Crónica de una espeluznante pesadilla
Columna Fuera de Foco/Por Silvia Núñez Hernández
Sin duda a todos nos ha tocado sentir la cercanía de la muerte. Todos sabemos que moriremos algún día, pero la verdad, celebrando con mis amigas el 10 de mayo, pues nadie se lo espera. Todas estábamos contentas de poder asistir a nuestro gran encuentro, ese día, vestidas de la época de los 60’s nos dimos cita en El Amate para festejarnos; el lugar estaba lleno en su totalidad, éramos alrededor de 100 personas.
Todo era tranquilidad y diversión, todas las señoras nos damos vuelo bailando música de nuestra época, cuando inició la peor pesadilla de nuestras vidas.
Un estruendo en la calle hizo que todo se paralizará el interior del local; en el bulevar Ruiz Cortines a mitad de la avenida bajaban militares todos con pasamontañas. Sin tocar casi suelo empezaron a disparar sus armas largas en contra de los tripulantes de una camioneta quienes respondían a su vez al fuego.
Adentro, todos empezamos a correr, casi de inmediato entró un soldado quién dio una orden precisa: “Todos al suelo” ordenada, y en cuestión de segundos, nos encontrábamos con la cara pegada a él rezando y con las luces apagadas.
En cuestión de milésimas de segundos, el mismo militar nos ordenaba con voz imperativa que nos fuéramos a refugiar al baño y a la cocina, arrastrándonos como podíamos –pues la mayoría éramos señoras que rebasaban los 60 años- llegamos al punto.
Yo me refugié en el baño, en uno de los cubículos; ahí nos metimos cuatro personas, todas en el suelo sentadas; el horror nos empezó a invadir cuando oímos claramente la balacera que se protagonizaba en el exterior; gritos de ambos bandos, invadían el local, amenazantes y se insultaban: “Ahora si hijo de tu puta madre, te cargó la chingada” –disparos- “Ven hijo de tu puta madre, haber si eres tan machito” –disparos- de repente oímos algo nos llenó de horror, una granada explotó y cimbró todo el local.
Todos estábamos calladitos, nadie se atrevió ni a llorar; de inmediato apagamos los celulares como para intentar pasar desapercibidos para ambos bandos; pero mis piernas empezaron adormecerse, y decidí sentarme en la taza para intentar apaciguar el dolor de ellas.
Oímos como de repente uno de los narcotraficantes gritó: “Ora si hijos de su puta madre, verán a como nos toca, ya nos llegaron refuerzos”; en ese momento comenzó otra “tirotiza” que duró cerca de 10 minutos. Adentro sólo atinábamos a rezar y a intentar estar lo más calladitos posible. De pronto, hubo otro estallido proveniente de una granada, y nuevamente el local se cimbró.
El restaurante está construido en madera y ventanales, sin protecciones. Adentro, lográbamos oír como los vidrios caían al suelo luego de los estallidos de las granadas y de las balas. Volvió la calma, solo logramos escuchar cuando alguien gritaba: “No me mate, no mate” y de pronto, tiros: el silencio.
De pronto escuchamos como una voz desesperada gritaba: “Déjenme entrar por el amor de Dios” “abran” y golpeaba la puerta de la cocina que da al estacionamiento del restaurante. Oímos como quienes se guarecían en esa parte del local, decían no habrás, por favor, puede ser un narco, ¡No abras! Otra voz decía, “si si abran, es el velador”.
Quietecitos, solo escuchamos pasos de personas corriendo en el exterior. Cuando de repente otro intercambio de tiros invadió el lugar. Nuevamente volvieron a lanzar granadas, pero está vez era más de una. Sentimos realmente un horror, y muchas personas ya no pudieron aguantar el llanto.
La balacera, esta vez fue más prolongada, y la sensación de fragilidad nos empezó a invadir a todos. Teníamos la sensación que íbamos a morir esa noche.
Yo empecé a rezar, realmente estaba consciente que tal vez no salía viva de ese lugar; me empecé a sentir muy mal, pues sufro del azúcar, y enseguida mis piernas comenzaron a hincharse a tal grado que no soportaba estar sentada; pero mi esperanza de continuar con vida, me declinaban la idea de intentar pararme de la posición tan incómoda en la que me encontraba.
Así estuvimos desde las 11:30 de la noche que inició la balacera hasta las tres de la madrugada, con la total incertidumbre; pero afuera, ya no se escuchaban nada más que pasos y mucho movimiento.
Al Amate entraron un grupo de militares, quienes gritaban desde afuera, “Todos están bien” ya pueden salir. Nadie se atrevía a moverse del lugar, cuando de repente, el sobresalto me sorprendió cuando oímos que alguien tocaba al cubículo donde estábamos encerradas.
El soldado ordenó: “Ya salgan, todo acabó”. Me entró mucho miedo porque no tenía la seguridad de quién estaba afuera pues todo estaba en penumbras. Salimos, y afuera estaban tres militares encapuchados y con sus rifles, nos dijeron que lo siguiéramos, y así lo hicimos.
Afuera del mismo local, nos dieron indicaciones: “Se van a formar en fila india, los vamos a escoltar para que se vayan a sus casas, no podrán tomar sus autos, caminarán hasta Costa Verde, y ahí tomarán taxis” Alguien gritó, “pero mi coche está a aquí a la vuelta”; con tono poco amigable, el militar dijo; “Hagan los que les ordeno, se forman y caminan, no quieran pasarse de listos de intentar ver lo que no deben ver”.
Empezamos a caminar, pero la verdad uno de los peores defectos de los humanos es la maldita curiosidad. Y empecé a observar, como pude y con discreción, solo alcancé a ver como tenían estibados a los muertos; eran como 20, y alrededor, muchos autos dañados por las balas y otros quemados por las granadas que arrojaron. Caminamos y caminamos, honestamente se me hizo interminable, yo empecé a llorar por una crisis nerviosa que me empezó a invadir. Alguien que venía atrás mío me tomó del brazo e intentó tranquilizarme.
Los soldados caminaban junto a nosotros, perdí la noción del tiempo. Se me hizo interminable llegar al punto que nos indicaron, en ese momento pensé: “Y si nos quieren matar”. Pero no, llegamos a Costa Verde, y ahí nos dieron la espalda y retornaron rumbo al tiroteo; me sentí realmente ansiosa, pues en ese momento como maldición no pasaba ningún taxi, además éramos muchos.
Empezamos a caminar rumbo a Plaza Acuario, intentando huir de la zona; en ese momento miré el mar, y me sentí tan diminuta, tan vulnerable, jamás en mi vida me imaginé pasar una experiencia tan horripilante como la del día de hoy.
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