Rodrigo Labardini México enfrenta múltiples problemas. Desarrollo económico no perceptible en donde sí importa: nuestro bolsillo. Presunto blindaje financiero, ¿y una devaluación acechante? Pobreza en el país similar a la de hace ochenta años. Delincuencia organizada y narcotráfico: amenazas sociales reiteradas que adquieren graves dimensiones al crecer como virus en las entidades federativas; Chihuahua, Michoacán, Jalisco, Nuevo León, Tamaulipas, Veracruz. Treinta y cinco muertos en Boca del Río, tiene lugar un operativo con efectivos federales para controlar cosas, aparecen treinta y siete nuevos muertos en Boca del Río –los viejos ya hedían–, ¿habrá nuevos operativos olfativos? Corrupción rampante, en el gobierno, en la población; en ellos, en nosotros. Desconfianza del mexicano que nos rodea, no sabemos cuándo nos tranzará, desconocemos cuándo no habremos de hacerlo, sospechosismo sobre nosotros mismos.
Opinión
Temas de especial e ingente importancia –vinculados entre sí– son educación, civismo e impunidad. Uno alimenta a los otros. Se refuerzan y se hunden recíprocamente.
La educación es vista frecuentemente –casi– como una responsabilidad que compete exclusivamente al Estado. Para la Constitución, preescolar, primaria y secundaria conforman la educación básica obligatoria. Por ser una garantía individual la población mexicana como hábito refleja la convicción de que se trata de una obligación sólo del Estado, que está exenta de cualquier esfuerzo en la materia. La población parece eximirse a sí misma de responsabilidades puesto que probablemente carece de los conocimientos suficientes y específicos para impartir geografía biología y, en particular el gran coco, matemáticas. Pero algo se pierde en este proceso. No se trata sólo de adquirir conocimientos técnicos sino costumbres y formación que derivan en un actuar individual responsable.
Un tema fundamental es recuperar al ciudadano responsable. Esto consiste no en cuestiones académicas sino en referentes sociales; en especifico, desarrollo de actitudes cívicas, de derechos y deberes sociales, de solidaridad y empatía comunitaria. Resulta imperativo desarrollar y fortalecer cotidianamente no al habitante de un Estado sino al ciudadano responsable de nuestra comunidad. Las cuestiones cívicas y de participación social/comunitaria son cruciales para definir de la fibra axiológica de nuestra sociedad. Es decir, el compromiso, la vinculación, la empatía que vibramos hacia otras personas de nuestra comunidad permiten identificar los valores –y su alcance– que tenemos todos nosotros y que realmente vivimos y exigimos a los demás. Pero debemos apremiar los que mejoran nuestro acontecer individual. Mamá y papá enseñan a sus hijos a ser responsables. Pero en el diario acaecer los modificamos a voluntad y caemos en la esquizofrenia social. “A mí que me respeten, pero que no me exijan”; denostar al delincuente pero procurar la “mordida” que me evita colas y multas; demandar respeto a mis derechos humanos pero ser agradecido porque vencí –billetes de por medio– para que la autoridad emitiera mi permiso y no a quien mejor derecho tenía. “Hijo, haz lo que te digo, no lo que hago”.
En esto somos responsables todos. No se necesita un doctorado ni un alto cargo público ni ser director o maestro de una escuela para desarrollar este compromiso y convicción. Para lograr los valores que dan fuerza a nuestra sociedad no se requiere educación, primaria ni sistema escolarizado. Es un tema compartido, uno en el que todos participamos día con día, en todas y cada una de nuestras acciones, en cada uno de nuestros hechos. Podemos no ser narcotraficantes ni matazetas, pero al comprar pirata o quesadillas de Doña Engracia contribuimos a la desconexión moral, al doble rasero que como mexicanos –y casi por tradición– aplicamos rutinariamente pues “el que no tranza, no avanza”. La delincuencia organizada, el ambulantaje, la informalidad requieren un soporte social significativo, un apoyo moral o silencio aquiescente de todos nosotros, y sobreviven porque se aprovechan de la buena voluntad y la tolerancia sociales; porque queremos.
La expresión práctica de lo anterior lo observamos en cuestiones de impunidad. Cuando hay 98% de impunidad en delitos, cuando la ley sólo se aplica al enemigo, cuando no elegimos consejeros del IFE, cuando el semáforo se convierte en una simple sugerencia de vialidad, cuando inauguro sentidos contrarios para llegar a tiempo, cuando me meto en reversa en las salidas de vías rápidas, cuando disfruto las quesadillas de huitlacoche de Doña Engracia, cuando convertimos a la ciudad en infiernillo con todos los diablitos de luz que colgamos, cuando cierro calles ante la inseguridad porque el Estado no me protege, cuando tomo calles y tribunas por el resultado electoral adverso, cuando no acepto decisiones desfavorables aunque satisfagan procesos y leyes, cuando toleramos injusticias –“más vale un mal arreglo que un buen pleito”–, cuando nos metemos en la cola porque yo llegué tarde, en todos esos hechos –y muchos más– toleramos, promovemos, alentamos y vivimos en carne propia la impunidad, me erijo en juez parcial para justificar todas mis acciones sin importar circunstancia alguna.
Somos impunes porque hacemos sin atender a los demás, porque discriminamos a todos en provecho nuestro para satisfacer nuestro deseo visceral momentáneo. Rehusamos educación, ignoramos civismo, promovemos impunidad. En el proceso nos hundimos con nuestra sociedad. ¿Qué futuro nos aguarda?
rodrigo.labardini@live.com.mx
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