10 Jun 2019 - 12:57 PM
Damián Pachón Soto dpachons@uis.edu.co
Pese a los notorios avances en la igualdad de género, las
mujeres siguen padeciendo la violencia masculina, los feminicidios y la
exclusión en distintas formas. En pocas palabras, siguen siendo víctimas del
sistema patriarcal históricamente dominante en nuestra cultura. En este ensayo
exploro los fundamentos filosóficos y teológicos que explican el profundo
arraigo del patriarcado en la sociedad occidental cristiana.
La mujer, en la Edad Media, y según el
cristianismo, no sólo es la responsable de la caída, de la expulsión del
paraíso sino que por buscar el conocimiento se convertirá después en
bruja. Cortesía
En el Tratado de las justas causas de
las guerras contra los indios, el teólogo, filósofo y jurista
español Juan Ginés de Sepúlveda decía que: “con perfecto derecho los españoles
imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en
prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan diferentes a los españoles como
los niños a los adultos, y las mujeres a los varones…y
estoy por decir que de monos a hombres”. El teólogo español no sólo
justificaba la esclavitud y evangelización de los indios, sino que pretendía
solucionar con estas construcciones teóricas el debate de la “guerra justa” de
España en América. Para justificarlo, el teólogo acudía a la Política de Aristóteles.
El filósofo griego partía del supuesto de que el
alma gobernaba al cuerpo y la razón a los apetitos, lo
racional a lo afectivo, lo que equivale a decir que lo perfecto gobierna lo
imperfecto, y que lo inferior debe someterse a lo superior. En este
orden, por naturaleza unos mandan y otros obedecen, unos
gobiernan y otros son gobernados. Esta relación de gobierno es triple: sobre
los esclavos, las mujeres y los niños, aunque en diverso sentido. El esclavo lo
es por naturaleza, ya que carece de razón, aunque entiende órdenes racionales;
el niño tiene una razón potencial que se perfecciona con la educación y que
madura (se actualiza) en la adultez.
En cuanto a la relación macho-hembra decía:
“También en la relación del macho con la hembra, por naturaleza, el uno es
superior; la otra, inferior; por consiguiente, el uno domina; y la otra es
dominada”. Esto tiene relación directa con la “facultad deliberativa”,
reflexiva, racional, de las mujeres, facultad que posee pero de manera insegura y subordinada. Construido así el argumento, el
varón ejercía un dominio señorial sobre la hacienda, sus cosas inanimadas, los
esclavos, las mujeres y los niños, si bien estos dos últimos pertenecían a la
categoría de “los libres”.
Lo interesante de esta construcción es la manera
como se incorporó a la cultura cristiana en la Edad Media, pues en ella el
fundamento filosófico se convirtió en un fundamento onto-teológico.
Esto se explica de la siguiente manera: en la cultura cristiana el ser no es
eterno, no se tiene, como en Aristóteles, sino que es dado. Somos ens creatum, seres creados, criaturas a las cuales Dios les
ha dado el ser...desde la nada…mundo creado en seis días cuando aún no existían los días (¿?). Y si bien,
desde el punto de vista teológico, todos somos hijos de Dios, y los hombres son
iguales ante Dios, en la “ciudad terrena” los entes no parecen tener el mismo
valor, ni la misma dignidad. En la cadena de los seres hay unas jerarquías o,
en pocas palabras, hay una gradación ontológica, donde hay unos entes más
perfectos que otros. En esta construcción, la mujer aparece imperfecta,
subordinada, degrada, frente a los hombres.
No
sólo es la responsable de la caída, de la expulsión del paraíso, pecadora, sede
de la lascivia y el placer, sino que por buscar el conocimiento se convertirá
después en bruja…bruja que debe ser quemada en la hoguera. Ontológicamente es
lo imperfecto que debe ser gobernado por lo perfecto…es lo afectivo inferior a
lo racional…es lo inferior que debe ser gobernado por lo superior…es lo
derivado (de la costilla de Adán) o accesorio que debe seguir a lo principal,
como en el famoso principio jurídico romano.
Estas construcciones filosóficas y teológicas se
reproducen en la Edad Media, donde el semen es el principio activo de la vida,
y el útero, mero receptáculo, pasivo, tal como en Tomás de Aquino. Por eso, el
padre de la iglesia, uno de los pensadores cristianos más sólidos, contribuyó a
la creación de una cosmovisión totalmente patriarcal, excluyente y jerárquica,
expresada en su libro La monarquía de
la siguiente manera: “El rey ocupa en su reino el lugar que el alma ocupa en el
cuerpo y Dios en el mundo”. Analógicamente, es el mismo lugar que el
paterfamilias ocupa en la casa o en la hacienda. De esta manera, el principio
del gobierno del mundo divino y humano es patriarcal. Es el padre celestial, el
padre nuestro, masculino, varón, sexista, etc., centro del mundo, y fuente de
la vida, la autoridad y detentador del poder sobre las demás criaturas que
deben ser gobernadas.
Fue
el historiador Otto Brunner, en su libro “La casa grande y la económica
antiguo-europea”, quien sacó las consecuencias de la anterior construcción
aristotélico-tomista para la organización vertical, patriarcal, jerárquica y
excluyente de la sociedad latinoamericana hija de la escolástica española y sus
leyes de indias: “Gracias a la difusión del aristotelismo escolástico en
Europa, y especialmente a su dominación exclusiva en España, la sociedad se
organizó según la analogía del alma en el cuerpo, esto es, lo que Dios es para
el macrocosmos, lo es el hombre de Estado en el Estado, y el paterfamilias en
la casa grande”, en el hogar, según anota el filósofo y crítico colombiano
Rafael Gutiérrez Girardot.
Ahí
está el fundamento de la construcción social patriarcal de gran parte de la
sociedad occidental, y en el caso latinoamericano, heredero de la locura de la
cruz, de que el encomendero fuera el jefe en la encomienda, el hacendado patrón
en la hacienda, y el gamonal o el caudillo dios secular en sus regiones,
estructura que con sus jerarquías, mimetismos, nepotismos, clientelismos, etc.,
pasó a los partidos políticos, tal como mostró magistralmente para el caso
colombiano el sociólogo Fernando Guillén Martínez.
En
la sociedad patriarcal latinoamericana “Dios como cumbre y su corte jerárquica
de arcángeles, ángeles, serafines, etc., fueron el modelo de la sociedad
jerárquica feudal”, que en la colonia permitió disponer no sólo de la india, la
esclava, la “cosa animada que trabaja” sometida a la servidumbre, como cuerpo
al alcance de la mano y del falo de los varones, sino también de aquéllas
mujeres mestizas o con “manchas de la tierra” tomadas a placer. Pero las
mujeres blancas -o que lo parecían- que se creían pertenecer a las viejas
familias hidalgas de España, no escapaban a su situación de ser administradoras
del hogar, buenas católicas sometidas al marido, excluidas de los grandes cargos
de la administración colonial y luego republicanos, poco educadas, sin derechos
políticos, obedientes y sumisas, cumpliendo el papel que el modelo
aristotélico-tomista les había asignado en la cosmovisión cristiana y
jerárquica del mundo.
Todas
aceptaban esos roles, pues la subordinación femenina, su puesto y sus roles en
la sociedad, así como el de los hombres, aparecieron como designios de la
divinidad; cayeron, pues, directamente del cielo, como producto de siglos de
teoría, teología y filosofía, ancladas en el sentido común, en las creencias,
materializadas en las instituciones y profundamente naturalizadas en la
mentalidad colectiva donde aún hoy se cree que la reivindicación de sus
derechos y la exigencia de una expansión democrática de los mismos, son
venganza o resentimiento femeninos.
Sin embargo, desde la Revolución Francesa, cuando
Mary Wollstonecraft escribió su Vindicación de los derechos de
la mujer, lo que salió a flote fue el cuestionamiento de la
reprimida pregunta por el papel del hombre en la sociedad y por sus
privilegios. Desde entonces, de la mano con los feminismos emergentes y con el
democratismo igualitario de las sociedades contemporáneas, secularizadas, que
van camino de matar a Dios, como decía Nietzsche, y que van demoliendo poco a
poco los fundamentos onto- teológicos y filosóficos del patriarcado aún
hegemónico, las cosas han cambiado mucho.
Es claro que este movimiento es indetenible y que
no se trata ni de venganza femenina, ni de misantropía, sino de exigir igualdad
de derechos, oportunidades, respeto, eliminación de la violencia contra las
mujeres, cesación del sexismo, el machismo y el acoso por parte de los hombres;
se trata de eliminar las formas de violencia entre los seres humanos, para lo cual se requiere un profundo trabajo de transformación del
sentido común y de las estructuras que la hacen posible.
El
patriarcado desaparecerá, al igual que el feminismo, el día que se produzca una
subversión y una revolución radical en las relaciones de poder que vinculan
hombres y mujeres, y cuando se subviertan, igualmente, el tipo de relaciones
nocivas que el patriarcado tiene con la naturaleza, con el poder y la
sociedad…en fin, cuando inventemos nuevas formas de vida, nuevas maneras de
existencia.
dpachons@uis.edu.co
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