfono de la casa, y marqué a emergencias
y recuerdo que le decía a la señorita que mandara una ambulancia, y no me
entendía y le daba el domicilio y me dijo: ‘Tranquilícese, porque no le
entiendo.’ Luego me dijo: ‘Ahorita va a llegar una unidad de la policía ahí con
ustedes’, le contesté que yo no quería una patrulla de la policía, sino una
ambulancia. Al final, la ambulancia nunca llegó, sino la unidad de la policía”.
Pierde un poco su mirada rota y añade:
“Cuando entré por el teléfono vi a mi hija Jimena que estaba sentada en el
sillón de la sala, con su mirada perdida, tranquila… con la mirada fija. No
lloraba ni gritaba, y recuerdo que llegué y le dije: ‘¿Qué pasó, hija?,
cuéntame. Tú viste todo’, y ella me dijo: ‘Me parece que puedo recordar algo,
era una camioneta verde, algo así’ y entonces como que reaccioné. Le respondí
que se mantuviera tranquila, que no se preocupara. ‘No te muevas, vas a estar
bien, aquí quédate con tus hermanos’, se quedó callada, seria. Salí y le hablé
a mi jefe, un sacerdote que no me contestó porque estaba celebrando misa, y
enseguida empezaron a llamarme del periódico. La jefa de información, los
compañeros, y al rato llegó una agente, me pidió que me metiera a la casa, le
dije: ‘Yo quiero estar aquí’, me dijo que no. ‘Yo quiero estar aquí’. Y me
metió”. Al lugar llegaron los agentes ministeriales, los reporteros, los amigos
de Armando. Después de eso, fue todo un caos.
El asesinato
Datos
de la Policía Ministerial y de medios informativos locales y nacionales indican
que el homicidio del periodista fue alrededor de las 8:00 a.m. en la cochera de
su domicilio, ubicado en calle Río Danubio, casi esquina con avenida 21 de
Marzo, en la colonia Nogales, de Ciudad Juárez, considerada durante mucho
tiempo, sobre todo durante la década de 2000 a 2010, como una de las ciudades
más violentas del mundo, en el estado de Chihuahua.
José
Armando Rodríguez Carreón, de 40 años, se disponía a sacar el vehículo, un
Tsuru Nissan propiedad de la empresa periodística, cuando otro automóvil le
bloqueó el paso. De ese vehículo, al parecer una camioneta color verde,
descendió un joven sicario, quien disparó en 10 ocasiones una pistola calibre 9
milímetros. Todos los orificios quedaron en la zona torácica, así que se cree
que el periodista murió instantáneamente.
Otras
versiones indican que Rodríguez se inclinó hacia donde estaba su hija Jimena,
para protegerla. Si así lo hizo, lo logró. Aunque el matón dio en el blanco en
cada uno de los disparos, y salió de ahí sin prisas ni problema alguno.
Ese
mismo mes, El Choco y siete periodistas de El Diario de Juárez fueron
amenazados de muerte. Él mismo tuvo que buscar refugio en El Paso, Texas,
Estados Unidos, luego de recibir amenazas directas originadas, aparentemente,
por sus labores como reportero de hechos violentos. Dos meses duró su autoexilio
del otro lado de la frontera para luego, terco en su pasión, regresar a la
redacción del rotativo.
Le
decían Choco por su tono de piel. Nació en el municipio de Camargo, de esa
entidad, y ese 2008, uno de los más violentos que ha vivido esa región del norte
del país, había reporteado alrededor de mil asesinatos, en su mayoría con armas
de grueso calibre y relacionados con las pugnas entre los cárteles del
narcotráfico.
Ese
día, de acuerdo con información publicada en diferentes medios, le daría
seguimiento al homicidio de dos comandantes de la Policía Estatal, cuya
información fue publicada como nota principal en la edición de ese día de
noviembre. Al día siguiente la principal en la portada del diario era otra, una
muy diferente: una en la que él era el protagonista.
Rodríguez
nació en junio de 1968, y en 1986 emigró a Ciudad Juárez para estudiar la
licenciatura en Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas
y Sociales de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Egresó en 1991. Ya antes,
en 1987, trabajó en la televisora Canal 44 y luego lo hizo en el Canal 56,
también de esa región chihuahuense. Poco después, en 1992, incursionó en el
periodismo escrito y luego entró a El Diario de Juárez –donde estuvo en dos
periodos– y ahí se quedó hasta terminar… su vida.
Un
mes después de su asesinato, en diciembre, el también periodista y escritor
Alejandro Páez Varela, también de Ciudad Juárez, publicó en Letras Libres:
Dos
días antes de que Armando Rodríguez El Choco fuera asesinado, dos individuos
mataron a un payasito que pedía limosna en una esquina de Ciudad Juárez.
Imagino el diálogo en la camioneta Lobo del año; seguramente uno le apostó al
otro una cerveza o un cigarro: “A que no lo matas”, “A que sí”. Y, pum, el
disparo. El payasito cayó sobre su sangre. Y ya. Una nota en alguna página. Una
mención en algún parte policiaco. Cero investigación. Este es el México que
vivimos. Este es el México que dejará Felipe Calderón porque no está claro
hacia dónde va la estrategia, si es que la hubo, o la hay. Mataron al Choco y
dejaron viuda a Blanquita y huérfanos a tres infantes. ¿Quién fue? ¿Por qué? Un
hombre bueno no merece un final tan triste. Un periodista honesto y valiente
(que no vivía de filtraciones y “documentos de inteligencia” sino de periodismo
en el campo de batalla) merecería no los aplausos, tan sólo la vida. Lo mataron
en Juárez y les digo: mañana vienen por usted y por mí, en donde estemos.
Porque nadie puede detenerlos. Porque no queda claro en dónde están los
asesinos: si se esconden en las oficinas de gobierno o en casas de seguridad,
¿qué importa?, para el caso es lo mismo. Lo mataron y las esquirlas alcanzan la
frente de cada hombre honesto en este país.
Por qué
“Ha
sido un poco difícil, pero a la vez hemos podido salir adelante. Mis hijos son
tres y han estado bien, dentro de lo que cabe. Aunque siempre con la añoranza
de su papá, pero hemos estado bien, los primeros años fueron difíciles por
muchas cosas, por vivir el duelo, enfrentarnos a una nueva forma de vida, por
los trámites que hubo que hacer, las situaciones que hubo que enfrentar con el
caso”, cuenta Blanca Alicia Martínez de la Rocha.
Es
Blanquita, así le llaman de cariño. Incluso quienes no la conocen llegan a
quererla con tantas buenas referencias que se dicen de ella por todos lados.
Está al frente del periódico Presencia, de la Diócesis de Ciudad Juárez, desde
hace 16 años, aunque ha trabajado en medios de comunicación, entre ellos la televisión
–Canal 56–, donde conoció al Choco, con quien ya se había encontrado cuando
estaban en la universidad.
“Es
un cambio total. Los niños dentro de todo se ajustaron bien en la escuela,
sobre todo las niñas que son las más grandes. No se descontrolaron en cuanto a
su rendimiento académico. En cuanto a lo emocional, ha sido difícil pero hemos
salido adelante con la ayuda de mucha gente, de mi familia, de mis papás y
amigos. Nosotros somos personas de fe y creemos que Dios nos ha sostenido en
este camino”, manifestó.
Blanca
recuerda que cuando colaboraba para Televisa la invitaron a trabajar en
Presencia y estuvo en ambos empleos al mismo tiempo, hasta que nació su hija,
la mayor. Entonces se quedó sólo con la chamba que mantiene en la diócesis.
La
mayor se llama Jimena, y tiene 14 años. Le sigue Ghalia, así, con la h después
de la g, y hoy tiene 12 años. Elías es el más pequeño, con ocho años.
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