POR LAURA SÁNCHEZ LEY ,
A 23 años de la muerte de Luis Donaldo Colosio, la personalidad,
los motivos y hasta el destino del asesino confeso del candidato priista son
desconocidos para el gran público, para quien el nombre de Mario Aburto ya no
dice nada. La periodista Laura Sánchez Ley se dio a la tarea de hablar con las
personas cercanas a ese hombre misterioso que a lo largo de los años ha clamado
su inocencia. El resultado es Aburto. Testimonios desde Almoloya, el infierno
de hielo (Grijalbo, 2017), del que aquí se adelantan fragmentos, con permiso de
la autora y de la editorial.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- A las ocho de la noche, media hora
después de que iniciara el interrogatorio oficial de Mario Aburto, José Luis
Pérez Canchola llegó apresurado a las instalaciones de la PGR: lo habían
llamado unos minutos antes para solicitar su presencia en el cuestionario y que
constatara públicamente que el detenido no fue torturado.
Pérez Canchola se había convertido en una figura importante
en México: fue nombrado el primer procurador de Derechos Humanos en Baja
California y uno de los primeros a nivel nacional luego de la creación de la
Comisión Nacional de los Derechos Humanos en 1992.
–Cuando
llegué, me pareció todo muy extraño; para empezar, Mario se veía mal, alterado.
Otra cosa: el abogado público de oficio no estaba representando a Mario, era
Xavier Carvajal, un abogado del PRI y que además era particular. ¿Qué hacía
ahí?
El interrogatorio duró apenas dos horas, cuando en casos sin
relevancia llegan a extenderse hasta cinco. El procedimiento fue superficial,
recuerda.
–Yo lo vi con la vista perdida, cabizbajo; no miraba
directamente a los que estaban ahí. Pedí que se le examinara. De mala manera el
ministerio público a cargo me alegó que lo habían examinado, que no había nada
que hacer.
Mario Aburto se negó a contestar todas las preguntas,
generalmente su respuesta era que se reservaba el derecho. Esas palabras
despertaron suspicacias en el procurador: ¿cómo un trabajador de maquiladora
podía contestar así? Estaba aleccionado, se responde. Las preguntas fueron
vagas y superficiales, apresuradas.
–Yo entiendo a partir de este momento que había consigna de no
llevar una investigación profesional y técnica en el asesinato… Estaba sedado,
estoy seguro.
Fue José Luis Pérez Canchola el único que se negó a firmar la
averiguación previa, argumentando que Mario rindió una declaración incoherente
y sobre los influjos de algún sedante.
Recuerda que todo el interrogatorio fue tan turbio, que incluso
hicieron que el agente del Ministerio Público que estaba de turno se retirara
para que otra persona se hiciera cargo del proceso.
Durante el interrogatorio, que finalmente condenaría a Mario
Aburto, ocurrió otra irregularidad: mientras era cuestionado, una mujer alta,
bien vestida y de voz dulce tocó a la puerta de la oficina; gritaba que no
podían sacar a la prensa. Se identificó como periodista de un canal de
televisión de Estados Unidos y exigió que la dejaran hablar con el detenido. En
realidad era una agente de la policía que se hizo pasar por periodista para
obtener más información del presunto culpable.
Mario llevaba la chamarra negra con la que fue detenido en Lomas
Taurinas, una camisa negra desabotonada que dejaba ver su pecho y un poco del
vientre, un pantalón ajustado al cuerpo, manchado de mugre, y el pelo esponjado
y lleno de polvo; estaba sentado en una silla negra con respaldo alto y
recargaba los codos sobre los descansabrazos de metal.
–¿Cómo te llamas? –preguntó la joven.
Mario no contestó y enfurecieron los agentes, que en venganza
levantaron su cara jalándole el cabello, pero Mario forcejeó y rápidamente
volvió a clavarla entre las piernas.
–Somos del Canal 33, ¿cuál es tu nombre? –repitió la joven
agente.
–Mario Aburto Martínez –contestó haciendo una pausa en cada
sílaba.
La mujer continuó con su interrogatorio y volvió a pedirle su
nombre, estado civil, dirección. Mario respondió como contestadora automática:
el mismo ritmo de la voz, el mismo volumen pastoso, hasta que la “reportera”
preguntó por qué había asesinado al licenciado Colosio.
–No voy a hablar de eso.
La supuesta reportera preguntó si tenía miedo a alguien y ahí la
voz, la postura de Mario cambiaron; se inclinó ligeramente, sacó la cabeza de
entre las piernas y contestó seguro:
–No. No tengo miedo a nada, incluso ni a morir.
Hablaría también de un libro que decía haber escrito y entregado
a la prensa extranjera hacía años. Ella indagó sobre el contenido del libro.
–Mi amor, pero si tú me estás diciendo que escribiste un libro,
¿escribiste un libro sobre qué? ¿Qué pasa, por qué tienes miedo? ¿Sobre qué
escribiste un libro?
Mario empezó a responder incoherencias: que “ellos” le dijeron,
que lo trataron de intimidar, que lo iban a matar; que “ellos” lo habían
amenazado de muerte y podían inculpar a sus compañeros.
–Quiero prensa extranjera. Quiero una cara conocida aquí:
Gratas, Enrique Gratas –dijo.
–Es de Telemundo, es de Miami. Enrique Gratas difícilmente va a
llegar ahorita.
Ante la negativa de Mario, la joven agente, acompañada por un
camarógrafo, salió de la oficina donde fue interrogado, una sala anacrónica de
alfombra color azul rey, escritorios de madera falsa y un ventilador que
durante horas apuntó hacia el detenido; al terminar, Mario se abotonó la
camiseta, se acomodó el cuello de la chamarra de piel negra y cerró la bragueta
de su pantalón. Se limpió las costras de sangre que quedaron incrustadas sobre
su rostro.
* * *
Según la versión oficial, a las 4:10 de la mañana del 24 de
marzo Manlio Fabio Beltrones, que había llegado a Tijuana por encomienda del presidente
de México, le solicitó a Diego Valadés ver al detenido; Mario, custodiado por
dos agentes de la Policía Judicial Federal, se encontraba sentado en una silla
frente a un escritorio, la mirada clavada en la pared.
–El gobernador Beltrones me expresó su interés por ver al señor
Aburto, a lo cual accedí, y a mi vez le comenté que yo mismo participaba en el
interés de verlo. En el momento en que bajábamos al lugar donde se encontraba
custodiado, algún colaborador me hizo una consulta; por ese motivo le indiqué a
Beltrones que, en compañía de otros funcionarios de la procuraduría, se
adelantara. Permanecieron los agentes de custodia, que en ningún momento
abandonaron al hasta entonces presunto responsable del homicidio. Mi presencia
posterior en el lugar no duró a lo sumo ni dos minutos. Una única (pregunta)
que le dirigí fue la de si estaba consciente del grave daño que con su acción
había ocasionado; Aburto no dio respuesta. Me llamó la atención su aplomo, su
enorme tranquilidad y el aspecto desafiante y cínico de su mirada.
Manlio Fabio Beltrones secundó esta declaración: a las cuatro de
la mañana había asistido a una reunión donde los funcionarios encargados de
continuar la investigación le hicieron saber que el detenido no había querido
declarar nada adicional. Ante su silencio y sus evasivas, Beltrones solicitó al
procurador le autorizara ver al asesino para constatar su estado físico y
cerciorarse de que estaba en un lugar seguro, bien custodiado y sin la
posibilidad de ser víctima de un atentado. Pero al estar frente al asesino de
su amigo, no pudo contener el impulso de reclamarle:
–¡¿Por qué a Luis Donaldo?! ¡¿Por qué no a otra persona?!
–No voy a contestar hasta que estén mi abogado y el procurador
de Derechos Humanos –contestó Aburto.
La versión del político sonorense fue sustentada por agentes de
la PGR y la Policía Judicial Federal: el único acercamiento que Beltrones tuvo
con Mario Aburto fueron breves instantes en las oficinas de la delegación en
Tijuana. Sin embargo, Mario y un informante del FBI contaron una historia muy
diferente.
* * *
Desde que ha estado encarcelado, psicólogos y psiquiatras han
encontrado que Mario ha desarrollado neurastenia, una enfermedad mental donde
la depresión y la tristeza son latentes todos los días. Se ha vuelto paranoico.
Uno de los reportes elaborados por personal de la penitenciaría
da cuenta de que, cuatro años después de su detención, Mario perdió el control
cuando quisieron trasladarlo a un “área especial”: agredió a un custodio, le
soltó una patada y mordió con tanta fuerza al jefe de sección que, histérico,
se hizo el desmayado.
En esas 192 720 horas viendo los mismos barrotes, a Mario sólo
lo ha visitado su madre en una ocasión, durante 47 minutos. Por eso se ha
refugiado en los más de 500 libros que ha leído en 22 años: novelas, según el
sistema penitenciario, que constantemente le recuerdan a la última mujer de la
que estuvo enamorado.
“Estuve recordando la primera vez que vi a Cristina, sentí
muchas mariposas en el estómago y me pareció que ya la conocía desde hace
muchos años atrás, pero no me atreví a pedirle que fuera mi novia en ese
momento por estar esperando que ella se me declarara, así que llegó Mauricio y
se apuntó en la lista de espera, y yo me quedé como el chinito, nomás mirando.
Pero ya no quise decir nada para no lastimar emocionalmente al buen Mauricio,
que quiero como a un hermano. ¡Ay, Cristina! Si supieras que el único que me
regañaba era mi hermano Rafa, porque me decía que me esperara y que no te fuera
a decir nada todavía. Lo importante es que a mí también me gustaría casarme
contigo, pero tenemos que esperarnos un poco más mientras se esclarece el caso
Colosio y poder yo volver con mi familia, y estar más cerca de ti.”
El encuentro con su madre fue muy breve, intercambiaron muy
pocas palabras. Cuando María Luisa Martínez, una mujer chaparrita de cabello
teñido de rojo, vio cómo los custodios acercaban a su hijo, los ojos se le
pusieron húmedos, pero no lloró.
Mario soltó un “¡Madre!”. En 1994 aún se veía regordete y con
las mejillas rosadas, que contrastaban con la monotonía del uniforme color
caqui; lo vio bien, saludable. Los dos extendieron los brazos y se estrecharon
tan fuerte que parecía que querían fundirse en una sola pieza. Su madre iba
acompañada por una religiosa que cubrió los gastos y organizó la visita en
Almoloya. María Luisa volteó a ver a la monja y le presentó a su hijo Mario.
–Mario, hijo, ¿y la cruz, todavía llevas la cruz? –él se puso de
espaldas y se levantó la camisa para enseñarle una cicatriz en forma de cruz
que tiene en la espalda, la marca que se hizo cuando era pequeño brincando una
rama de huizache. Una sonrisa panorámica se dibujó en el rostro de la mujer: si
bien el que Mario estuviera encarcelado era terrible, al menos no estaba muerto
y había sido suplantado por otro hombre. La visita terminó fugazmente. Fueron
pocos minutos, pero después de tantos años María Luisa recuerda cada detalle de
su pequeño hijo de 23 años.
En la memoria materna, Mario aún tiene la piel estirada, el
cutis terso, el bigote incipiente y la figura flacucha. En el caso de Aburto,
su madre aún lleva el cabello teñido de rojo y el rostro aún no se le ha
llenado de patas de gallo.
* * *
Mario terminó en 1997 la primaria, la secundaria y la
preparatoria; ha perfeccionado su nivel de inglés. Cuando se siente deprimido,
le gusta leer la revista Selecciones. Pero hasta los libros le recuerdan lo que
pasó hace 20 años: un profesor en El Altiplano recuerda que un día Mario
hojeaba un libro de historia en el que se hablaba de la muerte de Luis Donaldo
Colosio, y la reacción del asesino confeso fue que peló los ojos y volteó a
verlo soltando un “Ya ve, no se ha comprobado y aquí me tienen”.
Dice que Mario acostumbra escribir sobre todo lo que lee dentro
del penal y conserva sus apuntes, pero cuando los asimila los destruye porque
cree que es observado. En la reclusión, el tiempo dejó de ser tiempo: pasa sus
días aprendiendo a tocar la guitarra, jugando ajedrez, escribiendo poesía, y le
agarró amor al futbol.
Sin embargo, desde 1996 la única actividad en que es constante
es en sus clases de pintura: incluso ha vendido algunas de ellas, y tal vez
alguno de los compradores tenga un cuadro del asesino confeso del candidato
presidencial y aún no se ha dado cuenta, ya que éste ha decidido firmar sus
trabajos con una escuálida M. El último que vendió tuvo un precio de 600 pesos,
de los cuales gastó 254 en más pinceles y pinturas.
A Mario le gustaba ver películas en Almoloya; asistía a una
actividad llamada “Cine debate”, donde los internos veían alguna cinta y al
finalizar comentaban sus impresiones. Mario nunca ha querido debatir: ha dicho
que le encanta el cine, pero de ninguna manera externará sus comentarios porque
está seguro de que lo van a psicoanalizar y en estos años ha aprendido que
cualquier cosa que diga será usada en su contra.
En estos 22 años Mario ha llorado por las noches, de hecho ha
llorado tanto que muchísimas veces se ha quedado dormido así, fatigado de tanto
sollozar. Pero en la soledad, algunos de los psicólogos que trabajaron con él
en el penal recuerdan que siempre se mostraba altivo, invulnerable, hasta el 1
de octubre de 1998.
Mario salió de su celda para internarse en un pequeño cuarto
donde una vez a la semana proyectaban películas a fin de que los internos las
analizaran; ese día la exhibición elegida fue En el nombre del padre, un filme
biográfico protagonizado por el actor Daniel Day Lewis que narra la historia de
un joven acusado de perpetrar un ataque terrorista. Durante el interrogatorio
es terriblemente torturado y amenazado con asesinar a su madre; finalmente
Gerry Conlon, el protagonista, firma una confesión de culpabilidad.
La película termina con la liberación de Conlon por falta de
pruebas tras 15 años encarcelado: cuentan que Mario lloró, lloró como nunca.
Esa tarde le dijo a la psicóloga que se sentía como Gerry
Conlon, un preso político, víctima del sistema que lo aprisionó injustamente;
reavivó los recuerdos reprimidos desde su detención. Además recordó a su padre,
con el que cada día hablaba menos, y quien hacía muchos años se la había
recomendado.
Un mes después de la proyección, Mario le explicó a la psicóloga
que ya no se sentía cómodo asistiendo a las sesiones de “Cine debate”. Esa
semana salió a correr al patio del penal, miró directamente al sol, y segundos
después todo se le hizo negro: se desvaneció ante la mirada atónita de sus
compañeros. Durante un minuto perdió la vista. Según el reporte médico de un
oftalmólogo, su organismo reaccionó violentamente por una situación estresante.
En el nombre del padre colapsó a Mario.
* * *
Durante gran parte de los últimos 264 meses, a Mario Aburto
Martínez se le ha mantenido aislado. En la bitácora de visitas sólo aparecen siete
personas que lo visitaron de 1994 a 1998: Héctor Sergio Pérez Vargas, su
abogado defensor; José Clemente Navarro, un abogado defensor provisional; Jorge
Mancillas Treviño, activista radicado en Los Ángeles; María Luisa Martínez, su
madre; Mary Antonia Brenner, la religiosa que acompañó a su madre; Alma
Elizabeth Aburto, su cuñada, e Irma Guerrero, una amiga. Aunque no aparece en
la lista, el periodista mexicano Jesús Blancornelas le hizo una entrevista
arreglada por el gobierno federal, con la que validó la versión oficial del
asesino solitario.
Hace dos años comencé a hacer peticiones al gobierno de Enrique
Peña Nieto para entrevistarme con Mario Aburto: como no tenían contacto con él,
sus familiares albergaban la sospecha de que su hijo había sido asesinado y
querían corroborar que seguía con vida.
Es larguísima la lista de funcionarios a los que solicité que al
menos hicieran llegar mi petición al interno; empezó en la Secretaría de
Gobernación y continuó hasta la Comisión Nacional de Seguridad. Ante las
negativas, a través de los medios oficiales solicité el apoyo de varios colegas
que tenían alguna clase de amistad con funcionarios del gobierno de Peña Nieto:
fue por mediación de uno de ellos que el comisionado nacional de Seguridad,
Renato Sales, aseguró que podía hacerle llegar una carta a Mario Aburto de mi
parte. La escribí contándole las novedades en su familia, le hablé de sus
sobrinos, sus hermanos, sus padres, pero nunca recibí respuesta, y ante mi
insistencia al respecto por medio de mi contacto, el comisionado informó que no
sabía nada de la carta. ¿Cómo había pasado, si él mismo lo planteó como un
medio de comunicación con el asesino confeso? Además, le fue entregada
puntualmente a su jefe de prensa en su oficina. Ahora nadie sabía nada de la
carta ni de la petición: parecía que nunca existió, que jamás el funcionario la
recibió sonriente y con un “gracias”.
Después de aquello, aunque siempre se rehusaron a hacerlo por
escrito, el rechazo fue tajante: este tema me rebasaba y yo, una simple periodista
sin amistades en las grandes esferas del poder, jamás podría ver a Mario
Aburto. Nunca podría entrevistarlo.
En 2014 se conmemoró el vigésimo aniversario luctuoso de Luis
Donaldo Colosio, y en el periódico donde desde hace media década laboro publicamos
una serie de reportajes que incluyeron el testimonio de la olvidada familia
Aburto: los visitamos en Los Ángeles, California, y externaron la preocupación
de que su hijo hubiera sido asesinado en el penal; estaban intranquilos porque
no llamaba, y les resultaba imposible viajar a México porque se habían apegado
al beneficio del asilo político. A pesar de reiteradas peticiones, otra vez la
negativa fue contundente.
(…)
Según la información filtrada a Milenio, Aburto fue trasladado
primero al penal de Puente Grande, en Jalisco, y después al de mediana
seguridad en Huimanguillo, Tabasco; en dos años sólo había hablado 10 veces son
sus padres.
El
adelanto de este libro se publicó en la edición 2107 de la revista Proceso del
19 de mazo de 2017.
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