Tomado de Nexos
La
locura no se puede encontrar en estado salvaje. La locura no existe sino en una
sociedad, ella no existe por fuera de las formas de la sensibilidad que la
aíslan y de las formas de repulsión que la excluyen o la capturan. —Michel Foucault
Mijal Schmidt
La historia de la
enfermedad mental es la historia de la humanidad. Las definiciones de los
llamados “trastornos mentales” cambian en función de aspectos que atraviesan la
temporalidad y cuestionan el statu
quo de las sociedades. Se construyen a partir del contexto y el
momento histórico en curso, pero siempre con la mirada puesta en eso que es
escandaloso y que lastima el orden común.
El ámbito “psi” ha
sido y sigue siendo aplastado por el peso del estigma y la obscenidad. Si bien
la actual consideración genética de la enfermedad mental aporta luz sobre una
parte de su origen y “absuelve” de culpas al individuo, las diferentes
disciplinas que estudian y trabajan el fenómeno tienden a simplificar en exceso
estas muestras de sufrimiento humano. Y esto ha sido recurrente en todas las
épocas. Uno de los problemas más acuciantes en la clínica de los “trastornos
mentales” es su diagnóstico.
Ilustrciones:
Kathia Recio
La dificultad en la
determinación de los trastornos psiquiátricos —y de su tratamiento— tiene que
ver con el hecho de que éstos no pueden ser reducidos a generalizaciones ni a
causas unívocas. El ser humano es la conjunción de ámbitos que, al
interrelacionarse, producen una configuración específica. Por ejemplo: aun y
cuando haya predisponentes genéticos para la enfermedad mental se sabe que el
ambiente de crianza será determinante, no sólo en la manifestación del
conflicto psíquico, sino en las estrategias de afrontamiento que se eligen.
Esto aumenta o reduce la gravedad y cronicidad del padecimiento.
En la antigüedad de
Occidente se creía que la enfermedad mental era parte de un influjo demoniaco
que incidía en todo aquel que rompía un tabú. Más tarde Hipócrates estableció
que el desequilibrio de los líquidos del cuerpo, los “humores”, era el
responsable de las enfermedades físicas y psíquicas, explicación que buscaba
las causas dentro del organismo y no fuera de éste. En la Edad Media la
“locura” se asoció a enfermedades de fenomenología llamativa como la epilepsia,
y con algunas contagiosas, como la lepra. De ahí que quienes las padecían
fueran excluidos socialmente, rompiendo con la apreciación mágica y mística que
le caracterizaba a estas condiciones.
Durante el Renacimiento
las manifestaciones de la enfermedad mental fueron entendidas nuevamente como
la encarnación del mal. En algunas partes de Europa y América se asiló a los
enfermos en hospitales, sin que esto implicara ejercer una terapéutica como
tal. Al mismo tiempo, se desplazó la responsabilidad del cuidado de los
pacientes, hasta ese momento depositada en la familia, a las instituciones
públicas. Algo no funcionó del todo en este traspaso de responsabilidades, pues
son los familiares y los conocidos quienes frecuentemente y en distintas épocas
se han hecho cargo por completo de la rehabilitación de los pacientes.
A partir de los
avances en el conocimiento de las estructuras cerebrales, en el siglo XVII, la
idea de la enfermedad mental encontró asiento en el sistema nervioso central y
al mismo tiempo empezó a ser objeto de propuestas terapéuticas formales, aunque
todavía mezcladas con la moralidad. Gracias al médico francés Phillippe Pinel
llegó la llamada “segunda revolución psiquiátrica” y las enfermedades de la
mente se clasificaron en cuatro básicas, que acentuaban la idea de su origen
hereditario y ambiental: manía, melancolía, idiocia y demencia. Los enfermos
que hasta entonces resultó que vivían encadenados y en celdas rescataron algo
de su dignidad.
El siglo XIX sería
una época fundamental en la elaboración de teorías desde diversas escuelas de
pensamiento. Éstas buscaban precisar la etiología de las enfermedades mentales
y, a pesar de los escasos instrumentos para su demostración, en ese momento se
creó el primer laboratorio de psicología experimental. El conocimiento sobre
las estructuras del cerebro y la fisiología del sistema nervioso central
–—hasta la primera descripción de la neurona— catapultaron las investigaciones
del movimiento organicista, lo cual dio lugar al inicio de la psiquiatría hacia
finales del siglo. Con la preocupación de comprender padecimientos que no
encontraban cura apareció el psicoanálisis, que consideraba aspectos que iban
más allá de lo orgánico y resaltaba que las motivaciones inconscientes daban
origen al sufrimiento psíquico. En el siglo XX surge la psiquiatría heredera
del degeneracionismo y el positivismo, nace la noción actual de locura y se
empieza a elaborar una clasificación de las enfermedades mentales a partir de
los estudios de caso de pacientes asilados en instituciones psiquiátricas.
A pesar de la
actualización de los sistemas diagnósticos de los últimos 60 años, las
enfermedades mentales se siguen estigmatizando, pues en su intento normativo se
pierden los trazos que permiten diferenciar los modos de sufrimiento subjetivo.
A su vez, esto ha con-vivido con un ánimo de aceptación absoluta de estas
condiciones, so pretexto del progreso de la humanidad. El rango de inclusión de
síntomas se ha ampliado de tal manera que aspectos como la gravedad,
intensidad, duración e incapacitación han dejado de tener suficiente relevancia
para proveer de atención a quienes verdaderamente la requieren (aquellos con
síntomas más agudos). La generalización sintomática no sólo resulta burda sino
peligrosa, ya que excluye la diferencia sutil que permitiría diseñar
tratamientos a la medida de las personas y no de exigencias comerciales o de
modas de enfermedades. En estos tiempos parece que todos cabemos en el criterio
de algún padecimiento psíquico.
En todo caso, la
psiquiatría ha desmentido su voluntad de control y deja en lugar de paranoica a
cualquier duda sobre su método, argumentando, además, sus buenas intenciones y
su ánimo científico. Hoy se olvida su empleo como una práctica eugenésica
evidente en varias de sus intervenciones sociales a lo largo de las épocas;
tantas de ellas soportadas por el poder político. Históricamente, la
psiquiatría ha participado del control de la natalidad, de disidentes, de
prisioneros de guerra y hasta en el encubrimiento de criminales para evitar a
la justicia. También ha funcionado para justificar la “debilidad mental” de las
mujeres y su incapacidad para ser incluidas en la fuerza laboral. En la época
victoriana, por ejemplo, las mujeres que tenían comportamientos “extraños” (o
simplemente una opinión política) eran motivo de encierro carcelario con el
pretexto de tener una enfermedad mental.
Sin lugar a dudas
el conocimiento científico en el campo ha avanzado gracias a la investigación
rigurosa, metódica, comprobable y replicable; pero después de años de
investigación y cantidades ingentes de dinero invertidas en encontrar las
causas exactas de la enfermedad mental y los tratamientos más precisos para
curarla, el éxito no ha sido redituable al esfuerzo. ¿Qué es, pues, lo que hace
falta para entender a la enfermedad mental? ¿Es posible que la incertidumbre
que le es inherente sea justamente la ficha en juego? Si es así, ¿es posible
contar con ella en beneficio de los pacientes, o se seguirá desechando con la
pretensión de hallar finalmente la piedra de toque?
Al día de hoy la
medicina de los fenómenos mentales se mantiene en un nivel descriptivo. No ha
podido encontrarse el origen certero de los padecimientos psiquiátricos ni se
ha logrado establecer una relación causal entre ellos. Las enfermedades
mentales se siguen desprendiendo comparativamente de lo que se asume como un
estado de ser y comportarse que es ideal y que se identifica sólo a partir de
una cierta estabilidad psíquica a lo largo del tiempo. En este sentido, la
psiquiatría no puede sacudirse la herencia positivista de la que procede, a la
que le debe cuentas y que, al parecer, se empeña en pagar.
Con el fin de
contabilizar a los enfermos que se encontraban internos en instituciones
estadunidenses se publicó en 1917 el Manual
estadístico para el uso de las instituciones de los enfermos mentales, antecedente del
actual Manual diagnóstico y estadístico de los
trastornos mentales (el DSM, por sus siglas en inglés) en donde se describen los
padecimientos mentales y sus síntomas. Su objetivo era recoger las estadísticas
de los hospitales y confrontarlas con 22 diagnósticos. Más adelante, el
documento se refinó para dotar a la comunidad científica de un instrumento que
normativizara el diagnóstico de la enfermedad mental. Las primeras versiones
del DSM aparecieron en 1952 y 1968. Elaboradas para ayudar al clínico a
reconocer signos de trastorno mental, servían como un pequeño texto de referencia
para lo observado, aunque evidentemente sus descripciones iban cambiando con el
tiempo. Así, la primera versión establecía, por ejemplo, que la homosexualidad
era parte del diagnóstico del trastorno sociopático de la personalidad o que el
autismo era una forma de esquizofrenia.
En 1980 siguió la
tercera edición; se incrementó el número de páginas y también su popularidad.
Pronto el DSM se convirtió en el estándar del diagnóstico usado mundialmente
para cuestiones de la mente. El enfoque del previo DSM-II en realidad era de
corte psicoanalítico, lo cual implicaba que éste consideraba a los conflictos
inconscientes como el origen de la problemática mental, pero también que las
“afectaciones mentales” no eran exclusivas de unos cuantos, sino que el padecimiento
tenía más que ver con el grado de afectación producido en cualquier sujeto. Es
decir, consideraba factores tanto cualitativos como cuantitativos para
determinar la asignación de un diagnóstico. El DSM-III quería reducir los
rasgos subjetivos, buscar validez y confiabilidad, por lo que decía basarse en
la observación “objetiva” de signos y síntomas, y en la clasificación precisa
en categorías descriptivas “inaugurando una nueva perspectiva a los trastornos
mentales”.
En 1994 apareció la
cuarta edición y en el 2000 su revisión; en ambas se amplió la clasificación y
se volvió más metódica y puntillosa. Sin embargo, su más reciente versión, la
quinta, publicada apenas en 2013, ha sido fuertemente criticada y desacreditada
por amplios sectores de la comunidad psiquiátrica. Frances Allen, quien fue
jefe de grupo de tareas del DSM-IV y del departamento de psiquiatría en la
escuela de medicina de la Universidad de Duke, explica que su “pobre e
inconsistente redacción” refleja la incoherencia y la calidad variable de las
categorías diagnósticas que describe.
Los primeros dos
manuales habían sido desarrollados por pequeños comités de investigadores pero,
a partir de la tercera edición, participaron cada vez más profesionales, y en
ésta y las que siguieron se especificaban diagnósticos que habían sido
desarrollados muy recientemente. Los conflictos a partir de la elaboración del
documento surgieron cuando se supo que algunas farmacéuticas habían dado
grandes cantidades de dinero a los psiquiatras investigadores para que
promocionaran sus medicamentos sin que éstos lo hubieran reportado a las
instituciones a las que pertenecían. Además de esto, hubo casos en que los
reportes e investigaciones fueron escritos por empresas y no por los propios
psiquiatras, lo cual hizo evidente el conflicto de intereses que subyacía a la
determinación —que sigue vigente— de una enfermedad y la asignación de un
tratamiento farmacológico como la primera vía para tratarlo.
“Nuestra
clasificación de los trastornos mentales no es más que una colección de
constructos limitados y falibles que buscan, pero nunca encuentran, la verdad;
a pesar de que por el momento ésta sea nuestra mejor manera de comunicarlos,
tratarlos e investigarlos”, dice Frances Allen.
En términos
generales, el diagnóstico actual es un procedimiento que aísla, separa y
clasifica signos. Algunos son visibles y otros comunicados por los pacientes
desde una perspectiva enteramente personal, en función de diversos factores
como su tolerancia al dolor (que es muy distinta en cada cual), su historia de
enfermedades, la gravedad y cronicidad del padecimiento, la cantidad de
información que tenga al respecto, el nivel de sensibilización ante este tipo
de padecimientos, entre muchas cosas.
Para evitar esta
subjetividad en la descripción de síntomas, la disciplina médico-psiquiátrica
agrupa variables en criterios diagnósticos que deben cumplir una cierta
especificidad fenomenológica que, sin embargo, deja fuera rasgos que pudieran
no ser tan llamativos o determinantes para el clínico pero que sí lo son para
el paciente. Por ejemplo: el manual diagnóstico indicaría que para un episodio
depresivo mayor se deben cumplir cinco o más de los síntomas que describe,
durante un periodo de dos semanas. ¿Quiere esto decir que si el paciente reporta
cuatro síntomas que implican un cambio significativo con respecto a su estado
de ánimo previo, entonces no es posible diagnosticarlo? O que si el malestar es
clínicamente significativo, pero menor a dos semanas, ¿habremos de esperar a
que se ponga peor para intervenir? Suena absurdo, ¿no?
En general, los
sistemas clasificatorios producen un modelo para pensar la clínica al tiempo
que configuran el enfoque y entendimiento de aquellos fenómenos con los que
tratan. La función de éstos en las enfermedades mentales es reducir el influjo
de la subjetividad en la observación de los síntomas y, por ende, en la
prescripción de la intervención. Así, su fin es describir de manera sucinta los
padecimientos para identificarlos en los pacientes a partir de descripciones
concretas. También resultan necesarios para establecer parámetros de
comorbilidad (existen padecimientos o síntomas que se presentan frecuentemente
juntos como la depresión y la ansiedad, o la pérdida de memoria producto de un
trastorno psicótico o por demencia) y diagnósticos diferenciales (ubicar si se
trata de un episodio depresivo mayor o un trastorno depresivo mayor) y, lo que
es más, son un requisito indispensable en hospitales y clínicas del servicio
público al momento de querer acceder a cualquier tipo de tratamiento.
Finalmente, estos sistemas son el lenguaje común de la comunidad médica,
psiquiátrica y psicológica.
Por otro lado,
darle nombre a los síntomas muchas veces frena la ansiedad que produce la
incógnita del malestar en los pacientes, sobre todo al inicio de su
presentación, lo cual facilita que éstos tomen decisiones con mayor fundamento.
Sin embargo, muchos quedan atrapados en la categorización instrumental hecha
por un sistema, que de ahí en adelante se convierte en “su nombre”.
Y esto tiene muchas
consecuencias; para empezar, la incapacidad de pensarse o ser pensados desde
otros atributos inherentes a su subjetividad. Por ejemplo, sucede que hay
quienes han terminado en un hospital psiquiátrico debido a una depresión severa
y los tratamientos que se ofrecen enfocados en el control bioquímico —uno cada
vez más agresivo que el otro— terminan por producir efectos iatrogénicos
(problemas físicos o psicológicos producidos por tratamientos médicos) de tal
gravedad que incapacitan a las personas ahora sí de por vida volviéndolas
dependientes de fármacos, intervenciones médicas y familia por igual.
Los parámetros
siguen siendo puramente subjetivos y se ignora en buena medida que los umbrales
de los pacientes varían mucho dependiendo de factores como la geografía, el
sexo, la cultura y el tipo de padecimiento, entre otras cosas. Pero la mayoría
de los clínicos que ha interiorizado un esquema de síntomas y criterios
diagnósticos a partir de su formación, está condicionada a que los fenómenos que
observan se ajusten a la descripción que conocen de antemano. Esto impide que
tengan una mirada abierta para encontrar lo singular de cada persona y
determinar respuestas diferenciadas para su tratamiento. Es muy probable que
esta lógica impida ir más allá en el descubrimiento de otros factores que
podrían echar luz sobre nuestro —todavía incipiente— conocimiento sobre cómo
funcionan la mente y el afecto. El observador siempre modifica el fenómeno que
estudia y, si el bagaje de información que posee está delimitado por su
expectativa desde un principio, la investigación lo estará también. Por otra
parte, se alimenta el simplismo y la banalidad del padecer humano, cuando esto
da lugar justamente a la cronicidad.
Como ya decíamos,
una de las constantes en el cambio de versiones del DSM ha sido la ampliación
del rango de enfermedades. Esto incluye comportamientos o síntomas que podrían
considerarse como respuestas esperadas ante eventos de la vida cotidiana que, al
momento de estar en un manual diagnóstico de enfermedades mentales, se vuelven
trastornos.
Esto ha dado una
idea equivocada sobre el incremento desmesurado de enfermedades mentales en la
población —que ahora se calcula en 450 millones de personas en el mundo—, con
el riesgo de que la sobresaturación de los servicios públicos de salud impida
que las personas en estados de mayor gravedad reciban la atención que requieren
oportunamente, como ya ocurre. Finalmente, esto también ha llevado a que la
industria farmacéutica aumente la producción de medicamentos, que en los hechos
siguen sin sobrepasar la efectividad de otros métodos como la psicoterapia, las
terapias ocupacionales o el soporte familiar; además de que, en muchos casos,
su uso tiene consecuencias de salud mayores a largo plazo: desde aumento de
peso o daño hepático, hasta el suicidio.
Reforzar la idea de
que existen soluciones rápidas a los conflictos emocionales y que los
mecanismos que fomentarían una mejora en la condición de los pacientes depende
de factores externos, como los fármacos, tiene como consecuencia la
infantilización de la población, en general, y de la que sufre de problemas
psiquiátricos, en particular. Ésta, excesivamente medicada, desconoce la
responsabilidad que tiene en: la toxicidad de sus relaciones personales, en la
formación de hábitos disfuncionales, en el desencadenamiento de sus conflictos
y, en consecuencia, en la búsqueda de opciones más eficaces para lidiar con el
dolor y el conflicto. Lamentablemente, son pocas las instancias en las que se
ofrecen tratamientos complementarios que se dediquen a buscar las causas del
problema y, cuando se “receta” la psicoterapia, la frecuencia de sesiones suele
ser insuficiente. Los pacientes claudican y el desenlace suele ser el aumento de
recaídas.
La posición psiquiatrizante pone
una camisa de fuerza a la
singularidad para estandarizar y homogeneizar la diferencia, y en ello pierde
la efectividad de su intervención. Olvida que es en los puntos de inflexión de
cada sujeto en donde puede hallarse el espacio para intervenir.
Para la comunidad
psiquiátrica y psicológica el signo que demuestra el inicio de la mejoría del
paciente por antonomasia es que éste logre “conciencia de enfermedad”,
entendida como la aceptación de “estar enfermo”. La negativa a reconocerlo ha
sido determinada de “mayor gravedad” por efecto de oposición. En este sentido,
el discurso institucional exige que el paciente se incluya en la comunidad de
“los enfermos”, que equivale a la de “los medicados”, “los del manicomio”, “los
locos”, “los pacientes psiquiátricos”, “los crónicos”, “los agudos”, y un largo
etcétera, pues entre ellos “se reconocen” e identifican según rasgos comunes.
Pero esto tiene un
lado turbio. La prescripción de enfermedad siempre llega desde afuera, desde
alguien que mira y detecta lo que no funciona. Es una posición de poder la que
indica los parámetros que la (otra) comunidad científica determinó para separar
a los “locos” y a los “cuerdos”. Es un lugar desde el cual se ejerce el poder
de un saber absoluto que muchas veces prescinde de la sutileza de la
comunicación del padecimiento de una persona. El clínico, más preocupado por
acertar en la categoría diagnóstica, seguido ignora el dolor del padecimiento
psíquico. No basta una lectura de síntomas para lidiar con lo que afecta a las
personas: el tabú de la locura.
La exclusión que se
constituye en el acto de la categorización establece una brecha insalvable,
tanto de tipo conceptual, como de la noción de corresponsabilidad en el
sufrimiento de los otros. Además, el reconocimiento de etapas o eventos
críticos inherentes a la subjetividad de cualquier humano permitiría el acceso
a un abordaje más sensible y, entonces, más efectivo del padecimiento. Para
ejemplo, la experiencia comunitaria en el tratamiento de las personas con
dolencias psíquicas del pueblo belga, Geel. En éste, la comunidad acoge a las
personas en el entendido de su diferencia y padecimiento, y a través de la
participación comunitaria los incluye en las tareas que se requieren para la
subsistencia, brindando apoyo y capacitación; soportando los momentos críticos
con su presencia y el despliegue de recursos de integración.
Con la exacerbación
de la violencia, el descrédito, el hurto, el abuso, el que las personas sufran
no es para menos. Sin embargo, es probable que tengamos que empezar a
cuestionarnos si las categorías diagnósticas nos alcanzan para darle cabida a
una realidad que por mucho supera a la de cualquier manual.
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