Por Porfirio Muñoz Ledo
El gran retratista de las pasiones humanas, William Shakespeare, dijo que “el sonido y la furia no significan nada”. Aludió al circuito perverso entre las palabras y los hechos: al clima de hostilidad y odio que genera violencia física y moral. También a los frutos podridos del maniqueísmo: una tensión radical del pensamiento, supuestamente fundada en la defensa de valores, que aniquila todos los demás.
Dos hechos sobresalen en el inicio de un año impredecible: el atentado contra la congresista estadounidense Gabrielle Giffords en Arizona, que ha levantado de nuevo una señal de alerta sobre el crimen político y el lanzamiento de una campaña rotunda por los caricaturistas mexicanos, pidiendo el alto a la violencia; una señal de la revolución de las conciencias, única que puede contrarrestar el despeñadero nacional.
Los dos procesos hablan del señorío de las armas sobre la política: la pérdida del monopolio del Estado sobre el ejercicio de la fuerza. La sociedad política se diluye cuando es incapaz de cumplir la misión primaria para la que fue creada: garantizar la paz y proteger la vida y la propiedad de las personas. Cuando la autoridad es secuestrada por los intereses privados deja de ser potestad para convertirse en servidumbre.
Los dos fenómenos —aunque con matices diferenciados— ocurren en América del Norte, cuya fundación y expansión deben mucho a la violencia. Tienen su origen en el país que es desde hace mucho la primera potencia nuclear y el primer productor y exportador de armas en el mundo, que ha proveído de instrumentos mortíferos a casi todas las guerras internacionales y domésticas, revoluciones, invasiones, levantamientos y campañas militares.
Fui durante un año presidente de la Comisión para el embargo de armas en Sudáfrica, decretada por resoluciones del Consejo de Seguridad. El fracaso de mi gestión fue absoluto ya que los países que las exportaban estaban sentados en la mesa de negociaciones. Aprendí no obstante una gran lección: la garantía de la paz mundial no está fundada en el acatamiento de la legalidad, sino en la canalización de las armas hacia guerras regionales y locales.
El inmenso fracaso del Tratado de Libre Comercio de América del Norte es la exclusión de asuntos cruciales que de toda evidencia se iban a incrementar por la apertura de las fronteras: las oleadas migratorias, el tráfico de drogas y el trasiego de armas. México tiene hoy como sustento de su macroeconomía dos ingresos de divisas: el lavado de dinero —34 mil millones de dólares— y las remesas de connacionales en el extranjero —22 mil millones— habiendo sido relegados los hidrocarburos a un penoso tercer lugar.
La violencia en los dos países tiene un denominador común: atajar mediante la fuerza aquello que se percibe como amenazante o ilegal. La política, entendida como arte de la paz, sucumbe cuando psicópatas, mentirosos, sicarios, soldados y cadenas televisivas alimentan una cadena infernal de injurias y asesinatos. Bastaría ojear el libro de George W. Bush para descubrir una obra maestra de la violencia institucional y la transgresión de soberanías, a partir de la defensa de “América”, la “democracia”, la “civilización” y nuestra “amada patria”.
El caldo de cultivo para el enriquecimiento de las empresas petroleras, del llamado complejo industrial-militar y de los cabilderos de armas convencionales. Éstos hacen el papel allá de nuestros narcotraficantes acá: la Asociación Nacional del Rifle —NRA, por sus siglas en inglés— ha sido clave para la reelección de numerosos legisladores y autoridades locales. La “inacción” en materia armamentista, ahora denunciada, es simplemente complicidad.
El doble lenguaje del gobierno mexicano salta a la vista cuando suplica el control de armas mientras suscribe pactos para nutrir la “guerra” —de cuya mención ahora se retracta— y mantiene un discurso beligerante para incrementarla. El problema es regional y como tal hay que afrontarlo: un proyecto alternativo de nación debería colocar en centro el contagio transfronterizo de la violencia.
Diputado federal del PT
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