Foto: Germán Canseco. |
“Continuaré con la lucha, pero la estrategia debe cambiar”:
Enrique Peña Nieto al hablar de su política antidrogas.
“Con el PRI estábamos mejor”. “El PRI pactaba con los narcos”. “El PRI roba, pero deja robar”. “El PRI sabe gobernar”. El imaginario colectivo a veces asume como verdades irrefutables premisas basadas en conjeturas y suposiciones que coquetean con el mito.
En tiempos electorales la nostalgia se apoderó de muchos corazones. Desencantados de los decepcionantes gobiernos de Acción Nacional, algunos regresaron a la engañosa lógica de que el pasado era mejor.
Entre ese sector se dio como cierta la teoría de que el triunfo del PRI implicaría, por lógica natural, el fin de la violencia en el país. Se generalizó la creencia de que el Revolucionario Institucional se reuniría con los líderes de los cárteles para concretar una alianza que pusiera fin al derramamiento de sangre. Los primeros dos meses del gobierno de Enrique Peña Nieto echaron abajo esta leyenda.
Entre el primero de diciembre y el 31 de enero fueron asesinadas mil 758 personas en México, cifra superior a los mil 700 homicidios registrados el año pasado (La Jornada, 1 de febrero). Las tragedias masivas tampoco desaparecieron. Seis días después de la toma de posesión de Peña Nieto, un comando acabó con la vida de once personas en Chihuahua y el 25 de enero fueron acribillados en Nuevo León 17 músicos integrantes de la banda Kombo, Kolombia.
Peña Nieto ni siquiera ha podido poner en paz a su entidad natal. En el Estado de México operan, por lo menos, seis organizaciones criminales. Tan sólo en enero pasado ocurrieron 105 muertes vinculadas con el crimen organizado en Ecatepec y el valle de Toluca (Proceso 1842).
Durante su campaña presidencial, el priista reiteró hasta el cansancio que en su gobierno la violencia se reduciría: “Me comprometo a recuperar la paz y libertad disminuyendo al menos en 50 por ciento la tasa de homicidios y de secuestros, y reduciendo las extorsiones y la trata de personas”.
Cuando se le cuestionaba cómo lograría estos objetivos, Peña Nieto siempre respondía con una ambigüedad: “modificando la estrategia”. Jamás precisó en qué consistirían estos cambios, recurrió al lugar común de anunciar una serie de medidas difusas: profesionalizar la policía, reducir las adicciones, mejorar las condiciones sociales del país, retirar paulatinamente al Ejército…
La única diferencia clara respecto a las políticas de Felipe Calderón es que ahora la violencia del país fue diluida del discurso oficial. Contrario a la retórica bélica del panista, que aprovechaba cualquier oportunidad para anunciar una “gran captura” o un gigante decomiso, los medios de comunicación rara vez reproducen declaraciones de Peña Nieto relacionadas con la guerra que padece México.
Peña Nieto y su equipo sabían que no podían mejorar significativamente la seguridad de los habitantes, pero aún así ofrecieron reducir la violencia como uno de sus principales compromisos de campaña. En el informe “Las limitaciones del nuevo presidente”, la consultora Stratfor advirtió que el priista “no tendrá más remedio que continuar con el uso de los militares en la lucha contra el crimen organizado” y “pasarán varios años antes de que sean reclutados y entrenados suficientes policías para reemplazar a los 30 mil soldados mexicanos que se dedican a patrullar las zonas de violencia”.
Bastaba con que el elector echara un vistazo a los antecedentes de Peña Nieto y a la historia del Revolucionario Institucional para desencantarse de que con “El PRI estaremos mejor”, pero no fue así. El 45 por ciento de los mexicanos que ganan entre mil 500 y tres mil pesos mensuales votó por Peña Nieto. En esa misma lógica, el 46 por ciento de quienes sólo tienen estudios de primaria tacharon su boleta a favor del priista, de acuerdo con un estudio de la casa Parametría. Es decir, su triunfo se debe a una combinación de pobreza, ignorancia y, desde luego, capacidad para lucrar con ambos factores mediante la compra de votos.
Estos son los riesgos de que el país mantenga tan altos índices de marginación. Muchos votan a partir de mitos y creencias que rayan en la superchería. La misma lógica de quienes simpatizaban con Josefina Vázquez Mota por el sólo hecho de que por ser mujer sería más sensible y gobernaría mejor.
Ese mismo fenómeno se repitió en quienes no votaron por López Obrador en 2006 por tragarse la campaña de que expropiaría sus casas, eliminaría la educación privada e instauraría el comunismo en México. Esa ignorancia que a muchos les lleva a votar por el Partido Verde Ecologista por creer que luchará por mejorar el medio ambiente. O quienes simpatizan con Nueva Alianza por asumir que es un partido cercano a los ideales de Gandhi, como rezaba su propaganda electoral.
Mientras prevalezca la práctica del voto como dogma de fe, el rumbo del país está fincado en la manipulación de las emociones. La próxima presidenta podría ser una actriz de telenovelas que arrasaría por “ser muy guapa”, el boxeador popular en turno o el ganador de “Bailando por un sueño”.
Twitter: @juanpabloproal
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