Adolfo Sánchez Rebolledo
Hace 44 años mi hermano Juan Enrique fue capturado en la Plaza de las Tres Culturas y, junto con cientos de estudiantes y otras personas, detenido en la cárcel de Santa Martha. Literalmente, eran los sobrevivientes de la noche de terror del 2 de octubre de 1968. Muchos de ellos, en su mayoría dirigentes, pero no sólo, sufrieron injustos procesos que aún causan vergüenza a la justicia mexicana. Campeó la impunidad más absoluta y la injusticia, pero ya nada sería igual ni en sus vidas ni en el país. México, tortuosamente, comenzó a cambiar. Es cierto, el gran movimiento de 1968 no fue sólo la tragedia del 2 de octubre, pero allí se alcanza un límite inolvidable que el tiempo no borra. Tras la matanza, Juan Enrique escribió un breve Relato de un testigo presencial”, que mi padre conservó hasta su muerte entre sus papeles más valiosos. Transcribo de ese texto algunos fragmentos, a sabiendas de que tan importantes como la historia misma son las voces únicas e intransferibles que la cuentan. Sea un homenaje a los que cayeron ese miércoles lluvioso en Tlatelolco.
… Dos helicópteros volaban constantemente sobre nosotros. Era poco más de las 5 de la tarde cuando apareció el primer orador. Sus primeras palabras fueron para decir que no se efectuaría la manifestación proyectada en virtud de que el Ejército había bloqueado las principales avenidas, por lo cual recomendaba que al terminar el mitin todo el mundo se retirara pacíficamente a sus casas, evitando todo acto de provocación. Los oradores –unos cinco o seis– se sucedieron unos a otros. Las consignas que ya habíamos lanzado en nuestras asambleas de escuelas eran repetidas por los oradores: solución a nuestro pliego petitorio; diálogo público; cese de la represión; libertad para los presos políticos; extensión del movimiento a otros sectores populares, etcétera. Los discursos de los oradores se vieron interrumpidos por la llegada de grupos de obreros, que fueron acogidos con enorme entusiasmo. Los helicópteros seguían volando, tratando de distraer la atención de los asistentes.
El mitin se acercaba, al parecer, a su fin. De pronto se oyeron gritos a mi espalda de “¡Ahí viene el Ejército!” Yo me encontraba en aquel momento, entre los asistentes, frente al edificio Chihuahua, a unos 30 metros de éste, del lado del Ministerio de Relaciones. Detrás de la iglesia colonial, situada a un costado de la plaza, aparecieron luces de bengala verdes, lanzadas desde uno de los helicópteros. El orador que estaba hablando en ese momento pidió a la gente que permaneciera en calma. En ese preciso instante, parte del grupo de la tribuna se retiró hacia adentro al mismo tiempo que aparecía en ella un individuo, con un guante blanco o mano vendada, disparando al aire. “¡Son de salva!”, gritaban algunos. La gente intentó huir, presa del pánico, y yo me vi arrastrado por ella. Procuré tranquilizarme, pero el tiroteo era general. Desde el tercer piso del edificio Chihuahua, alguien trató de hacer uso del megáfono y cayó abatido a tiros, con los brazos extendidos hacia adelante, sobre la terraza del edificio. A los disparos de pistola sucedieron inmediatamente los disparos secos de los fusiles de los soldados. Intento localizar a éstos, pero no los veo desde donde estoy, y al mismo tiempo que cientos de personas me tiro al suelo. Tratando de protegernos de los disparos, juntamos unos cuerpos con otros. Se oyen gritos de horror de las mujeres. Unos a otros nos aconsejamos no movernos, y esperar a que los soldados nos detengan con vida. Durante 15 minutos no hacemos más que repetirnos estos consejos. Pero ahora se oyen ráfagas de ametralladoras; primero se oyen a lo lejos, pero pronto el tableteo se vuelve ensordecedor. Nos llevamos las manos a la cabeza. Trato de convencerme a mí mismo de que sólo se trata de darnos un buen susto, pero no: el compañero que está junto a mí desvanece la ilusión al decirme que cerca de él hay un muchacho con el cráneo destrozado y los sesos fuera.
Al cabo de algún tiempo amaina el fuego. Algunos tratan de huir aprovechando la ocasión, pero los disparos los obligan a tirarse al suelo nuevamente. Comprendo entonces que nuestra situación es verdaderamente trágica; estamos amontonados en el suelo, mezclados con heridos y muertos, al descubierto sin nada que nos proteja. El ruido de las ametralladoras alcanza ahora su máxima intensidad. Me resigno a esperar a que termine esto, y salir con vida. A veces pienso si no será esto una terrible pesadilla.
Al fin se acercan los soldados hasta nosotros. Pero apenas oyen disparos se tiran al suelo y se protegen detrás de nosotros, disparando locamente sus ametralladoras. Están tan enloquecidos que un oficial llega a decirles: “¡Fíjense a quién le tiran, pendejos!” Un soldado de sanidad lleno de miedo se niega a atender a un herido; las mujeres suplican a los soldados que nos saquen de allí, pero no hay respuesta.
Ya es casi de noche. Llevamos más de una hora bajo un fuego que varía de intensidad. Por si fuera poco, un tanque se desliza lenta y misteriosamente por la plaza en dirección al edificio Chihuahua, una parte del cual arde en ese momento. El olor a pólvora es bastante notorio. Cuatro hombre vestidos de civil llevando una camilla se disponen a recoger a los heridos, pero hay tantos que se ven obligados a pedir la ayuda de los estudiantes de medicina que allí se encuentran.
Ha cesado el fuego, aunque se oyen algunos disparos que provienen de gente apostada en las ventanas de los edificios que rodean la plaza.
Al fin nos ordenan levantarnos del suelo y, obedeciendo las órdenes de los soldados, con las manos en alto, nos dirigimos en fila, uno a uno, a la iglesia. Los soldados nos custodian llevado sus fusiles con la bayoneta calada. No sólo vamos estudiantes; hay también entre los detenidos padres de familia, niños, empleados, obreros, etcétera. En las afueras de la iglesia hay otro contingente formado por unas 500 personas. Las ropas de muchos de nosotros muestran grandes manchas de sangre, que dan fe de la horrible matanza.
Al filo de la medianoche comienza un nuevo tiroteo. Tratamos de refugiarnos en la iglesia, pero el cura no abre las puertas y se limita a ondear una banderita blanca. Afortunadamente este segundo tiroteo dura poco. Permanecimos en este lugar cerca de cuatro horas, hasta que a las 5 de la mañana nos transportaron detenidos a la prisión de Santa Martha.
Juan Enrique Sánchez Rebolledo, 21 años.
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