Soledad Loaeza
En el régimen autoritario que tanto
renombre le dio al PRI no había espacio para las oposiciones. Difícilmente se
abría para mantener una fachada pluralista con la que la élite en el poder
cumplía con los requisitos del modelo de la democracia liberal que se había
impuesto como referencia legitimadora. Sólo que no contento con restringir la
expresión y la participación de voces diferentes a la propia, el PRI se
empeñaba en debilitarlas introduciendo todo tipo de obstáculos administrativos,
políticos y represivos para su acción y fortalecimiento.
La élite en el gobierno adoptó una
estrategia de asfixia de los opositores organizados después de amargas
experiencias electorales en las que candidatos disidentes aglutinaron a los
descontentos y formaron amplios frentes de rechazo. Así ocurrió en 1940, con la
candidatura de Juan Andrew Almazán, y sobre todo en 1952, cuando el general
Miguel Henríquez Guzmán logró articular una amplia movilización que puso en
tela de juicio la permanencia del PRI en Palacio Nacional. De ahí que el
partido en el gobierno haya reaccionado con tanta ferocidad a estos desafíos y
que haya propiciado la fragmentación de sus adversarios, ya sea mediante la
legislación o sembrando la insidia en su seno. Durante décadas tuvimos
oposiciones exánimes que peleaban desesperadamente no tanto por el poder, sino
por la supervivencia.
Los dos episodios mencionados, el
almazanismo y el henriquismo, pudieron ser, cada uno en su momento, el punto de
partida de un régimen bipartidista; un proyecto que Plutarco Elías Calles
consideró en 1929, al igual que –con más convicción y recursos– Manuel Ávila
Camacho en 1945. Adolfo Ruiz Cortines lo propició de hecho cuando invitó al
PARM y al PPS a apoyar al candidato presidencial del PRI, de manera que Adolfo
López Mateos tuvo un solo contrincante en campaña que fue el joven candicato
del PAN, Luis H. Álvarez. La elección de Gustavo Díaz Ordaz fue igual, hubo
nada más dos candidatos presidenciales registrados. Sin embargo, para entonces
el descrédito de las elecciones era tal que todos los partidos, y los de
oposición en primer lugar, eran vistos como irrelevantes; y el voto era
considerado, antes que un instrumento de cambio político, el mecanismo del que
se servían las élites para santificar su permanencia en el poder. Entonces
surgieron otras formas de lucha, sobre todo el sindicalismo y las
organizaciones autodenominadas movimientos –el movimientismo–, que eran
fórmulas distintas a la partidista, que ejercieron un poderoso atractivo sobre
amplios grupos sociales, pero no fueron tan eficaces como lo fue la
participación masiva en las urnas en julio de 1988.
El ascenso de la democracia pluralista
ha sido una bendición para el PRI, que ya no tiene que recurrir a los
consabidos métodos oscuros del pasado para frenar la organización de las
oposiciones. Mientras los priístas siguen actuando como la Panzer
Division del voto, las izquierdas se dividen; y es que se pintan solas
para autolimitarse, viven en proceso continuo de fragmentación. Si bien el PRD
representa a la corriente más articulada y estable de la izquierda, no ha
logrado convertirse en la columna vertebral de una opción consolidada: el
perfil ideológico es cambiante, la oferta programática confusa y abstracta, sus
cuadros están desprestigiados. No obstante, el principal problema del PRD, y de
las izquierdas todas, son sus querellas internas, las fisuras y fracturas, las
costosas escisiones que se resuelven en la formación de alternativas que
compiten con el partido. No tendría que ser así; finalmente, las diferencias
entre las distintas corrientes de izquierda son más de personas que de ideas.
Las izquierdas mexicanas se han nutrido
de dos tradiciones profundamente arraigadas en nuestro universo político: el
cardenismo y el lombardismo. El primero sustenta la fuerza moral de la
izquierda en un país de pobres como el nuestro; el segundo sigue alimentando
las reflexiones, el lenguaje, posturas y propuestas que nunca fueron realmente
marxistas. Ambas tradiciones han sido y son compatibles entre sí y sin embargo
las izquierdas no se reconocen mutuamente en ese origen y en esas referencias
comunes. ¿Por qué? La respuesta en automático es: porque los chuchos son
unos traidores que han negociado con el PRI; por consiguiente, no se acerca ni
un centímetro a Morena, que no aspira al poder, sino al bien. Pero, ¿cómo va a
hacer el bien sin el poder?
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