Sergio Martínez/Opinión al Punto.
Entre los defensores del derecho a la información y la mayoría de los medios el asesinatode periodistas es considerado de forma inmediata como un ataque directo a la libertad de prensa.
El análisis específico del comunicador asesinado, es decir, la circunstancia personal que lo pudo llevar a su muerte, queda al margen de una interpretación de los hechos que, sin bien aclara los puntos clave de las pesquisas y exige resolver el crimen, deja de asumir que el asesinato no siempre es una agresión contra la labor de los medios, dejando de lado otras causas posibles, como la relación económica, y muchas veces hasta política, del periodista con sus fuentes en el gobierno o la delincuencia organizada.
En efecto, profundizar en esta parte de los crímenes contra la prensa requiere de romper con una de las reglas de oro en el ámbito de los medios, consistente en poner el dedo en la llaga ajena pero nunca en la propia, denunciar en voz alta las artimañas del poder pero jamás las prácticas que los mismos periodistas tienen para subsistir en medio de bajos salarios y financiamiento gubernamental.
En muchos casos, el olvido de este contexto y el reproche a las autoridades por su falta de voluntad en seguir las pistas y fincar la autoría del crimen sirven de trampolín a un discurso que enfatiza los temas del derecho a la información y la libertad de expresión, pero que omite, o trata de manera parcial –ya sea por ignorancia o interés-, las pruebas que indiquen alguna relación ilícita del comunicador con las autoridades formales y los poderes fácticos.
A esta clase de relación se agregan los compromisos de directivos y propietarios para asegurar la manutención del medio, y que determinan el quehacer del periodista, cuya opinión se adecúa a la línea editorial de sus jefes.
¿En cuántos asesinatos no habrá sido el reportero o el fotógrafo el que pagó con su vida las componendas de los dueños del periódico o la radiodifusora?.
En el entorno mediático los colegas sabemos diferenciar entre un compañero que fue asesinado por su cercanía con “el diablo” de uno que fue “callado” porque apuntó la pluma o la voz en la fortuna mal habida de un funcionario o en la lista de pagos de un grupo criminal.
No obstante, esto no debe llevarnos a la condena moral de los compañeros que se vinculan con esa red de intereses políticos y económicos. Si la ética impone un código de conducta a quien la asume también deslinda de sus obligaciones a quien no la sigue en el desempeño de su labor. El libre albedrío se encuentra en la base de cualquier elección ética.
Creer que el ejercicio del periodismo conduce, inevitablemente, a la práctica de un conjunto de principios, equivale a sesgar la realidad, olvidando que el periodista, al igual que cualquier otro trabajador o empleado, decide según ciertas aspiraciones personales y de acuerdo con su situación económica y social.
Tener en cuenta esta diferencia con la ética durante las indagatorias –por supuesto, con sus límites- coadyuvaría a mantener la objetividad de las mismas, a saber con mayor certeza si se trató de un ataque a la libertad de expresión o de un simple ajuste de cuentas entre particulares, sin que ello implique justificar la muerte de un periodista vinculado a arreglos ilícitos, hecho que las autoridades usan para evadir la obligación de llegar al fondo las pesquisas.
Por otra parte, tratar los casos con esta óptica llevaría a denunciar la situación tan estrecha que experimenta la prensa en nuestro país: la dependencia política y comercial de los medios, y el control de sus monopolios, en una sociedad con alarmantes niveles de instrucción y lectura, disociada abismalmente del interés público.
Los pocos periodistas avocados a la libertad de opinión y sus agrupaciones correspondientes prefieren dejar de exigir la resolución de un caso cuando descubren que la víctima tenía una conexión soterrada con el gobierno o la delincuencia, e insisten solo en aquéllos que reditúan a la causa de los comunicadores independientes o que sirven a un discurso cuyas versiones –ocasionalmente- rayan en la demagogia.
Sin embargo, admitir abiertamente los intereses ilícitos por los que algunos periodistas son asesinados, con la misma importancia adjudicada a los comunicadores muertos por el ejercicio de su labor, además de estimular la solución del caso, contribuiría a la misma defensa de la información.
Las audiencias tienen derecho a conocer la verdad sobre los hechos públicos que le atañen, y es un deber ético -deber de quien asume ciertos principios en el desempeño de su profesión- ahondar en la verdad de estas muertes, que revisten una importancia especial al tratarse, en muchos casos, de amigos o personas conocidas, aunque esto mismo signifique apuntar las baterías hacia el gremio que cobija y otorga identidad.
Ésta parecería una idea descabellada en un ambiente de acoso sistemático a los medios y de rechazo, por parte de directivos y colegas, a los compañeros que están fuera del “aro”, lugar mítico de poder en México donde un periodista con semejante línea de investigación firma en automático su credencial de paria o su sentencia de muerte. Pero, ¿No sería ésta, acaso, la resolución moral de quien sin falsos heroísmos informa con libertad, más allá de aclamaciones y baños de pureza?
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