JORGE CARRASCO ARAIZAGA
Cienfuegos y Peña en Campo Marte. Foto: Benjamin Flores |
MÉXICO, D.F. (apro). Cuando el presidente Enrique Peña Nieto, arropado por militares, habló el jueves de ley y orden, anticipó lo que horas después ocurriría en el Zócalo de la Ciudad de México: una cargada de la Policía Federal y del DF, propiciada por encapuchados, al final de la manifestación pacífica por la presentación de los 43 normalistas detenidos desaparecidos de Ayotzinapa.
“Lo que los mexicanos demandan es que la ley se cumpla (y) que prevalezca el orden”, dijo Peña en un elogioso discurso a las Fuerzas Armadas en el campo militar Marte, en donde tuvo que celebrar el CIV aniversario de la Revolución Mexicana porque el Zócalo de la ciudad de México esperaba la llegada, como fue, de miles de personas que le exigen a su gobierno la presentación con vida de los estudiantes.
Aunque dijo que rechazaba la violencia cualquiera que fuera su origen, la arremetida policial, que dejó numerosos heridos, entre ellos el fotoreportero de la revista Proceso Eduardo Miranda, así como decenas de detenciones arbitrarias, exhibirá más la incapacidad de su gobierno para enfrentar la crisis humanitaria en la que está sumido el país.
Si lo que se pretendía con el operativo iniciado por los encapuchados al final de la manifestación era vincular con la violencia a quienes exigen la presentación con vida de los normalistas, lo único que logró fue evidenciar ante el mundo la agudización de la crisis porque esta manifestación, que confluyó desde tres puntos de la ciudad y después de una jornada mundial de solidaridad, era seguida puntualmente por la prensa internacional.
Son casi ya dos meses desde que agentes del Estado mexicano, representado por policías municipales de Iguala y Cocula, Guerrero, desaparecieron a los estudiantes, supuestamente con el apoyo de un grupo de delincuencia organizada. La indignación no cesa, ni en México ni en el mundo, y la violencia policial la exacerba aún más.
Los anarquistas deben estar también indignados por la usurpación, pues en las redes sociales circularon imágenes de encapuchados en camiones militares o conversando con policías del Distrito Federal, en donde el jefe de Gobierno, el expolicía Miguel Ángel Mancera, no representa ninguna diferencia de fondo respecto del gobierno federal.
Después de la quema de la puerta del Palacio Nacional, el pasado día 9, también al final de una manifestación pacífica por Ayotzinapa, Peña Nieto ha centrado su discurso en la violencia, que le ha servido de pretexto para sugerir, incluso, que hay un intento de desestabilizar a su gobierno.
El presidente se victimiza y advierte también que hay un propósito de “atentar contra las instituciones”, como dijo en su discurso ante los militares. Lo que hay detrás es una justificación del uso de la fuerza.
Es lo peor que puede hacer, fiscalizado como está por la comunidad internacional, ante la exigencia de esclarecer de forma fehaciente lo ocurrido con los estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa.
Una respuesta tan extraviada como su decisión de romper lanzas a favor del Ejército ante las críticas, también mundiales, por la ejecución sumaria de presuntos delincuentes por parte de efectivos militares en Tlatlaya, Estado de México, y que es otra de las expresiones de la crisis humanitaria que tiene en la incertidumbre a México.
Aunque se ha dicho que Ayotzinapa es una reedición de la masacre de Tlatelolco, una respuesta autoritaria como la que ocurrió en 1968 sería la más grave torpeza política desde entonces, pues condenaría por siempre a su gobierno, que de por sí parece en picada apenas transcurrido su primer tercio.
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