Prefacio
Esta obra no es
consecuencia de un plan preconcebido. Al tratar de esclarecer el fondo,
asombrosamente complejo, del Diálogo robre los Grandes Sistemas del Mundo, de
Galileo, sentíme atraído hacia el drama que representó una parte decisiva de
aquel memorable acontecimiento de la historia moderna que es la secularización
del pensamiento. Me parecía extraño que, luego de tanta investigación y tanta
controversia, el relato de los acontecimientos, tal como los vi, tuviera tan
poco sentido. Al avanzar en la tarea se hizo claro que una parte apreciable del
rompecabezas había quedado de manera singular sin componer hasta el presente,
por lo que tiene toda la apariencia de un convenio tácito e inexplicable entre
los bandos en pugna.
Galileo no salió
malparado como el científico que se halla frente a un credo religioso. Estaba
lejos de representar el papel de técnico de la ciencia; de hacerlo, habría
escapado a toda suerte de dificultades. Todos sabemos que sus descubrimientos
no tropezaron con oposición. En igual caso se hallan los de Descartes, así como
este mismo. Pero, por lo demás, según aquél reconoció, prosiguió “bajo una
máscara”, en tanto Galileo es el hombre sin máscara. Tanto sus amigos como sus
adversarios vieron en él un tipo único de personalidad creadora, cuyas
principales realizaciones podían ser muy bien concebidas para sostenerse o caer
con él era el tipo clásico del humanista, esforzado en aportar su cultura a la
percepción de las nuevas ideas científicas, y entre las fuerzas que halló
alineadas contra él no fue en modo alguno la más poderosa el fundamentalismo
religioso.
Es difícil ver la
verdadera forma del conflicto en tanto permanezcamos bajo la influencia de un
malentendido tácitamente aceptado por ambas partes; ¡la idea del científico
como atrevido “librepensador” y “progresista” enfrentando la resistencia
estática del conservadorismo! Este bien puede ser el aspecto sobre él nivel de
las personalidades, pues es por lo común el científico quien muestra la mente
más libre y más especulativa, en contraste con sus oponentes provistos de más
prejuicios. Pero el fondo del asunto es diferente; los científicos aparecen en
él con gran frecuencia como conservadores empujados por fuerzas sociales que se
mueven aprisa. Por lo general tienen de su parte a la ley y a los profetas.
Esto debe
comprenderse en el acto con claridad si pensamos en los acontecimientos
contemporáneos. La tragedia de los genéticos en Rusia, con sus lamentables
disculpas y retractaciones, representa un fiel ensayo de la historia de
Galileo; empero, no podríamos acusar al gobierno soviético de aferrarse a
viejas supersticiones, o subestimar la necesidad apremiante de ciencia y de
tecnología. Y si dejamos de esforzarnos en ver la paja en el ojo ajeno, nos
percataremos de que el caso Oppenheimer tiene un parecido tan asombroso que no
resulta en verdad consolador. En climas de tan vasta desigualdad de tiempo y de
pensamiento, doquiera se suscita un conflicto hallamos una similitud de
síntomas y de procederes que nos señala una relación fundamental.
Cierto que el caso
Galileo es muy diferente del de Oppenheimer en cuanto a contenido. En nuestro
tiempo existe la tendencia no a suprimir la física sino a explotarla; una
tendencia a actuar, no sobre las profundas diferencias filosóficas sino sobre
simples problemas de conveniencia. Empero, mientras la historia va
desarrollándose ante el público, la exacta analogía en su estructura, en los
síntomas y en los procederes, nos demuestra que estamos tratando la misma
enfermedad. A través de lo poco que se nos permite conocer, estamos en
condiciones de discernir la mente científica, tal como siempre ha existido, con
su curiosidad andariega, sus intereses nada convencionales, su despego, su
antiguo y en cierto modo esotérico juego de valores, (recordemos que es al científico
a quien se le reprocha el haber traído el concepto del “pecado” a los modernos
contenidos), sorprendida por decisiones de política dictadas por “razones de
estado” o lo que se considera como tales.
Podría ser un simple
juego de tarja, pero resulta tentador establecer una relación de uno a uno
entre los actores de ambos dramas, a tres siglos de distancia, y seguirlos a lo
largo de circunvoluciones paralelas, Podría expresar, por ejemplo: COMITE AEC
en lugar de Santo Oficio, Crouch en vez de Caccini, Borden por Lorini, SAC
(Comando Aéreo Estratégico) en reemplazo de S. J. (Societas Jesu), Informe de
la mayoría Gray-Morgan en sustitución de Informe de la Comisión Preliminar;
Teller como Grienberger, cierto doctor Malraux en vez de ciertos matemáticos
germanos, y así sucesivamente.
En cuanto a la figura
encapuchada de Miguel Angel Segizi de Lauda, artífice de la iniquidad, el
número de personajes que actúan en la vida pública y en el Imperio de las
Comunicaciones baria odiosa la selección. Las dos principales figuras con poder
son a su vez notablemente similares en lo que atañe a sus complejos motivos.
Pero el Presidente de
la Comisión para la Energía Atómica redactó su propio resumen del caso, que
vino a ser al mismo tiempo la resolución, en tanto aparecerá demostrado de modo
bastante razonable en esta obra que la resolución del papa Urbano VIII se basó
en un resumen deliberadamente redactado y sometido a su persona con el fin de
inducirlo a error. No hay duda de que las figuras eclesiásticas del siglo XVII
exceden en mucho a sus modernas contrapartes. Al fin y al cabo, el problema
debatíase en aquella época alrededor de cuestiones cosmológicas y metafísicas
de tal importancia, que incluso los más graves errores morales cometidos en
defensa del punto de vista tradicional pueden aparecer en la actualidad como
interés en la salvación definitiva de la humanidad.
Las conclusiones de
nuestras autoridades contemporáneas, en su distracción, resultan mucho más
cercanas a las conclusiones del fiscal contra Lavoisier: La République n’a pas
besoin de savants. Y, como entonces, la ciencia tuvo que guardar silencio. Más
los paralelos son, en el mejor de los casos, una invitación a pensar, y éste no
debe llevarse demasiado adelante. Lo que creo que puede exponerse en estos
casos —al menos cuando la cuestión alcanza los peldaños más elevados— es que no
sé trata tanto de un asunto de “ciencia” contra “prejuicio” como del resurgimiento
de la clásica pregunta: “¿Qué es el científico?” Por lo común es éste quien se
ve sorprendido por la redefinición Preparado por Patricio Barros de sus
actividades, proveniente de afuera. Y el resultado es siempre una vuelta más de
la vieja tuerca.
Al sujetar al
científico, como ser culto, a la sospecha administrativa que por lo general va
unida a los dudosos aventureros en los movimientos internacionales, no hemos
hecho otra cosa que dar un paso adelante en el proceso de la secularización del
pensamiento. Tan cierto es ello que en el episodio del siglo XVII aparece con
todo su vigor la aparente paradoja: dentro del marco específico de la
cristiandad occidental, el verdadero conflicto revela a Galileo, como a todos
los hombres libres, en busca de apoyo en las costumbres establecidas, el
crédito y la tradición, en tanto Urbano VIII, como todo organizador del poder,
se convierte en instrumento involuntario de lo nuevo y de lo eficiente.
Reconozco prestamente
que esto no puede conformarse con la perspectiva establecida por la
historiografía corriente, formada como está en gran parte, vista desde atrás.
Pero es así cómo fue experimentada por los actores del drama, de manera más o
menos consciente, lo cual no debe constituir un aspecto despreciable del todo
de la realidad histórica. Debe disculparse a Galileo por preguntarse cómo sus
descubrimientos fueron tildados de “novedades” alarmantes, dado que se suponía
que la ciencia no descubría sino cosas que eternamente debían haber sido así.
Lo que le pareció “novedad” mucho mayor fue la manera como las autoridades se
dieron a dictar resoluciones administrativas en un campo en el que se las
consideraba desprovistas de competencia.
Constituyó para él
una asombrosa interpretación de lo que pudiera calificarse de “Enmienda
Tridentina” de las constituciones inmemoriales de la cristiandad. Al pensar en
el universo de Galileo, la imagen que se nos viene a la mente es el sólido y
desnudo interior de la capilla Pazzi, de Florencia, ase punto de reunión de
Cristo y la geometría. Si intentamos poblarla en nuestra imaginación, tendrá
que ser con una mezcla singular de caracteres de Ghirlandaio y Mantegna, con
algunos personajes desdeñosos de Tiziano o Bronzino, como representantes de las
clases intelectuales gobernantes.
Después de todo,
Galileo había nacido allá en 1564; el mundo de sus concepciones continúa siendo
el del siglo XVI. En el mejor de los casos contaba, del XVII, con el colorido
de sus comienzos de los eduarianos o jacobinos. Lejos de ello se halla el mundo
del papa Urbano —el esplendor de los “suntuosos palacios” de los Barberini en
la capital renovada, las majestuosas escalinatas de las fachadas de Borromini,
el tamaño colosal de las columnatas de Bernini, la solidez impresionante y la
ornamentación de San Pedro. Es una organización que abarca una gran superficie,
contra la permanencia delicada.
No existiría un
contraste más señalado entre Grand Central Terminal y el municipio de cualquier
localidad de Nueva Inglaterra. En su interés por las cosas permanentes, en su
simplicidad confesional, Galileo abarca siglos. Lo que designamos como ciencia,
habla a través suyo de manera inequívoca por vez primera; a pesar de ello, vive
en él un espíritu más amplio y antiguo que el del gobernante eclesiástico de la
cristiandad ecuménica y conciliar que previene y exhorta con la dignidad de un
patriarca de los primeros siglos.
El contraste entre el
estilo teológico de sus epístolas y el de la literatura oficial apologética es
suficiente para narrar la historia. Las fórmulas trabajosas y barrocas de la
sumisión no impiden que el lector experimente la existencia de alguien como
Ambrosio, Agustín o Buenaventura, que reprende a dormidos pastores y
degenerados epígonos. Habla en nombre de la comunidad de fieles que une a los
antiguos muertos con los que no han nacido aún. No es meramente el astrónomo a
quien se consulta; es el consejero en asuntos de filosofía natural y
metafísica, que solicita se le escuche y que, si como él expresa, es la pureza
de intención y la seriedad del consejero lo que presta autoridad, merece tanta
atención como el mismo Aquino. Si lo contemplamos desde el punto de vista de
los archivos, tampoco se hallaba equivocado. El contenido de sus cartas
teológicas, repudiadas e incriminadas, se ha convertido en doctrina oficial de
la Iglesia desde el año 1893. Si en la época de la primera crisis del año 1616
hubiese existido en Roma un joven Aquino que siguiera sus indicaciones, en
Jugar de un Bellarmino envejecido… pero no existía un Aquino, ni hubo tiempo.
Todo el drama resulta
en un encuentro sorpresivo para ambas partes. Tanto el científico como las
autoridades experimentaban la impresión de hallarse en una emboscada, sin que
sea cierto en ninguno de los dos casos.
En caso de que
existiera, la emboscada fue cuidadosamente tendida por terceras partes, que
explotaron con cuidado la situación crítica del momento. Más Galileo nunca se
consideró innovador ni rebelde. Como figura central de la ciencia aceptada,
como líder reconocido de su cultura en pensamiento y expresión, jamás último
como representante perfectamente ortodoxo de una cristiandad metafísica, no
podía hacer sino mantener su posición, cada vez más confundido, hasta que la
violencia administrativa estableció un descanso, dejando a todos —incluso a las
mismas autoridades— en estado de absoluta confusión. Tal confusión continúa sin
disminuir aún hoy, puesto que el asunto de Galileo se halla lejos de estar
muerto, y cada década nos trae una nueva “línea” y nuevas sugestiones con ánimo
de explicarlo, tal como trae la repetición de los gritos de guerra de los
antiguos racionalistas.
El bando que se
alinea del lado de las autoridades no es, ni ha sido en modo alguno, católico
en conjunto. Uno de los relatos más amplia e irresponsablemente utilizado procede
de un publicista protestante del siglo XVIII, Mallet du Pan, y una versión
popular y llena de prejuicio se debe a la pluma de otro protestante, sir David
Brewster.
Varias de las
acusaciones más necias contra Galileo han sido acreditadas por los enciclopedistas
franceses antireligiosos. Por otra parte, algunos de los esfuerzos más honestos
para restablecer los hechos se deben a relatos de historiadores reputados
católicos, tales como L’Epinois y Reusch. Puesto que se ha mencionado nombres,
debería agregar, con el fin de honrarlos, los de estudiosos que, sin pertenecer
a ningún bando, se esforzaron por alcanzar un punto de vista imparcial de la
situación, principalmente Emil Wohlwill, Th. H. Martin, Karl von Gebler y
Antonio Favaro. La mayor parte de la literatura a través de la cual chapaleamos
no merece ni siquiera ser mencionada, yendo desde la casual incompetencia media
hasta la prevaricación y la simple inmundicia. Que vuelva al lugar de procedencia.
No existe medida común entre los problemas políticos de mucho tiempo atrás —los
motivos, las dudas, el rechazo eventual, de hombres que sentíanse depositarios
del sino de millones de criaturas que rezan— y las deformaciones gratuitas
esparcidas en su propio nombre por quienes se designaron a sí mismos apólogos.
Espero haber puesto
en claro que la extensa polémica no lo es estrictamente entre la reacción
confesional y la anticonfesional. Se la ha hecho aparecer como tal. En realidad
es una mescolanza en la que el prejuicio, el rencor inveterado y toda suerte de
intereses, especiales y corporativos, han sido los principales motores. Los que
arrastraron, y continúan arrastrando, a la Iglesia misma, no son cándidos. Como
dice con toda razón L’Epinois, la Iglesia no tiene nada que perder y sí todo
que ganar con la verdad. Hasta donde me ha sido posible descubrir, creo que el
no haber sido aún resuelta tan ardua cuestión se debe a que los librepensadores
se muestran demasiado contentos de colocar a toda la Iglesia romana bajo
acusación en el asunto, en tanto dentro de la jerarquía eclesiástica poderosos
intereses de cuerpo se hallan dispuestos a aceptar el terreno elegido por los
atacantes antes que permitir que se muestren a la luz de la historia algunos de
sus miembros, fallecidos largo tiempo ha. De tal manera, están dispuestos a que
la Iglesia se vea envuelta en la disputa, con la consecuencia inevitable de que
deben recurrir a grandes cortinas de humo, implicaciones engañosas y toda
suerte de tácticas incorrectas.
En verdad, ¿es que el
conflicto tuvo que adoptar en modo alguno esta forma? Hace mucho que se sabe
que la mayor parte de los intelectuales de la Iglesia se hallaba del lado de
Galileo, en tanto la oposición más abierta provino del lado seglar de las
ideas. Puede probarse además (o, al menos, espero haberlo hecho así) que la
tragedia fue resultado de una conspiración de la que fueron víctimas lo mismo
los jerarcas que Galileo — una intriga tramada por un grupo de oscuros y
dispares personajes de extraña connivencia, quienes colocaron falsos documentos
en los archivos, más tarde informaron mal al Papa, y, por último, le
presentaron un relato del proceso preparado de manera tal que lo indujese a
error en su decisión.
La verdadera historia
nos procura una recorrida fascinante a través de la manera como se toman tales
decisiones en verdad, y en la que la imponente maquinaria del Estado se pone en
movimiento por lo que parece ser razones de Estado, y tal vez lo son
posteriormente, pero que se originan en realidad como constelación de
accidentes y motivos personales.
Un relato objetivo
debe ser más apropiado para una comprensión decente que todas las
insinuaciones, deformaciones y escenarios inventados al efecto por ambas
partes. Al señalar la culpabilidad de unos pocos, tiende a absolver un número
mucho mayor que hasta entonces había permanecido bajo la más fuerte sospecha, y
entre ellas al mismo Comisario General de la Inquisición, que tuvo bajo su
dirección el proceso.
Una vez reconocidos,
los hechos debieran encaminamos hasta los problemas de la verdadera realidad y
poner fin a esta perenne batalla contra los molinos de viento.
Deseo expresar mi
gratitud al padre Robert Lord, S. J., y al padre José Clark, S. J. También al
profesor Edward Rosen, por sus críticas y valiosas sugestiones. Del mismo modo,
a la señorita Elizabeth Cameron y a la señora Nancy Chivers, por su valiosa
ayuda en la preparación del original. GIORGIO DE SANTILLANA Instituto de
Tecnología de Massachusetts. Noviembre 30 de 1954.
Para leer la obra completa de: “El crimen de Galileo” de Giorgio de Santillana
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