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CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La
semana pasada volvió a figurar en la prensa la nauseabunda manera con que el
clero católico encubre la pedofilia que lo corroe. Esta ocasión a raíz de una
nueva demanda de acción legal contra Norberto Rivera, arzobispo primado de
México, quien, como hacen desde siempre sus homólogos, se sale por la tangente
revirando las acusaciones sobre los abusos sexuales cometidos contra menores
por quince de sus sacerdotes, hacia los tribunales vaticanos que no harán nada
al respecto. Sobra volver a aseverarlo: los píos “emisarios” de Cristo ‒con sus
debidas excepciones‒ son tan hábiles burlando leyes como lo son en el manejo de
la culpa y la simulación. Por algo se han encargado de educar a media humanidad
en la fe, diseminando los dogmas que los fortifican y exoneran; mas no es este
el espacio para arremeter contra con los molinos invisibles de su inabarcable
hipocresía, sino de hurgar en la música de concierto para hallar vínculos.
¿Es posible que entre los
compositores de filiación religiosa no se hayan registrado casos de pedofilia?
Por supuesto que no, aunque, podemos dar por cierto que han habido incontables
ejemplos, pero que su encubrimiento ha sido tan efectivo ‒sobre todo en el caso
de los músicos que han prestado sus servicios a la Iglesia Santa, Católica,
Apostólica y Romana‒ que, al parecer, no existe expediente abierto contra
ninguno. Empero, hemos podido rastrear a un sujeto que suscitó un escándalo
mayúsculo y que sí llegó a pisar la cárcel y a degustar el descrédito social,
al menos, durante los años en que se mantuvo viva la memoria colectiva. Lo
interesante del asunto es que el sujeto, un hábil compositor e instrumentista,
fue de raigambre luterana, motivo por el cual su pederastia mereció la justa
punición, precisamente por no tener un incentivo sexual valido, ya que a todo
luterano se le consiente la sana relación ‒marital, se entiende‒ con mujeres.
Hablamos del célebre músico sajón Johann Rosenmüller
(1619-1684), a quien se considera como uno de los más importantes creadores de
obras vocales e instrumentales en los reinos germanos de la primera mitad del
siglo XVII. Su obra fue pionera en cuanto a la incorporación en su patria de
las tendencias italianas en boga y sirvió de ejemplo para muchos de sus
sucesores.[1] Telemann lo tuvo de modelo durante sus años formativos ‒lo
abordamos en el texto 2120 de Proceso‒
y el propio Goethe pontificó que “su nombre jamás debería de ser olvidado
dentro de la historia de la música”, amén de haber sido un maestro que
desempeñó los cargos que vendrían a ocupar después, ni más ni menos, que J. S.
Bach y Antonio Vivaldi; mas no nos adelantemos y procedamos con orden.
A pesar de las grandes lagunas
que existen en su biografía, son rescatables los siguientes datos: Rosenmüller
nació en Lipsia en el seno de una familia muy creyente ‒ya apuntamos que era de
neta inclinación luterana‒ y, por ende, convencida que la música era uno de los
mejores vehículos para alabar al supremo creador. A los 21 años ingresó en la
Universidad de su ciudad natal, volviéndose asistente del Kantor ‒o director
musical‒ de la iglesia de Santo Tomás. En 1651, es decir a los 32 años, fue
nombrado organista titular de la iglesia de San Nicolás, una de las tres más
importantes de Lipsia. Dos años después, el ayuntamiento lo promovió al puesto
de Kantor de la
misma iglesia ‒con su escuela adjunta‒ de Santo Tomás, lugar donde ocurriría el
“entuerto” que vendría a arruinarle la reputación ‒mas no la carrera‒ (es de
anotar que el puesto en la Thomaskirche sería aquel que ocuparía J. S. Bach en
1723).
Como quiera que
haya sido, el hecho es que al insigne Rosenmüller le cayó encima la justicia y
se le sentencio a una pena de 12 años, a descontar con trabajos forzados. Pero
una vez recluido, se las arregló para sobornar a alguna autoridad del penal,
quien allanó el camino para su evasión. Como es de prever, la fuga había de
contemplar la salida de todos los reinos germanos, ya que los pormenores del
encarcelamiento se esparcieron como reguero de pólvora. Tocante al destino del
exilio se ignoran las motivaciones y la procedencia de los salvoconductos, mas
no sería de descartar que haya sido la misma clerecía aquella que se implicó en
el caso, recomendando al pedófilo dadas sus valiosas cartas de presentación
como músico. Así pues, el convicto emprendió el viaje en 1658 hacia el sur, llevando
como meta la fastuosa Venecia, urbe reconocida por la relajación de su clero
‒aún más que el romano, o el mexicano para el caso‒ y su tolerancia hacia todas
las formas existentes de “pecado”. En la ciudad lagunar Rosemüller no tuvo
problema para agenciarse un empleo como trombonista en la orquesta de la
basílica de San Marcos, la de más renombre y mejor pagada de la ciudad. De ahí,
al cabo de un par de años, logró su contratación como maestro de coro del
Ospedale della Pietá, la reputada institución de beneficencia que acogía a
niñas huérfanas, la misma donde, a partir de 1703, Vivaldi fue maestro de
violín, de conciertos y asimismo de coro.
Es de mencionar
que a Rosenmüller la estadía veneciana le fue muy provechosa, puesto que le
sirvió de aliciente para componer muchas obras sacras ‒misas, motetes, salmos y
magnificats‒, además de una importante producción de obras instrumentales
‒sinfonías y sonatas de cámara‒, basadas en el estilo itálico que estaba
desarrollándose. Se ignora si las tendencias pedófilas del implicado también
tuvieron acomodo con las niñas del Ospedale o si, gracias a ellas su probable
homosexualidad garantizó la inmunidad de las mismas, no obstante, lo siguiente
que sabemos es que hacia 1682, después de 24 años de ausencia, la suficiente
para que la maledicencia popular se acallara, Rosenmüller retornó a su patria,
encontrando trabajo como compositor en residencia de la corte del duque
Anton-Ulrich of Brunswick en Wolfenbüttel, Sajonia, donde fallece dos años más
tarde. En las esquelas llegó a lamentarse su desaparición, ni más ni menos,
como la de un “verdadero Amfión de su era” (Amfión fue un hijo de Zeus famoso
por su afición a las artes y por sus dotes especiales para la música, tantas,
que con el simple hecho de tocar su lira ‒regalo de Hermes‒ logró que las
piedras se acomodaran por sí solas durante la construcción de las murallas de
Tebas…).
¿Y qué podemos
deducir de todo esto, particularmente del hecho de que a la hora de su muerte
se pasaran por alto las perversiones de su personalidad, ensalzándola como la
de un héroe mitológico capaz de erigir con su música construcciones
imperecederas?… Pues simplemente que los niños nunca han sido merecedores de
respeto, cuidados ni atenciones específicas por su fragilidad, sino todo lo contrario:
eran propiedad de sus dueños o tutores, quienes podían hacer con ellos lo que
les viniera en gana sin que hubiera leyes que los salvaguardaran (recordemos
que las primeras leyes de protección a la infancia surgieron en Francia apenas
hasta mediados del Siglo XIX).[2] Y más para la Iglesia Católica, la misma
institución esquizofrénica e hipócrita que no tuvo reparos en ordenar su
castración ‒desde mediados del Siglo XVI hasta principios del XX‒ con fines
“artísticos”, considerándolos tanto “ángeles prefabricados”, como “monstruos de
la naturaleza” a los que se les negaba, incluso, la sepultura cristiana. ¿Nos
sorprende, entonces, que la libido que les despiertan a los clérigos sea
disculpable según su deformada óptica, es decir, la que los hace provenir de un
acto carnal que es pecaminoso si no lo avala la Iglesia? ¿Por qué no habrían de
encubrirse los “pequeños” exabruptos pasionales de esos abnegados hombres de
Dios que tanta presión soportan en sus fatigas cotidianas?, aunque, aclaremos:
¿qué culpa tienen los niños de que su hermoso candor y lábil ingenuidad suscite
pasiones en esas reprimidas mentes que aspiran a la “santidad”?
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