Javier Valdez Cárdenas
Una embarazada, entre cinco ejecuados en vivienda de Acapulco...
Foto: AP / Bernandino Hernández |
En el saldo de la guerra de Felipe Calderón contra el narco no sólo se acumulan más de 65 mil muertos, sino decenas de miles de desaparecidos y desplazados. En su más reciente libro, Levantones. Historias reales de desaparecidos y víctimas del narco, el reportero Javier Valdez Cárdenas reúne un conjunto de reportajes y testimonios acerca de quienes fueron privados de la libertad o de la vida; le da voz a los sujetos del verbo “levantar”, cuyo nuevo significado implica devastación de familias enteras. Con autorización de la editorial Aguilar se ofrecen aquí fragmentos del libro, que próximamente estará en circulación.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Los gritos del hombre jalaron sus ojos: dos jóvenes armados con cuernos de chivo lo golpeaban y pateaban, tratando de domarlo, para luego subirlo al vehículo en que viajaban.
Ella apenas salía de la casa y escuchó todo cuando pasó por ahí, en ese céntrico sector. Primero pensó que era algún pleito doméstico, un habitual y matinal jaloneo verbal en el caserío aquel, por eso no hizo caso; pero cuando oyó a los pistoleros que querían someterlo, volteó.
“El señor decía ‘no fui yo, compa. Yo no dije nada, no hablé. Por mi mamacita, por Dios’, repetía a gritos, llorando”, manifestó Rebeca, quien pasaba por el lugar, ubicado por la calle Escobedo, a pocos metros de la avenida Nicolás Bravo, muy cerca del restaurante de comida china, China Loa, en el primer cuadro de la ciudad.
El hombre berreaba como animal al cadalso. Llanto con súplicas, manoteo para asirse del aire, del barandal de la puerta de su casa, de las pocas plantas que su mujer había sembrado en el paupérrimo jardín frontal.
Uno le dio un cachazo en el pómulo izquierdo. El otro le pateó el abdomen en dos ocasiones. Y cuando pensaban que aquel por fin había desistido de luchar, intentaron levantarlo, tomando manos y pies, en vilo. Fue en vano. El desconocido pesaba mucho y el esfuerzo que realizaban era insuficiente.
“No me lleven, oigan, por favor. Yo no fui, no dije nada”, les decía el hombre. Rebeca señaló que aquellos homicidas parecían no escuchar. Ellos, como bestias, pateaban a su víctima y le daban golpes con las culatas de los fusiles automáticos. Lo único que importaba era someterlo y después subirlo al automóvil que los esperaba y en el que se irían sin problema alguno.
“Cállate pendejo”. El vecino amarraba sus manos a los tubos verticales, a la cerca de alambre, al aire, a la vida. “No me lleven, por favor”. Las respuestas fueron nuevas órdenes de que guardara silencio y amenazas de que ahí mismo lo iban a matar. Uno de los sicarios, al parecer el más joven, sacó un arma corta y cortó cartucho. Le apuntó a la cabeza y le gritó que iba en serio, que más valía que se calmara y se subiera al automóvil.
“Era un hombre corpulento, de alrededor de 130 kilos. Traía camiseta sin mangas y pantalón azul. Bigote que adornaba sus hinchados cachetes y su barba de espinas”, recordó ella.
Los hombres lo golpeaban. No podían con él, con ese peso. El hombre se quedó tendido, en el suelo. Parecía rendido. Pero cuando los sicarios arremetieron de nuevo para levantarlo, fracasaron otra vez.
La mujer trató de distraerse para no escuchar ni voltear a ver. Iba con sus dos hijos y los distrajo rápido, trató de conversar para que no escucharan los gritos ni los llantos, y bloqueó con su cuerpo el escenario de la agresión. “Uno de los niños me preguntó qué pasa. ‘Nada, hijo. Sólo están peleando, son señores que discuten, que quieren arreglar sus problemas. Es todo, no te preocupes’. La verdad eso fue lo que se me ocurrió, con tal de salir a salvo de ahí”.
Dijo que con movimientos veloces se montó en el asiento del conductor y salió rápido de la cochera. Aceleró sin revisar el retrovisor, musitando un “no veo, no veo”, que apenas se oía. A lo lejos, el aquelarre de fusiles, patadas y jaloneos seguía vivo. A los dos se unió el que los esperaba en el vehículo.
Otros pasaban por ahí. Lo hacían en los camiones de transporte colectivo, en automóviles propios o a pie. Todos huyeron. Pasaron y apuraron. Fingieron no ver. Pretendieron olvidar. “Esto ya fue, ya pasó.” Y emprendían la retirada, apenas se daban cuenta de lo que aquel trío de gatilleros hacía con el hombre al que pretendían privar ilegalmente de la libertad. “No voltees, están levantando a uno.” Ésa era la consigna. Bandera para la sobrevivencia. Dosis suficiente en ese tratamiento de resignación: “No veo, no oigo, no hablo.”
Ella golpeaba el volante, queriendo distraerse. Pensó que así podía recordar alguna canción, huir más velozmente. O hacer un poco de música y envolver con ella a sus hijos, que todavía tenían los ojos más abiertos que de costumbre, que tenían cara de espanto. Buscó en el dial la estación del noticiario que a diario escuchaba; quería cancelar el recuerdo, los gritos, el llanto, el ruego. Se alejó titiritando en verano, bajo un sol malhumorado que a esa hora, alrededor de las nueve, ya arrojaba sus llameantes e insufribles rayos invisibles sobre las cabezas de los culichis. Y se fue de ahí, cavilando, “voy a subir de peso”.
Encobijado
“Tons qué. Por última vez, dónde está el cuerno. El dinero vale madres, no hay pedo. Pero el cuerno, ése sí”, le dijo el gatillero. El muchacho estaba temblando y no de frío. Uno le apuntaba con una pistola. Otro le dio varios cachazos y le metió el cañón oscuro en la boca: un invasivo sabor amargo y cobrizo.
Tartamudeó. “Yo, yo, yo. No, no, no. No sé. No sé co-co-compa. No sé nada”. La mandíbula se le volvía insumisa y contestona. Le respondió el que tenía más cerca que se dejara de pendejadas. “Te vamos a matar si nos sigues echando mentiras, pinche ‘tacuache’”.
Lo envolvieron en una cobija a cuadros. Atado de manos con un mecate amarillo, de nailon. Los pies se los amarraron con una cinta adhesiva color café. La forma en que forraron su cuerpo con esa gruesa prenda, de cuadros verdes y negros, pudo recordarle a sus padres, los cuidados, su infancia. Pero no. La muerte estaba a tres palabras.
“Quién fue, pendejo. Dilo”. El incauto confesó que El Chute fue quien se quedó con el fusil automático que tanto reclamaban aquellos homicidas. Soltó el llanto de un bebé en desgracia y abandonado.
“Cállate el hocico, cabrón. Si no, aquí mismo te matamos”. Le dio una cachetada y le pusieron los pies encima. Iba en el piso de la parte trasera del automóvil.
Les dijo quién y cómo era El Chute. Y dónde vivía. Se dirigían a buscarlo, en la colonia Emiliano Zapata, al sur de la ciudad, en Culiacán. No lo supo hasta que escuchó las voces. Reconoció a los del barrio, los de la casa del que buscaban. El Chute salió disparado por la calle de atrás.
“Allá va, allá va”, gritó alguien. Se subieron al carro y lo persiguieron por las calles, entre casuchas de madera y lámina. El terregal de pisadas, el viento poluto, el polvo danzando con zapatos, tenis y neumáticos, metiéndose, anidando, en narices, boca, poros, ojos.
Gritos, frenones, arrancones, vueltas policiacas. Crac, crac. Uno de ellos cortó cartucho. “Aquí lo tengo, ‘plebes’”. Lo tenía arrodillado, con la mirada baja y moqueando.
–Yo no fui, jefe. La neta.
–¿Quién fue, cabrón? ¿Quién?
Les dijo todo. Igual lo envolvieron en una manta anaranjada. Lo ataron y lo pusieron encima del otro. El dueño del fusil automático y el dinero vivía ahí, en ese sector. Era el jefe de esos matones, cuya vivienda había sido visitada por ladrones, quienes entre el botín se llevaron el arma y varios fajos de billetes. El dinero, pues ni modo. Ya se perdió. Pero el cuerno, ése no. Y fueron a buscarlo.
Se lo había regalado alguien muy querido. Le dio ese cuerno de chivo, con piezas de oro. Andaba “piñado” con el fusil. No lo podía perder.
Dieron con el tercero de los implicados. Lo subieron y los hicieron bola. Se dirigieron al sur de la ciudad. Hablaban de las morras, la droga, las rolas alteradas del movimiento alterado y toda esa enfermedad. Se detuvieron en medio de un fraccionamiento hueco y bajaron a los dos en un ancho camellón desértico, por el bulevar Las Torres, cerca del fraccionamiento Infonavit Barrancos.
Los tiran al suelo. Se oyó otro crac, crac. Pensaron que era el fin. Moquearon y suplicaron. Pero sus captores no le jalaron. “A chingar a su madre, cabrones. Y pobres de ustedes si voltean”, dijo uno de ellos.
Se quedaron ahí, atolondrados, chillando. Se desataron torpemente y quisieron correr. Se contorsionaban como gusanos para deshacerse de la cobija y la cinta adhesiva color café con la que los habían atado. Aquellos recuperaron el cuerno de chivo, como llaman al fusil AK-47. Del tercer encobijado no supieron más hasta que fue encontrado por la policía: huellas de haber sido torturado, lesiones de bala que le provocaron la muerte, encontrado en el Canal 7, más allá del fraccionamiento Barrancos.
Tres cabezas
En la preparatoria Salvador Allende andaba diciendo lo que había hecho en aquella ciudad, apenas una semana antes: “Fui a echarme dos cabezas, dos batos, me dijeron ‘ve y mátalos’, y yo me lancé para allá y les di ‘piso’ a estos cabrones. La neta me sentí machín”.
En la escuela se le veía inquieto. No era de esos adictos a la muerte, que matan gratis con tal de experimentar de nuevo esa emoción, el miedo, la adrenalina, el poder placentero de disponer de la vida de otros y acabar, con un jalón de gatillo, una ráfaga, con todas las mañanas de una persona.
El plantel está ubicado entre las colonias Guadalupe y Rosales, en un céntrico sector de la ciudad de Culiacán. La escuela forma parte del sistema de bachillerato de la Universidad Autónoma de Sinaloa, donde el hampa ha metido mano: hostiga a las jóvenes, seduce con esos automóviles de lujo que exhiben mientras parecen esperar en el exterior de la prepa, los jóvenes acuden armados, venden o consumen droga, y la prostitución es un gran escaparate disfrazado de uniforme colegial y camisetas de vestir marca Ferrari.
Él quería entrar a la “maña”, como le llaman a quienes están en el crimen organizado. Y conocer matones y narcos, traer un arma y andar de cabrón. No iba bien en clases, pero no faltaba con tal de ver a los amigos. Se fue adentrando poco a poco, sin darse cuenta. Y una mañana le dijeron “tas dentro, pero tienes que aventarte un jale”.
“Qué hay que hacer. A quién hay que matar”. Soltó, sin más. “Mira, son estos batos”. Se la dan de cabrones pero le han hecho mucho daño al jefe. Le deben lana, hacen lo que quieren, son desmadrosos. Le explicaron dónde y cuándo. Mil pesos de viáticos.
“Los matas y te vienes. No quiero pedos. En cuanto termines, vas pa tras”. “Órale”, contestó, como si estuviera hablando con otro de la prepa. “Te vamos a dar 5 mil. Pero con eso, de ahí p’alante, al cien con nosotros. Y puro p’arriba y p’arriba.”
“Ta bien fácil. Entonces llego, me voy a ese lugar. De seguro ahí van a llegar ellos. Bueno, ahí los espero y en cuanto los vea pum, pum, pum. Y en chinga de regreso. A toda madre. Mañana, de seguro, aquí nos vemos y les traigo esas dos calacas”.
Al otro día partió. Llegó y no duró mucho en identificarlos. Había sido así, como le explicaron. Se acercó y mientras dio tres pasos jaló la parte superior de la escuadra para subir el cartucho. Y cuando los tuvo a poco más de un metro les disparó. Vio cómo cayeron, queriendo tomar aire, alargar la vida. Ya en el piso, uno más para asegurar el éxito.
Se rio, nervioso. Y mientras se alejaba y guardaba el arma sentía que no podía borrar la sonrisa de su cara, atorada entre tantos músculos. Emperrada a su cara que ya no deseaba sonreír. Pensó “han de ser los nervios”. Pero continuó así y se olvidó de aquella mueca cuando regresó a la prepa.
Ahí, en los salones, entre clases y pasillos, les contó a sus amigos. Y a otros y a otros. Y éstos a otros más. “Un día le dijeron, fueron los mismos compañeros, que ya no anduviera comentándolo… ‘ya déjate de andar contando eso, güey’, pero como que no agarró la onda, porque le gustaba presumir”, manifestó un empleado del área de seguridad de la preparatoria. “Te van a chingar”, le advirtieron.
“Él nomás se rio, confiado, como si nada hubiera pasado, como si no hubiera escuchado el consejo, y contestó ‘me la pelan’, y pues ni modo, qué va a hacer uno ahí, ¡Nada!”
El joven respondió que ya traía con qué defenderse. Y dejó asomar una fusca negra, Gloc, que parecía nuevecita. “Yo nomás te digo, loco. Ponte listo. Órale, güey.”
Pero no le dieron tiempo. Y no pudo ni acercar su mano al arma que traía en la cangurera. “No la hagas de pedo, morro. Vámonos”. Apareció tirado, en el monte. “Lo torturaron gacho”, dicen los amigos.
La noticia del levantón corrió por los pasillos y las aulas de la escuela. Supieron de él cuando lo encontraron muerto, con huellas de haber sido torturado, en un paraje deshabitado de la ciudad.
“Pobre bato, era su primer jale. Y todo por querer entrar a la narcada, por andar en la ‘clica’. Los que lo vieron cuando fueron por él dicen que traía esa mueca. Como que el bato sonreía, como que no tenía miedo. No saben que ya no pudo con esa sonrisa, que por dentro temblaba, se despedía.”
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